El sol aún se hamaca en las montañas. Tú, sigilosa caminas, corres y respiras al ritmo de tus pensamientos.
Las margaritas duermen y hay ruidos lejanos que llegan entre las alas de los pájaros nocturnos; escuchas la suavidad de tus pasos cuando cruzas la calle adoquinada. Un resplandor lejano se instala y las torres de la iglesia aparecen un segundo. Tu mirada se fuga con ellas y surge el color viejo del pasado. Te estremeces. Caminas rápido, te detienes y después pareces saltar y aceptas que la vida te haya dado un menú de claroscuros. Saltas y saltas, cuando recuerdas tu cara graciosa, la misma que ves ahora en tus hijos.
Allí está el parque central de tu ciudad y se entremezclan los retoños con las cáscaras duras de los pinos. Marchas dando brincos de un lado a otro, y te ríes, al recordar que así lo hacías cuando jugabas al bebe leche en tu escuela. Te miras con tus hermanos, y llega hasta ti, la figura cristalina de tu madre, que con los brazos cansados de sueño y trabajo te abrigaban en las noches de oscuridad o de frío.
Piensas en el amor, mueves la cabeza y marchas rápido y firme en el tranco; abres los brazos y expones tu pecho a los ruidos de la alborada. Se oye el canto de un ruiseñor y una alegría danza entre los cielos de tu mente. Ahora te miras joven, entregándote al placer del amor con el hombre más maravilloso que has conocido y sólo las hojas tiernas que te miran, saben que has enrojecido de la cara. Tu suspiro, si pudieses verlo, es un ave que vuela.
Trotas por las pendientes —que albergan pisadas ancianas— La respiración se te vuelve asmática y el sudor se abre por los orificios de tu piel; y te ves durmiendo después de la media noche y levantándote antes de que el sol se abra. Los días pasan en procesión, los calendarios no duran y te ves en las graduaciones de tus hijos, mientras tu esposo vive obseso de su trabajo. Al dar la vuelta, en una esquina que respira tiempo, Está la mujer que barre la calle. Falda negra, su escoba esta hecha de ramas y pareciera ser una prolongación de su cuerpo. Te mira con intensidad y te muerdes los labios, y sigues, deseando darle los buenos días, te arrepientes y continúas con un paso que golpea con coraje las baldosas. Llega el resplandor, como si goteara luz va aclarando el día. Levantas tu cara, y los ojos se pierden entre los cerros que parecen puños levantados. Sobre la cúspide, el sol es apenas un girasol que hace huir a las sepias. En el descenso, el sudor se desvanece por el viento frío, resabio de la madrugada. Un rocío retrazado cae y baña tu nuca y espalda produciéndote un escalofrío. De la oscuridad de tu pensamiento corren como bolas de fuego los silencios y el desamor de un hombre que se extravió en la vida. Respiras profundo a pesar de que tienes nudos en el pecho y a punto de desfallecer y quedarte a la vera del camino, sacas, de tu vientre un impulso más y logras rebasar la loma y seguir y seguir. Pareciera que corres por inercia, sin embargo sobre el paisaje llega una ventisca con olor de frutas y levantas tu cara sobre el bermellón de las montañas y corres con más fuerza como una cabra que reta el peligro de los abismos.
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