Ahí está, cosita diminuta sin pasado, apenas una pizca de vida y tan presente ya. Adelante, adelante, desarrollándose. “¡Qué a gusto aquí, qué bonito es el mundo!”, piensa mientras crece feliz, en su mundo bonito que inconscientemente va asociando a un concepto de madre que no sabe nombrar. Cómo quisiera decirle a madre-mundo lo que la quiere, que gracias por su calor y su comida, que quisiera abrazarla si no fuera tan todo, tan universo.
Pero el tiempo pasa, la criaturita va creciendo y cambiando a la par que en ella nace un sentimiento inquietante, un pensar que madre-mundo es quizás algo chiquita y que a lo mejor, vete tú a saber, hay algo más que lo que hay. Es así como, poco a poco, germina un rencor hacia madre-mundo por tenerla encerrada. Se ahoga.
Hasta que un día, decidida, se abre paso en busca de la luz y de las flores, respira su primera bocanada de aire puro y echa a volar, quedando atrás los restos definitivamente secos de su refugio. Y por el cruel instinto, sólo por eso, olvida que la tarántula fue su madre. Y empieza a llamarse avispa. |