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[C:174570]

Como iba solo en su cochecito, no tenía más aliciente que la
velocidad; volaba en dirección a La Paz sobre una cinta de asfalto
ceñida por arenas. En el paisaje nada mitigaba el pálpito de soledad,
ni había novedad alguna que le hiciese más llevadera su semanal ida y
vuelta. Divisó a lo lejos un colosal vehículo de transporte. Le dio
alcance y redujo la marcha de su Chevy para continuar cerca y al
ritmo del coloso. Era un camión cisterna del tamaño de una
locomotora. Un ciclista iba agarrado a su borde trasero, y daba, de
vez en cuando, una patada en la rueda, tan tranquilo. Cantaba. ¿De
dónde vendría? ¿A dónde iría? ¿Habría podido hacer tanto camino de no
hallar un vehículo que tirase de él? Sonrió admirado y le vio con
simpatía. Dejaron atrás, a la derecha, unas lomas, y enseguida
entraron en una zona verde, sembrada de maíz y rodeada de pastizales,
donde pacían cabras. Redujo aún más la velocidad para gozar de aquel
verde jugoso, y entonces un grito desgarró el silencio.
Con sobresalto volvió la cara hacia delante, a tiempo de ver cómo la
rueda del camión, imperturbable, enganchaba a bicicleta y ciclista.
Soltó un grito de horror y chilló para advertir al camionero. Detuvo
luego su coche, a dos metros de la bicicleta, y se bajó sin pensar y
sin que sus gritos hubiesen alcanzado al camión. Se acercó espantado
al lugar del accidente y vio el cuerpo tendido sobre el costado
izquierdo, con el brazo moreno apuntando hacia él; una mano pequeña,
que asomaba por la camisa -polvorienta, lo mismo que la piel-, estaba
cubierta de rasguños y heridas. De la cara no se le veía más que la
mejilla derecha. Las piernas ceñían aún la bicicleta. El pantalón,
gris, estaba desgarrado y salpicado de sangre. Las ruedas se habían
roto, los radios estaban retorcidos y una guía del manillar
desquiciada. Una respiración, fatigosa, forzada, inquieta, ocupaba el
pecho de la víctima, que aparentaba unos veinte años o muy poco más.
Se le contrajo la cara y los ojos se le fijaron en una expresión de
pena y compasión, pero no supo qué hacer. En aquel descampado se
sentía impotente. Descartó la idea que primero le vino a la mente de
llevarle a su coche. Y finalmente se libró de su confusión decidiendo
tomar su automóvil y salir en hacia el vehículo culpable. Quizá en el
camino encontrase un puesto de vigilancia o de control y pudiese
informar del accidente. Marchó hacia su coche y se disponía a subir
cuando oyó unos gritos que decían:
-Quieto... no te muevas...
Se volvió y pudo ver a un grupo de labradores corriendo hacia él.
Venían de los sembrados. Algunos llevaban garrotes, otros piedras.
Contuvo el impulso de montarse -no fuera que la emprendieran a
pedradas- y les esperó asustado por su crítica situación. Los rostros
torvos, agresivos, le disiparon cualquier esperanza de entendimiento.
Tendió la mano veloz a la guantera y sacó su pistola, apuntándoles y
gritando con voz estremecida:
-¡Quietos!
Se dio cuenta, con fulgurante y agitada percepción, que aquella
actitud había cerrado todavía más cualquier esperanza de comprensión
futura, pero tampoco había tenido tiempo de obrar con reflexión.
Cedieron en su carrera y, finalmente, se pararon del todo a unos diez
metros, en los ojos una mirada torva y resentida. Ardía en sus
fulgores la inesperada desventaja de encontrarse ante un arma. Los
rostros tenían un aspecto oscuro, hosco, subrayado por los rayos del
sol. Las manos crispadas en torno a los garrotes y las piedras, y los
pies enormes, descalzos, clavados en el asfalto Uno dijo:
-¿Piensas matarnos como a él?
-Yo no lo he matado. Ni le he tocado siquiera, quien lo atropelló fue
el camión cisterna.
-Fue tu coche... tú...
-No lo han visto...
-Todo...
-Me están impidiendo que alcance al culpable...
-Tú lo que quieres es huir...
Había aumentado la rabia. Había aumentado el miedo. La idea de poder
verse obligado a disparar le producía angustias de muerte. Matar, que
el homicidio le llevase a una pendiente. ¿Cómo borrar la pesadilla si
no estaba durmiendo?
-De verdad que no he sido yo quien le ha atropellado. He visto
perfectamente cómo el camión le aplastaba...
-Aquí no hay más culpable que tú...
-Habría que llegarse al Hospital más cercano...
-Intenta.
-Al puesto de Policía...
-Intenta.
-¿Es que vamos a esperar sentados hasta que la verdad resplandezca?
-Si no te escapas ya lo creo que resplandecerá.
-Válgame Dios, ¿por qué tanta obsesión?
-¿Por qué le has matado?
¡Qué tremendo problema; qué tremenda falsedad! Cuándo acabaría aquel
infernal compás de espera. El sufrimiento sin paliativo, el miedo,
las ideas frenéticas. ¿Por qué se detuvo? ¿Cómo demostrar la verdad?
El mismo conductor del camión no se enteró de nada. Ni la menor
esperanza que todo aquel maldito lío fuese una pesadilla.
Del caído llegó una queja, seguida de un ay gangoso y un largo
gruñido. Después, otra vez silencio. Uno chilló:
-¡Dios tiene que castigarte!...
-Dios castigará al culpable...
-Tú has sido...
-¿Me habría parado de ser culpable?
-Creíste que no había nadie...
-Creí que podía ayudarle...
-Buena ayuda...
-Es inútil hablar con vosotros.
-Bien inútil.
Si les daba la espalda un solo instante, las piedras le aplastarían.
No había más remedio que aguantar en el trance. Imposible perseguir
al camión. Él, sólo él quedaba en prenda. Y si no mantuviese un
resquicio de esperanza, aquello sería el horror de los horrores.
¿Cómo se van a establecer las responsabilidades? ¿O a determinar el
castigo? ¿Podrá salvarse el pobre accidentado? Su mirada manifestaba
espanto, las de ellos un rencor obstinado.
Dos vehículos aparecieron allá en el horizonte. Al verlos acercarse
respiró aliviado. Una ambulancia y un coche patrulla se pararon en el
lugar del accidente. Los camilleros marcharon hacia la bicicleta sin
demora. Los del grupo les rodearon. Zafaron las piernas de la víctima
delicadamente y le trasladaron al coche con sumo cuidado. Y sin
esperar más se fueron por donde habían venido. La policía alejó a los
del grupo y el inspector procedió a examinar el lugar sin decir
palabra. Tras un lapso se volvió al hombre y preguntó:
-¿Fue usted?
Los labradores se encargaron de contestarle a gritos, pero el
inspector ordenó silencio con un gesto de la mano, mientras le
examinaba. Repuso:
-No. Yo iba detrás de un camión cisterna al que el ciclista se
agarraba. Un grito me alarmó y cuando miré, le vi bajo la rueda.
Gritaron casi todos.
-Él le atropelló...
-No lo atropellé. Vi cómo pasaba...
Nuevo griterío. El inspector atronó:
-¡Orden!
Y le preguntó:
-¿Vio cómo se producía el accidente?...
-No. Cuando me volví al grito ya estaba la bicicleta debajo de la
rueda.
-¿Cómo había ido a parar allí?
-No sé.
-¿Y luego qué hizo?
-Paré para ver cómo estaba y qué se podía hacer. Se me ocurrió salir
detrás del camión pero entonces aparecieron éstos corriendo hacia mí,
con garrotes y piedras, y no tuve más remedio que tenerles a raya con
el arma.
-¿Tiene licencia?
-Sí, soy Guardian en La Paz y viajo mucho.
El inspector se volvió hacia los labradores y les preguntó:
-¿Por qué sospechan de él?
Gritaron, quitándose la palabra de la boca:
-Por que vimos perfectamente lo que hizo y no le dejamos escapar...
El hombre dijo angustiado:
-Es mentira, no vieron nada.
El inspector ordenó a un agente quedarse vigilando y a otro avisar al
fiscal mientras se trasladaba con todos a Jefatura, para escribir el
atestado. Tanto Leilo como los labradores mantuvieron sus
declaraciones. Leilo empezaba a dudar de que la investigación fuese a
poner en claro la verdad. De la víctima salió a luz el nombre: Jesus
Gonzales, y que era vendedor ambulante, en tratos con casi todos
aquellos labradores. Leilo preguntaba:
-¿Me habría parado si fuera culpable?
El inspector contestó fríamente:
-Atropellar a alguien y huir no son cosas que se sigan necesariamente.
Más espera. Los labradores en cuclillas. Leilo ocupó una silla con
permiso del inspector. El tiempo transcurría lento, doloroso, espeso.
Acabado el atestado, el inspector se desentendió de ellos. Nada de
aquel asunto parecía ir con él y se puso a matar el rato leyendo la
prensa. ¿Por qué tendrían los labradores aquel empeño en culparle? Lo
peor es que mantenían su testimonio con la misma limpieza que si
fueran sinceros. ¿Sería todo un espejismo? ¿Sería que, como suele
suceder, uno habría lanzado aquella versión del accidente y los demás
le seguían como ciegos?... Ay... la única esperanza es que no muera
Jesus Gonzales. ¿Qué otro puede sacarle de aquella pesadilla con una
simple palabra? Se dirigió al inspector, cortés y anhelante:
-¿Podríamos averiguar si hay esperanzas con el accidentado?
El inspector le miró hosco, pero se puso en comunicación con el
Hospital por teléfono. Después de colgar, manifestó:
-Está en el quirófano, ha perdido mucha sangre... imposible hacer
pronósticos...
Tras dudarlo unos momentos preguntó:
-¿Cuándo llegará el fiscal?
-Ya se enterará cuando llegue.
Dijo, como hablando para sí:
-¿Cómo puede uno verse envuelto en tales situaciones?
El inspector contestó, mientras retornaba al periódico:
-Usted sabrá.
Volvió a quedar horriblemente solo, y a examinar el lugar con enojo.
Aquellos labradores estaban empeñados en condenarle, pero quizá
lograra que la sentencia se volviera contra ellos. Y el inspector le
considera, por rutina, culpable. Una ciega fuerza anónima quería
destruirle inconscientemente. Tenía a sus espaldas muchas culpas,
pero resultaba absurdo, a todas luces, ser atrapado en un embrollo.
Suspiró quedamente:
-Ay, Señor.
Y casi todos le hicieron eco, por motivos diversos:
-Ay, Señor.
Fuera de sí, les chilló:
-No tenéis conciencia.
Y ellos chillaron también:
-Dios es testigo, canalla...
El inspector sacó la cara de entre las hojas del periódico y dijo
malhumorado:
-Vamos... vamos... no tolero esto...
Leilo dijo excitado:
-De no ser por esta infame mentira, a estas horas estaría en mi casa
tranquilo...
Uno replicó:
-Si no fuese por tu descuido, el pobre Jesus Gonzales podría estar a
estas horas tranquilamente en su casa...
El inspector les miró de un modo que les dejó sin habla. Reinó la
calma, el dolor de la espera empeoró. El tiempo pasaba como si
anduviese para atrás. Leilo no pudo soportar más la tensión y se vio
impulsado a recurrir otra vez al inspector, preguntándole en el colmo
de la cortesía:
-Señor, no puede hacerse idea lo que siento causarle esta molestia,
pero, ¿puedo saber cuándo vendrá el fiscal?
Le contestó sin dejar el periódico y de mal talante:
-¿Cree que su caso se da todos los días?
No recordaba un sufrimiento igual. Nunca había sentido tan negros
barruntos de desastre. Aquella inexplicable malquerencia entre él y
los labradores no tiene precedentes. ¿El vasto cielo, bajo el que el
accidente se había producido, era también algo sin precedentes? Con
el paso del tiempo, el horror y el agobio le habían dominado
completamente. Sin reparar en consecuencias, exclamó:
-Señor inspector...
Le cortó como si le hubiese estado esperando:
-¿Se calla?
-Pero es que esta tortura...
-Molestias que han soportado todos cuantos han pasado por esta
jefatura desde que se inauguró...
-¿No puede preguntar, al menos, por el herido?
-Me comunicarán cualquier novedad sin que lo pregunte...
Mi vida depende de la tuya, Jesus. Las apariencias van a burlar la
perspicacia del fiscal. ¿Me encarcelarán sin haber hecho nada? ¿Ha
ocurrido algo igual jamás? ¡Qué bueno sería poder echarte la culpa
encima!, y que te sonrieras con desdén y torpeza. Las lágrimas casi
le brotaban y se echa a reír de una forma que a poco lo enajena. Por
Dios, recuerda tus culpas y consuélate de este trance, aunque no haya
relación alguna. ¿Quién dijo que el caos con el caos se combate?
Veo a esos labradores, a través de un prisma negro que muchas
generaciones han tupido, pero, ¡yo no he colaborado en eso! ¿O lo he
hecho sin saberlo? Es curioso, estoy pensando por primera vez en mi
vida. Y pensaré más todavía cuando me metan entre cuatro paredes. Hoy
he trabado conocimiento con cosas que me eran directamente
desconocidas: la casualidad, el destino, la suerte, la intención y su
resultado, el labrador, el inspector, el petróleo, los vehículos de
transporte, la lectura de la prensa en jefatura, lo que recuerdo y lo
que no recuerdo. Sobre todo esto, tengo que meditar más, en singular
y en bloque. Hay que empezar a familiarizarse con entender todo, y
dominarlo todo, hasta que no quede ninguna cosa sin registrar. Una
convulsión no es en sí culpable, lo es la ignorancia. Tú lo único que
tienes que hacer desde hoy, es someterte a los dictados del sistema
solar y no al oscuro lenguaje de las estrellas. ¿Por qué temes al
inspector que lee la página de esquelas y nadie le da el pésame? Y al
llegar a este punto gritó desaforado:
-Todo tiene un límite.
El rostro del inspector asomó tras el periódico con expresión
desaprobatoria. Entonces le dijo muy serio:
-Usted lee el periódico y no hace nada.
-¿Cómo se atreve?
-Ya ve...
-¡Es que no tiene miedo de...!
-No tengo miedo de nada...
-Le traicionan los nervios, pero tengo remedio para todo.
-¡Yo también tengo remedio para todo!
El inspector se puso de pie y dijo furioso:
-¡¿Usted?!
-Retrasa la presencia del fiscal, no respeta las leyes.
-Le llevo al calabozo.
-¿Es peor que este caos?
-¿Es que quiere recurrir al expediente de locura?
Leilo se levantó desafiante, la mirada extraviada. El inspector llamó
a los agentes. Entonces sonó el timbre del teléfono. El inspector
descolgó y estuvo atento unos momentos. Colgó y miró a Leilo con
malicia y rencor, disimulando a la par una sonrisa; y le dijo:
-Ha muerto a consecuencia de las heridas. Leilo se demudó
ligeramente. La mirada maliciosa chocó con otra de cólera ciega.
Gritó con voz estremecida:
-La ley aún no ha dicho nada, esperaré...

Glanton

Texto agregado el 20-01-2006, y leído por 134 visitantes. (0 votos)


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