El fallecimiento de la tía Damiana no causó sorpresa ni excesiva pena. Por lo menos no en los escasos deudos cotidianos: la vecina del piso superior, la señora empleada para hacer las compras y realizar algunos trámites sencillos, el anciano abogado de la familia, el chofer del auto a quien se le pagaba mensualmente para llevarla al banco y a la misa dominical. Otra cosa muy distinta ocurrió conmigo: los ciento dos años de la tía, en vez de convencerme de que su muerte podría ocurrir en cualquier momento, me habían sembrado la sensación de que viviría para siempre y su desaparición me llenó de zozobra y de una indescriptible pena. Quizá tan grande como la pavura que hoy me embarga.
Además de ser mi única pariente, era el vestigio final de una larga estirpe cuyos orígenes se remontaban prácticamente a los comienzos de la historia patria. El apellido común se repite aún hoy en los manuales escolares, en los ejidos urbanos de varios pueblos de la provincia y en unas veinte plazas repartidas por el territorio nacional. Por esas rarezas inexplicables de la genealogía, en el clan abundaron las mujeres prematuramente desaparecidas y los varones solteros, dos circunstancias que condujeron a esta virtual extinción de una prosapia cuyo heredero final soy yo, tan célibe hasta la fecha como una considerable parte de mis ancestros.
Aunque –he de aceptarlo-, infinitamente menos afortunado en posición social, alcances económicos y logros personales. Contrariando tradiciones de esta sangre que comparto con ilustres ocupantes del panteón familiar, no egresé del Colegio Militar ni del Liceo Naval; el derecho no me sedujo, por lo que las magistraturas me fueron ajenas; otro tanto ocurrió con la política, con el consiguiente resultado de no haber alcanzado bancas ni escaños en legislatura alguna. La ciencia no me interesó, ni el arte. Y con los cultivos y las explotaciones ganaderas no tuve jamás otro contacto que no fuera pasar por las oficinas del administrador de la única estancia sobreviviente de un vasto patrimonio, a cobrar mensualmente los beneficios de un arrendamiento que jamás exploré.
Con respecto a otros parientes, pude averiguar algo sobre la existencia de un número discreto de primos lejanos. Ya mi padre fue hijo único y la muerte prematura de mi madre aseguró que no tendría hermanos. Mi progenitor condujo con muy poca fortuna un bufete heredado de mi abuelo que naufragó sin pena ni gloria por abandono de su titular, único abogado de la firma. Crecí junto a las polleras de la tía Damiana, hermana solitaria y mucho mayor de un abuelo muerto antes de mi nacimiento.
Esto posiblemente explique el cariño profundo que me unía a la anciana. Y el hecho de que a pocos días de depositado el cuerpo de mi padre en la repleta bóveda de la Recoleta, haya sido ella misma quien se ocupara de comprarme el precioso departamento que habito frente a la plaza San Martín, señalándome que ya era tiempo de que me independizara e hiciera mi vida.
Desde entonces (hace casi treinta años) establecimos la costumbre de vernos una vez a la semana. Las visitas de los viernes por la tarde: té a la inglesa con masas, canapés y alguna tarta con frutas de la estación. Todo encargado a la misma confitería. A una hora fija –las cinco en punto- y hasta no más allá de las siete y media. Los viernes pasaron a ser su día de recibo. Y también, los días de asueto para las muchachas que desde que me mudé, empezó a emplear para las tareas domésticas.
He de reconocer que nunca me interesó conocer a ninguna de esas empleadas, de quienes sólo habré escuchado alguna que otra vaga referencia. La tía, de por sí muy poco conversadora (la parquedad ha sido un rasgo característico de toda esta extinta casta), no ocupaba tiempo para hablar de ellas. A lo sumo y sobre todo en los años más recientes, habrá emitido alguna que otra queja del tipo “estas chinitas cada vez me dan más trabajo”... Frases que, en su boca, no sonaban más que a expresiones retóricas pronunciadas al azar.
Sin embargo debo admitir que en los dos últimos meses de su vida, tales exclamaciones se instalaron obsesivamente en las deshilvanadas pláticas semanales. Hube de adjudicarlo a la edad de la tía. Como ciertos olvidos y algunas breves lagunas mentales que la conducían a llamarme con otros nombres o a embarcarse en extensos relatos que casi nunca terminaba. La vejez había empezado a avanzar sobre su memoria. Me habré dicho. Admitiendo con alivio que físicamente se mantenía intacta. Erguida como siempre, su altura no había medrado un palmo. Ni sus hábitos de aseo, ni su cuidado en el vestir, en mantener un peinado de alto, en conservar el cutis fresco y las manos inmaculadas. Aunque con las uñas cortadas casi al ras. Circunstancia ésta de la que también culpaba a las desconocidas jóvenes.
Los días que siguieron al exiguo funeral fueron para mí de desconcierto, y de inseguro y reprimido llanto. Tenía la sensación de haber sido despojado de algo irrecuperable. Como único legatario, debí hacerme cargo de cuanto la tía conservaba en su casa. Las diligencias testamentarias no eran de mi competencia, como ninguna otra cosa que se relacionara con documentos, escrituras u otros pagos que no fueran los personales. Los beneficios del campo me bastaban para mantenerme desocupado, entretenido en mis lecturas, mis idas al cine y a los teatros, la concurrencia a exposiciones y una vida que tal vez para otros resulte aburrida y monótona pero que para mí es perfecta.
Según el abogado sería conveniente desocupar la casa para negociar su alquiler y con ello incrementar mis rentas mensuales sin afectar la integridad de mi patrimonio. Más o menos de este modo había definido la situación. Dejando en mis manos una tarea que no tenía ni idea cómo llevar adelante. Sobreponiéndome a la aprensión que me causaba ingresar a la residencia de la tía luego de su muerte, recorrí a pie la decena de cuadras que separaban mi departamento de aquella. Parado frente a la puerta, debí hacer un verdadero esfuerzo para no pulsar el timbre y, en cambio, utilizar la llave que el escribano me entregara.
La sombra fresca del recibidor evocó perdidos aromas de la infancia. Y la quietud especiosa del roble macizo de los muebles del comedor. Y la blancura de los cortinados inmóviles, el mutismo de los cuadros, el silencio de las paredes, las alfombras, el reloj. En la casa jamás se había cambiado nada. Todo lo que en ella estaba había estado siempre... ¿Cómo, justamente yo, podría modificar semejante hecho? Me limitaría a tomar algunas nimiedades (las pocas joyas de los tatarabuelos, los sables de caballería que enriquecían la panopla de la sala, la colección de libros editados por La Nación, los álbumes de fotografías, el juego de cubiertos de plata...) de las que haría detallado inventario y dejaría el resto en manos de algún anticuario que el abogado podría contratar.
Estaba en estos devaneos cuando un abultado sobre de papel madera convocó mi atención desde la cornisa del ropero, en la habitación de la tía. Parándome en puntas de pie llegué apenas a rozarlo y preguntándome cómo habría llegado allí, recurrí a una silla. Acaso por la poca atención que presté a mis movimientos el sobre, mucho menos liviano de lo calculado, se me deslizó, vaciándose sobre el parquet. Mis pupilas se paralizaron ante el desbarajuste de recortes de diario y fotos de toda clase que de pronto ocupó el piso del cuarto. Con gran esfuerzo me sobrepuse a la sorpresa. Y a largos años de oscuridad para abrir la ventana cuya falleba cedió con un quejido oxidado.
Las fotografías mostraban personas desconocidas. En la mayoría (tomas mal hechas, caseras, desprolijas), aparecían hombres y mujeres acompañados por niños y muchachitas solas. Muchachas. Una inquietud comenzó a ganar mi ánimo. Los recortes eran clasificados. Ofertas de empleo doméstico. Muchachas. La tía Damiana publicaba pedidos de. No. Respondía a quienes ofrecían sus servicios. Pero.
La puerta del guardarropa cedió sin quejas, descubriendo un interior de prendas prolijamente dispuestas en pilas o colgadas de sus perchas. Ofrendándome la frescura de la lavanda. Y hacia el fondo de un estante, el bulto geométrico de varios paquetitos cuidadosamente atados. Sobre el papel de Manila, la letra perfecta de la tía señalando con precisión meses y años. Fechas. Deshice uno de ellos. Sin reparar en el dato. Quedaron ante mi estupefacta vista, veinticuatro documentos de identidad que abrí con desesperado, anhelante frenesí. Las muchachas. Rostros morenos, adolescentes, casi idénticos entre sí. Nombres y apellidos comunes. Ciudades desconocidas del interior. De países limítrofes.
Me faltó el aire. Removiéndome como un loco, desbaraté uno, dos, cuatro más. Añadiendo a la amenazante pila inicial muchas otras libretitas idénticas. Manoseadas, percudidas, sucias. Las muchachas. Jadeando, me detuve. Treinta y tres años llevaba viviendo solo. Treinta envoltorios. El cotejo de las fechas me dio la cronología casi íntegra. Y el último, un sobre abierto, informe. Juana Pérez. Natural de. Cuadernito cuadriculado de tapas de hule. Hojas amarillentas. Distinguida caligrafía de pluma cucharita. No necesité voltear para confirmar el tintero de cristal y la lapicera de hueso: en esa misma alcoba había hecho con ellos mis primeros palotes, a los seis años, hace cuarenta y siete primaveras.
Página por página, los datos precisos. Nombre y apellido, fecha de nacimiento, número de documento, lugar de origen, fecha de empleo. En trazos gruesos –la pluma cuarenta y dos de dibujo, lapicera de plata-, airados, el calificativo inapelable. Deslenguada. Ladrona. Mentirosa. Sucia. Ladina. Haragana. Viciosa. Hereje. La última, dos días antes de la muerte de la tía Damiana. Juana Ancalao. Salvage. Con un yerro ortográfico que sólo la edad de la tía justificaba.
La certeza inaudita me ganó la boca del estómago. Debía bajar al sótano. Pero salí corriendo hacia el patio. Al aire de la siesta todo lo demás me pareció un delirio malsano. Me detuve casi sobre el pasaje hacia el fondo. Ese corredor techado que culminaba frente al trío monstruoso que conformaban la higuera, el gomero y la magnolia. Los tres gigantes mantenían el entorno sombrío y perfumado todo el año. Flanqueaban el brocal dos veces centenario. Custodiando la cisterna construida en épocas de virreyes.
Avancé sin prisas. Tratando de ordenar mis descompaginados pensamientos. De disciplinar las náuseas. Llegué al robusto muro circular de sillería impecable. Llegar a ese rincón secreto equivalía a desandar la historia de la familia y de la Nación. La historia personal. Regresando al tiempo primordial de la nada. Mi cintura se quebró. Apoyando los antebrazos, bajé la cabeza hacia el círculo del pozo. Desde sus entrañas insondables me llegó el eco revelador. Ese torrente imparable, sepulto pero vivo. Río inmortal y subterráneo. Que tal vez desemboca en el Plata. Pero quién sabe.
Tal vez entonces asumí la salvaje locura de la tía Damiana. Y haya decidido hacerme cargo de los vestigios. Fotos, documentos, recortes, inventario... Una sola hoguera. El sobrino nieto de la difunta quemando papeles viejos en el fondo de su casa. Sofocado por secretos dilucidados de golpe. Presa del más incalificable horror. Decidido a acabar lo más rápido posible con todo. Y también a mantener las apariencias. A conservar los fulgores finales de la casta extinta y partir en viaje a la vieja Europa. A curarse. Del pasado. Y del espanto.
Mario G. Linares.-
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