Derramé la taza de café sobre el mantel que tanto cuidaba Mariza, mi mujer. En ese instante ella estaba en la cocina, encorvada sobre la mesada, preparando algunas galletas. Las perspectivas jugaron a mi favor y, gracias a dios, no se percató de nada. Además, la noté un poco ensimismada: ni siquiera escuchó el ruido que hicieron la taza llena y la cuchara al desbaratarse sobre la mesa. Esto me extrañó un poco, pues, suele estar muy atenta y es bastante meticulosa con todo indicio que implique desorden o suciedad. Como sea, aproveché esta oportunidad única para enmendar de alguna manera mi desafortunado atino. Pensé un instante. No tenía mucho tiempo, de un momento a otro ella podía entrar al comedor y ver su mantel manchado. Entonces se me ocurrió algo, no era gran cosa, pero en esa situación, poder hilvanar un plan, aunque fuese rudimentario e improvisado, ya era demasiado. Entonces no dudé y lo ejecuté con suma tranquilidad: me levanté de la mesa, quité el mantel y lo escondí en un lugar seguro, luego, puse otro mantel algo más viejo y de menor calidad pero del mismo color (blanco). Puse mis esperanzas en que no notara la diferencia por un tiempo, por lo menos hasta que yo pudiese limpiar a escondidas su preciado mantel y colocarlo nuevamente en su lugar.
Finalmente, me senté en la mesa y esperé. Miré el reloj de pared con suma tensión, como si todo mi artilugio dependiese del tiempo (cosa que no era así). Estaba muy nervioso. Recuerdo que eran las 5:17 PM. Debieron pasar unos 10 minutos hasta que Mariza se fue a sentar a la mesa astutamente renovada. Ya sentada frente a mí, abrigando entre sus manos una taza de café, su ensimismamiento pareció agravarse y, de alguna manera, la sentí alejarse de mí, de a poco, paulatinamente, a distancias infranqueables, a distancias que nada tienen que ver con el espacio físico. La percibí reconcentrada en su esencia y aislada, no solo de mí, sino del mundo entero que la rodeaba. El humo gris que se desprendía de la taza se arremolinaba y se condensaba en su entrecejo, pero ella, inmutable, con la mirada suspendida, parecía sondear la negrura espesa del café, hasta profundidades donde el café ya no era café, sino el abismo oscuro de su propia alma.
Me dije a mi mismo que, en el estado en que se encontraba Mariza, “mirando sin ver”, mi operación resultaría de la mejor manera, ya que, de por si, el mantel sustituto era muy similar al reemplazado y, además, para distinguirlos se necesitaría de cierta atención ordinaria que Mariza, en ese momento, no poseía.
Ya entregado a saborear el éxito, observé, con sorpresa, como Mariza volvía de su aislamiento glacial y, seguidamente, clavaba sus ojos marrones en cierta zona imprecisa de mi rostro, para después espetarme con ensayado tono de rigor, lo que sigue:
_ Me voy... Quiero... Me voy... Basta de todo esto, quiero el divorcio,... supongo que algo sabias: tengo un nuevo amor.
Me fue tan imposible tomarme a broma palabra alguna, como imposible me resultó no desconcertarme hasta la incredulidad absoluta.
Me había herido letalmente. Osé formularle una pregunta sin sentido, inútil:
_Pero... Porque?!
Hizo mutis...
_Porque me haces esto??? – insistí con una voz que me resultaba extraña a mi mismo.
La ví invadida por una proporcionada mezcla de desesperación, confabulación y culpa;
y luego de girar su cabeza desorbitada en distintas direcciones, me dijo, sin escrúpulos:
_Por que me manchaste el mantel!!
Juro que en su mirada no asomó siquiera un vestigio de pudor... ni de piedad.
- F I N -
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