Un grillo entró a la casa, y Vanesa me llamó justo en ese momento. Era de noche y en el departamento hacía frío. Contesté el auricular todavía situada a horcajadas sobre William, la blusa abierta y la falda subida hasta la cintura. Él aún se movía debajo y parecía disfrutarlo. Yo me aburría desmesuradamente contando las embestidas y esperando la conclusión. Hablé un buen rato con Vanesa mientras William se meneaba. Le pedí que no jodiera más, que si de verdad decía ser mi hermana mayor, se comportara a la altura y con madurez.

De vez en cuando llama para reclamarme y decirme puta al teléfono. No hablamos de nada más; me entretengo exageradamente escuchándola. En un principio yo le colgaba, pero a medida que ha pasado el tiempo un deseo morboso me exige quedarme a escucharla llorar mientras me dice que no tendré perdón de Dios ni de mi madre. No le tiré el teléfono como otras veces. Le dije suavemente que tendría que dejarla, puesto que estaba cogiendo con el marido de otra mujer. Me encanta tirarme al cuerpo hombres casados, lo sabes muy bien, Vanesa. Me fascinan sobremanera los que aman a sus esposas más que a la vida misma. Se vuelven irresistibles para mí.

Se quedó muda y después de un rato me preguntó a quién. Que yo era una enferma y que necesitaba un psiquiatra vociferó por la bocina. ¿Cómo te has atrevido a hacerle esto a mamá y a otras mujeres? Fácil. A voluntad. Cuando quiero y como quiero, Vanesa. Me reí y según como había anunciado, le colgué.

El orgasmo llegó de inmediato, sin intervención de William. Él miraba, fuera ya de mi entrepierna. Yo me retorcía. Mis manos entre los muslos bailaban siguiendo el ritmo del volumen bajo de regaee en la emisora radial, a lo lejos. En mi cabeza no estaba William. En mi cabeza me besaba mi padrastro.

Otro grillo entró a la casa.