EL VOCHO
Augusto se acercó lo suficiente para observarlo mejor. Dio dos vueltas alrededor de él y enseguida notó que algo andaba mal, sólo que al principio no pudo identificar lo que era. La pintura verde metálica relucía impecable como siempre; la cerradura, espejuelos y demás emblemas, que no parecían fabricados del vulgar estaño común, sino labradas a mano con la más fina plata, casi lo cegaban por completo debido a la reflexión de la luz solar. Los faros de halógeno que tanto le había costado conseguir en el Mercado Oriental estaban en su lugar, como también lo estaban los dados de peluche y las calcomanías del che y del chapulín colorado que le había pegado en el vidrio trasero y de los cuales se sentía tan orgulloso.
Visto desde cualquier ángulo, el escarabajo de Augusto semejaba un pequeño tanquecito de guerra listo para cualquier batalla. Y en realidad lo era. Augusto lo había comprobado aquella vez en que, ahogados en el sopor etílico de un viernes santo, a uno de sus amigos se le ocurrió la genial idea continuar la fiesta en la arena mansa de San Juan del Sur, sólo que con todo y carros. Así que cuando amanecieron pegados en media playa sin oportunidad de salir, sólo su vochito, que por ser liviano y de tracción trasera, pudo sacarlos uno a uno sin dificultad. O la trágica tarde en que atropellaron al Sargento, el doberman de doña Esperanza, frente a la farmacia Gaby, y que de nuevo, sólo su vocho pudo socorrer para que el perro sobreviviera hasta llegar donde el veterinario y regresara junto a su dueña cuatro días después.
Estaba claro pues, que su volkswagen escarabajo era lo que Augusto más apreciaba, y no podía concebir que algo malo le hubiera ocurrido. Fue por eso que decidió hacer un escrutinio más minucioso para convencerse de que lo raro que había notado, no era más que un efecto visual producido por el hambre que sentía.
Entonces sucedió. Era horrible y de dimensiones descomunales. En el capó trasero del motor, localizado exactamente bajo la W de volkswagen, un enorme rayón de 1 centímetro y medio de largo, había ultrajado la belleza de esa creación divina. Augusto debió hacer un esfuerzo supremo para no caer de bruces sobre el asfalto. Habían lastimado su dignidad y eso merecía un castigo. Respiró profundo, se sentó en la acera junto al vocho y empezó a recordar los últimos sitios a los que había ido, tratando de reconocer al culpable. Pensó en el parqueo del supermercado y en la gasolinera. Fue cuando recordó que el muchacho que le llenó el tanque la última vez había halado muy fuerte la manguera y había golpeado al vocho sin querer. Augusto cerró los ojos esforzándose aún más para recrear las facciones del pendejo ese, y sin duda lo habría logrado, si en ese momento no lo hubiera interrumpido una voz grave y grosera que dijo a sus espaldas: con permiso hijo.
Augusto no sintió tristeza cuando tuvo que apartarse junto con su balde de agua y su estropajo húmedo para darle lugar al viejito gordo y manso que sin voltear a verlo siquiera, se subió al volkswagen blanco destartalado que estaba frente a ambos. Ni tampoco sintió rencor cuando lo vio darle una patada en el tablero para que encendiera. Al contrario, exhaló un suspiro de descanso cuando vio a la cucaracha triste colársele a un autobús de la ruta 105 para tomar el carril derecho rumbo a la plaza, y otro cuando desapareció al llegar al cruce de semáforos, un poco más al este, no sólo porque sabía que regresaría al día siguiente al parqueo de la ferretería Rodríguez donde él trabajaba cuidando carros, sino porque entonces, ya no tendría ese rayón desgraciado.
MAURICIO MIRANDA G.
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