Sentía tanta pena que le dolía el alma. Verla allí tumbada, con la mirada acuosa y ausente por momentos, conectada a las máquinas con su ruido constante marcando el ritmo de la agonía le estaba consumiendo. Los médicos le dijeron que podía vivir años pero serían años postrada en la cama y dependiente siempre de respiradores y demás aparatos; la miró a los ojos mientras acariciaba su frente empapada en sudor frío y en ellos leyó su súplica, le pedía que acabase con aquel sufrimiento, no quería vivir así, sin dignidad, haciéndose sus necesidades encima, sin poder expresarse, causando pena a los que amaba.
Durante días vigiló la rutina de las enfermeras y los doctores, aprendió al milimetro el funcionamiento de las máquinas y como conseguir desconectarlas sin que sonase la alarma. Y así lo hizo, era de noche y sabía que tenía tiempo más que suficiente; apagó los aparatos, con sumo cuidado le quitó todos los tubos y cables y la sentó en la silla de ruedas, sus ojos le miraron agradecidos, un brillo de alegría ahogó por un momento al dolor y la pena. Con precaución salió de la habitación, mirando al puesto de enfermeras llamó al ascensor sin percatarse del letrero de "averiado", el sonido de apertura de las puertas le hizo entrar como una exhalación, el peso de la silla hizo más rápida su caída...
...A través del cristal observaban el cuarto, la enfermera le comentaba al doctor como había sido el accidente. Con gran pesar el médico entró y tomó las constantes vitales, su mirada se cruzó con los ojos suplicantes del hombre. Una gran pena le invadió el corazón.
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