Se subió en Recoleta. Hace tanto que no veía esas magníficas zapatillas tan visiblemente gastadas. Imposible no haberlo reconocido. Yo iba a trabajar, él venía de carretear. Paso a paso, la mirada perdida, avanzaba hacia el fondo del bus, con cara de "no he dormido nada". Aún me quedaba por ver la última masa de carne que hubiera deseado ver en mi vida. Detrás venía ella. No recordaba ya su rostro, sea porque mi cerebro mecánicamente la había borrado para siempre, o porque Dios no me dejó caer en la más absoluta ezquizofrenia. Pero era ella. Como detesté esa mañana. Justo cuando todo estaba pasando. Ya llevaba dos semanas logrando dormir. Comía. Incluso estaba a punto de quemar lo que nunca quise quemar. Por fin podía cerrar los ojos sin encontrarme con sus ojos. Pero no. esa mañana llegó, y cómo la detesté. Más encima era ella, la misma. La de las notitas en los cuadernos, la de las visitas "de estudio", la de los botellazos asesinos. No se molestó en saludar, pero él sí. Preguntó a dónde iba, a lo que contesté: "a mi trabajo". Nervioso me hizo un gesto, no podía seguir hablando. La "tres años mayor" estaba a punto de saltar de su asiento para matarme de un solo arañazo. Se fue. Qué lindas zapatillas. Dos asientos más adelante se funden en un beso, y mi cerebro reproduce mil quinientas imágenes por segundo. Vuelvo a empezar desde 0, con la diferencia de que ahora recuerdo además sus rostros.