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Inicio / Cuenteros Locales / luciotulio / Jones: Historia de un laburante empedernido

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Tolosa, año 1945, en alguna habitación de su pequeño hospital, el llanto de una nueva criatura rompía la monotonía a una mañana mas de sus abnegados profesionales.
El medico había tenido que ejercer una considerable presión sobre su tórax para lograr un segundo gemido apenas audible que denunciara su calidad de ser vivo.
Horas mas tarde su madre, tras repetidos intentos para lograr la atención del vástago, hace posible que extraiga de su pecho los primeros sorbos de alimento.
Verlo dormir fue, por supuesto, natural para sus padres las primeras horas de vida. Con el correr de los días, su afición al sueño fue haciéndose mas y más pronunciada.
Su padre, escéptico de la sabiduría y experiencia del medico que lo ayudo a nacer, no escucho a su mujer cuando le pidió consultarlo por la inactividad del niño, opinión que con los años se arrepentiría de haber desoído.
Ya en edad preescolar, Julito gastaba sus alpargatas en la mitad delantera de las suelas, logrando un desflecado del yute, producto de andar inclinado hacia delante, dando la apariencia permanente de caerse de bruces. Sus brazos cayendo a los lados del cuerpo en forma constante, ligeramente mas adelantados que su torso le daban el aspecto característico de zombie, tal era el apodo elegido por sus compañeritos de colegio.
Su cara lucia un color entre gris y pardo, matizado por el pronunciado marrón de las marcadas bolsas bajo sus ojos, que permanecían semiabiertos camino de la escuelita del barrio. Esfuerzos inútiles por atraer la atención de Julito eran desperdiciados por la maestra, día tras día a lo largo de su etapa preescolar.
Primer grado, corría el año 1951 y con seis añitos en su haber el niñito debía inventar las más diversas tretas para engañar a sus padres y “hacerse la rata”, al principio cada cuatro días y des pues día por medio.
En las ocasiones que acudía al colegio divagaba entre números y letras que en vano trataba de descifrar, su fama de atorrante asociada a un rulito que asomaba por su gorrita agujereada, llamaba la atención de mas de una alumnita de su grado, pero él, inmerso en un mundo de fantasías oníricas no se percataba de su “encanto”.
Cuatro años después y milagrosamente habiendo sorteado el escollo de tercer grado ( había repetido segundo por encontrarse durmiendo, sentado en el inodoro del baño con un cigarrillo armado a medio terminar ), uno de sus pasatiempos consistía en, tumbado boca arriba en el suelo debajo de la escalera, espiar y enterarse del color de la ropa interior de sus compañeras que ya no lucían tan niñas, tarea esta que era desarrollada no tanto por la incipiente lujuria del despertar sexual sino mas bien, debido a lo pasivo de la situación.
A los trece su pasión comenzó a ser el billar. Pasaba horas hincado tras la bola blanca apuntando con un ojo cerrado, maquinando en su perezosa mente, la jugada que lo haría popular entre los asiduos concurrentes al antro en cuestión.
Su forma de desplazarse ya distaba demasiado de ser la típicamente humana a su edad: Inclinado a 75 ° del suelo parecía clavar a cada paso las “Flecha” blancas que su madrina le obsequiara el verano pasado, provocando un agujero en cada zapatilla a la altura de los dedos gordos de los pies, debido a las bruscas frenadas a que era sometido este calzado. Su constante bostezo como pez a punto de ser pescado, le daban un aire de desanimo que llevo a sus compañeros a apodarlo “La Boga”, cuyo habito acuático no era el mas común de Julito. El sudor de muchacho en la flor de la pubertad mezclado con un leve olor rancio debido a las numerosas poluciones a que era sometido su único calzoncillo azul, habían logrado por fin que las pulposas compañeras, antes deseosas de poseer un trozo de su rulito, ahora fruncieran el ceño y arqueando la boca hacia abajo sacaran la lengua al verlo, en un inconfundible gesto de : “ Puaj, maldita mofeta en estado de celo”.

Llego el momento de trabajar. Papa Alberto ya no soportaba a este muchachote de 22 años, que a modo hippie se paseaba por la casa haciendo la seña de amor y paz, fumando de arriba los puchos de la madre y diciendo que el único alimento que necesitaba era para su espíritu, mientras se comía desesperado a la madrugada algún sándwich de mortadela sustraído de la heladera, después de que su padre se marchaba al yugo diario a las cuatro de la mañana.
Primero fue Don Roque, que a modo de favor a su padre Alberto, lo tomo para descartar verdura. Transcurrían las horas de nuestro exponente de la década del 60 entre hojas de lechuga podrida y tomates chorreando jugo. Poco aguanto el verdulero las mañas de nuestro amigo, y a la semana de llegar todos los días una hora tarde, y poner lo podrido con lo sano, se lo devolvió a papa Alberto, sentado en un cajón de mandarinas, que dio en pago por las tareas realizadas.
Sin dejar pasar un día fue llevado en contra de su voluntad a la carnicería del tano del barrio. Este lo observo de arriba abajo y sin decir palabra, meneando la cabeza y poniendo cara de “ peor es nada “,lo puso a prueba.
Asombrado, el tano veía como su clientela se iba contenta del local y sospechando de su nuevo empleado, lo espía descubriendo la suculenta fortuna en carnes que el “stone” dejaba pasar, por la fiaca que le significaba pesar, y esperar a que la aguja de la balanza se detuviera. Volvió a casa con los anteojitos “Lennon” colgados de una patilla y los ojos como un oso panda de los cazzotes que le dio el tano.
Seria más aburridor aun comentar lo sucedido en años posteriores.
Hoy este muchacho deambula por los escondrijos de un deposito en ruinas, ensaya un tanguito cada tanto, toma mate, come bizcochitos con miel que le “presta” un ruso amigo, duerme alguna que otra siestita en su lugar de trabajo y cada tanto rememora en el Pool de un club de a la vuelta, sus tiempos de aficionado al billar.

Dedicado a la memoria de Papa Alberto que, pobre, nunca imagino lo que iba a concebir.

Texto agregado el 19-01-2006, y leído por 130 visitantes. (0 votos)


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