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El observador, atento, se detiene ante el rostro iluminado. Oh, grazna, es el punto perfecto de iluminación. Entusiasmado coge la paleta y los pinceles, mezcla algunos colores (que no usará) e intencionalmente deja caer su anillo (el detalle perfecto, piensa). Sin embargo, cuando comienza el boceto con un fino pincel untado de negro se evade por completo de su caricatura. Los ojos se le cristalizan, alcohólicamente; las manos no obedecen a sus actos, se le purifica y sincera la mente, confesándosele insana y viva. Demasiado tarde se da cuenta de la perfección del rostro iluminado, y de que junto a ello nace una nueva realidad (instantánea, torbellino). Embelesado, loco, se deja llevar por el impulso. Crea, crea, como tosiendo el alma aguada.

Muere a los cuatro días, de sed. Hace tres que su pincel está reseco y en el cuadro no se ven más que las marcas monocromas del aguijón que queda por punta. Su amante lo descubre dos días después, seis hace del principio. Al abrir la puerta y verle, suelta un grito doloroso y se lanza en abrazo hacia el cadáver. Entre sollozos le sostiene la cabeza mientras tierna le besa la frente, exánime, helada.
Gimiendo sube la mirada enfocándose en la tela: ese boceto en blanco y negro, muñón en jirones de gris indeciso (oscuridad desteñida)... Se silencia poseída por una extraña sensación, enderezándose entre hipos cada vez más espaciados. Entonces es cuando, de soslayo, descubre a la mujer en el fondo de la pared. El punto de luz, musita, es perfecto. De la mano del pintor muerto saca el pincel seco, mientras con la otra se limpia las lágrimas. Obsesa, loca, se para ante el atril, y con un leve temblor en los labios, de excitación, continúa pintándote.

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