El crepúsculo extiende su hálito en el taciturno seno de las horas como un hábito equidistante al espacio que desfallece en ti. Entre tanto, los pájaros dilatan el recorrido de sus revoloteos junto al glóbulo de tu lobreguez; no estás y el sufrimiento modela a la lejanía en fatales suspiros que bautizan la capital. Y la cellisca deposita su mutismo en el pulsar de las chispas que se detienen con los sotos, en la celada de tu piel ligada al desasosiego y al abandono. Por la ventana se derraman mis pupilas enlazadas a tu cruce brindando el gris que mora dentro de los charcos, labrando el espejo en tus carrillos que relucen los senderos. Y no estás, tus dedos se alejaron de la placidez para guardar lo impredecible, para sujetarse al desamparo de otro cuerpo extasiado de tu vida, mientras la melancolía me asfixia en una indefinida ola peregrina que agita los entresijos. A lo lejos el edén designa el azulenco de su bandullo serenando los lamentos, a la vez que el cernidillo enajena su mirada en el perfil de tu ser semejante y volátil al retintín de mis alucinaciones.