Soy bueno para recordar nombres. La verdad, y no quiero sonar vanidoso, es que soy muy bueno para los nombres. Bastaría con decir que me acuerdo de cada uno de los nombres (y apellidos) de mis ventidós compañeros de la infancia (y cuando digo compañeros de infancia quiero decir aquellos con los que aprendí a colorear.) También tengo en la cabeza cada una de las razas de perro conocidas hasta ahora (y alguno que otro cruce con mis propios canes.) Además me fío tanto de la memoria que no llevo ninguna agenda para mis citas (es que si recuerdo nombres también recuerdo días y, por ende, fechas.)
Ahora bien, si recuerdo todo aquello, también puedo recordar (si es que pueden deducir) rostros. Es como tengo la plena seguridad de que a aquella muchacha junto al bar la conocí la semana pasada. Le invito una copa. Unos instantes después, me le acerco. Espero un momento. Luego digo, seguro:
-Creo que te conozco, ¿no?
Me sonríe.
-Así parece. A ver... ¿Cómo me llamo?
El nombre. El nombre era algo básico. El nombre... ¿El nombre? ¡El nombre maldita sea! ¿Cómo me dijo que se llamaba? María, no, no... Fernanda... Sí, comenzaba así... Fer... No, ella no era. ¿Úrsula? Así se llamaba la camarera, por el amor de Dios. Mar... ¡Mariela! Sí... Espera... Sí, así era. Tengo que decir algo. Así que sonrío..
-Mariela.
Lo siguiente es aún más vergonzoso, tengo que admitir. Aunque pasa muy rápido: se le borra la sonrisa, frunce el ceño, me insulta levemente, me abofetea, da media vuelta, sale del bar y grita, ¿Qué grita? ¡Ah, sí!
-¡Marietta, imbécil!
Fíjense bien: aquellos son dos nombres, y los recuerdo muy bien. |