Alada
El aroma de la canela invade el ambiente. A la vez, su color de tono amarillo-rojizo sube por las paredes, colma las cortinas y deja la pieza convertida en un gran arco iris.
Tu piel cambia de lisa a rugosa. La dulce suavidad de tu cabello ofrece, ahora, una sola superficie, total: pulida y abrasadora.
Cuando nos conocimos te percibí elevada, casi sin límites. Tu figura parecía hecha de sonidos, sólo melodía y modulación. Tu mirada seguía el mismo compás.
Un día tus ojos fueron, aun, más brillantes para compartir un anunciado misterio. Y tú, más cercana para revelarte.
Con sutil entonación te descubres: “yo no soy de este siglo, fui una escritora, Emily. Junto con mis hermanas, Ana y Carlota, hicimos un pacto de vida y muerte con el taumaturgo de Londres. De ellas no sé, yo acordé dejar para siempre la ciudad treinta años después de nacer. A cambio de ello, podría elegir otro lugar y época para vivir. El mago, con voz ronca (él hablaba en eco), sólo estableció dos condiciones: vivirás todos los días con un aroma diferente, el interior de tu cuerpo será un fruto. Además, agregó, deberás estar siempre sola, porque en el instante que pienses entregar tu cuerpo, más tu alma, más tu razón, tu sangre se convertirá en savia. Ese día volarás y después, tú, árbol, alegrarás un paseo para siempre”.
Por eso, me cuentas, a veces me puedes notar dulce y fresca, en otras un poco más obscura, anaranjada y ácida. Mis labios, tú sabes, nunca tienen el mismo sabor (aunque sé, tú los prefieres salobres).
Hoy, mientras flotamos dorados, te pregunto: qué perfume acompañas ahora.
Entregada, me contestas, ninguno. Sólo imprégnate y unámonos en la cumbre.
Mañana seré canelo.
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