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Ella se marcha y él se queda sólo.

Sentado bajo las hojas que desprenden unas ramas el muchacho la observa alejarse mientras pide consejo al árbol que hay junto al banco. “¿Serviría de algo correr tras ella?”, le pregunta. “¿Como puedo traerla de vuelta?. Pero... no puedo darle lo que necesita. Es mejor...”. El rumor de los coches al pasar se ha vuelto rugido. La chica ya ha desaparecido y él se ha quedado sólo con sus dudas.

Un día más este muchacho camina por el Passeig en dirección a la escuela. Camina entre los ilustres edificios mirando al suelo y no se detiene al llegar a Cataluña. Continúa por el Portal, atraviesa el gótico y, sin saludar a Colón llega hasta el mar. Allí se detiene y pierde la mirada más allá de la línea del horizonte. “Barcelona era una ciudad preciosa antes de que tú vinieras. Ahora que ya no estás es una ciudad vacía. Es como si Gaudí nunca hubiese nacido”.

Una chica se ha detenido al oírlo hablar. Se acerca y se interesa por él, que no la mira siquiera. “Me siento molesto aquí afuera. Antes me sentía integrado, ahora estoy fuera de lugar.” La muchacha se ha cansado y ha seguido su camino. Él ya no está.

Harto de sentirse pequeño afuera se ha metido en el metro, abajo. Allí todo es más de su talla. Esos túneles son más sus entrañas que las calles del exterior y las nauseas ya son más llevaderas. Se mete en un vagón, cualquiera, en dirección a cualquier parte, a ninguna parte, y observa como corre el mundo tras el cristal pensando que, a esa velocidad, el metro podía hacer mucho daño.

De repente se siente turbado, intranquilo y el mundo tras el vidrio no tiene la culpa. Una niña morena, una muñeca frágil ha hincado su mirada en él y ahora no puede arrancarse del influjo de esos ojos. Unos ojos incisivos, detenidos en los suyos propios y que parecen ver más allá. Unos ojos que investigan. Ojos que revuelven sus cosas, que hojean sus libros y sacuden su memoria, haciendo emerger emociones de otro tiempo y lugar. Unos ojos que lo desnudan.

Él ya no quiere estar allí. Hace un rato era una niña pero ahora es todo el mundo. Todo el mundo parece indagar en su interior y eso lo ha puesto muy nervioso. Muy nervioso camina de punta a punta del vagón. Y el vagón está lleno de gente. Gente que penetra en él. Y eso a él lo pone muy nervioso. Y luego está ella, que sigue metida “aquí dentro, en la cabeza, y no quiere salir. Pero estas cosas no tendrían que llevarse en la cabeza, sino en el corazón. En estas cosas debería primar el corazón porque el corazón no duda. El corazón lo sabe, la cabeza es la que duda. Sal de aquí. ¿Por qué me mira toda esta gente?”.

Muy nervioso sale de la boca del metro. Le falta el aire. Respira pero aquí afuera no se encuentra bien. Las nauseas han vuelto con fuerza, con mucha fuerza y ahora corre intentando escapar “pero... ¿de qué?”, se pregunta. Y Corre, corre hasta que le faltan las fuerzas, pero a él, no a las nauseas. A ellas no.

Se detiene y, de repente, una marabunta de gente le rodea y entre esa gente le parece ver a alguien. Alguien que ha hecho que las nauseas desaparezcan, dando paso a una agradable sensación de ingravidez. Ahora él flota entre la multitud, surca los mares como un velero y busca, busca entre todos los rostros el único que él busca siempre, el que hace que las nauseas desaparezcan y la gente del metro deje de importar.

Se ha dirigido a una chica rubia. La que él siempre busca no es rubia “pero, ¿qué importancia puede tener eso?”. Era una chica alta. “Ella tampoco es alta pero eso es irrelevante”. Y vestía de un modo que no era en absoluto su estilo... Pero aún así ha perforado la multitud para encontrarla, se ha dirigido a ella con un nombre y, como era de esperar, ella no ha respondido. Ha sido el ansia. Puede haber sido la demencia. Lo cierto es que en un lapso de realidad esa chica rubia y alta y vestida como ella nunca vestiría ha sido ella para él. “La he vuelto a ver. Eso está bien. El corazón lo sabe.”

Del interior del cine sigue saliendo gente y más gente, mientras en las taquillas gente y más gente espera a comprar su entrada. Tanta gente le incomoda pero después de haberla vuelto a ver a ella se encuentra más tranquilo. Aunque quisiera que nadie pudiera verle. Quisiera ser imperceptible. Piensa en la oscuridad de la sala. Piensa que allí nadie se fijaría en él, que las únicas miradas dirigidas hacia él saldrían de la pantalla, y esas no le inquietan. Esas miradas son sólo luz reflejada. Esos ojos miran en otro tiempo, en otro lugar, a un universo que no es el suyo y no pueden suponer peligro alguno.

Han llamado de la escuela. Su familia está en casa, triste. La madre llora en el salón y el padre se come las uñas en la cocina. Ha dejado de asistir a las clases y por aquí no aparece. Hace meses que no es el mismo. En su casa están preocupados. Él no está.

Él está en el cine. Un instante antes de que se apaguen las luces en la sala se gira, como hace siempre, para observar a las demás personas. En realidad se gira para observarlas a ellas, a ella, porque ya todas son la misma. Rubias, morenas, altas, feas... “No, bonitas, porque todas son bonitas. A su modo. Es preciosa. Eso es. Preciosa. El corazón lo sabe”. Dispuestas a disfrutar del espectáculo, tranquilas. Con la mirada fija en otro lugar que no es él. Así él se las mira tranquilo, sabiendo que nadie lo mira. Pero ya mira hacia otro sitio. La oscuridad ya ha vuelto y en su interior se extiende otra vez más la paz, la calma de donde ella ha reaparecido. En ese lapso de realidad en el que se lleva a cabo la proyección. Poco a poco, un poco en cada rato de calma, ha conseguido sacarla de su cabeza y ponerla en su corazón, donde no hay dudas, donde todo dura para siempre. Sonríe y llora y, después de la emoción, las luces se encienden de nuevo.

Aún queda una última sesión. En la taquilla solo resta una persona más y será su turno. Hoy es un día importante, no para él, sino para los multicines. Hoy hay un gran estreno y algunas salas se llenarán, mientras que otras quedarán vacías. “No voy a ver esa. Decidido. Voy a ver esta, más tranquilo. 5,10. ¿5,10? ¡Mierda!”.

Como un loco va pidiendo los céntimos que le faltan. “Tengo que ser amable. Muy amable y con educación. Lo peor es que tendré que volver a la cola. Vaya cola. Me voy a perder el principio. ¡Joder!”

Una chica. La chica. Ella o una de ellas se los ha dado con una sonrisa. “Me ha sonreído. Eso es. Ya voy más allá. El corazón está seguro. Ya voy más allá”.

Se ha perdido el principio y ahora no sabe quien es quien. Los personajes hablan entre ellos pero él todavía no los conoce. Se siente perdido. Le han estropeado la última del día. Unos céntimos le han estropeado la última. “Ya no me concentro, no puedo seguirlo”. Hace por continuar pero no lo logra. Aquello no tiene sentido para él, no lo comprende.

Abatido se levantaba dispuesto a salir cuando algo ha captado su atención. Alguien que le mira, aunque la sala está vacía. Alguien de más allá de la pantalla cuya mirada es más que luz reflejada. Esos ojos tienen luz propia. Esos ojos tienen corazón. Y esas palabras son para él. Ella se ha dirigido a él con su nombre desde más allá de la pantalla y él, como era de esperar, ha respondido.

Las luces vuelven y la sala queda en silencio. Sobre una de las butacas descansa un abrigo. El acomodador, que ha entrado hace rato, lo recoge, mira a su alrededor y, viendo que no hay nadie que lo pueda reclamar, se lo prueba.

Texto agregado el 17-11-2003, y leído por 175 visitantes. (0 votos)


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