Hoy, un cuentero español nos acerca una vivencia personal. Una mirada sobre la vida y la naturaleza que José Fernández del Vallado comparte con nosotros en este espacio de los días lunes.
Gracias Josef, ¡bienvenido!
Shou
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“Nu nca te enfrentes con la mirada del lobo. No debe hacerse….”
La sociedad de los años setenta consideraba al lobo como a una bestia maléfica y perniciosa. Eso me lo habían enseñado en la escuela y así lo referían: “El lobo se divierte mientras mata y devora a las ovejas. Y si se le pone al alcance incluso es capaz de acabar con un indefenso bebé.” Era considerado el taimado, el traicionero y el rebelde. En mi pueblo ya no existían los lobos.
Sucedió aquel verano en la Provincia de León. Nuestro querido tío Juan Jesús, “El forestal” así lo llamábamos mí hermano y yo, invitó a nuestra familia a acompañarlo durante unos inolvidables días a un centro forestal ubicado entre bosques.
“Aquí sí que hay lobos” sentenció, nada más vernos llegar mientras adivinaba en nuestros semblantes dilatados un apremiante requerimiento.
Fueron semanas o tal vez días de inusitada brevedad, en los que el sol ardía sobre el tupido pinar y al atardecer se retiraba como si huyera con prisa. Días que daban para tanto a pesar de todo. Buscar truchas, divisar las sombras de los grandes salmones apostados en el río, espantar las perdices del trigal o dar una vuelta en el carromato que ceñían al lomo de la colosal mula “Fragorosa” que era capaz de tirar p´alante con freno echado y todo, un carro repleto de humanidad.
Recuerdo la primera vez que mi tío nos mostró las huellas del feroz depredador, me llevé una gran decepción, pues mi calenturiento cerebrito imaginaba al lobo como a un ser de talla desproporcionada y monstruoso, y ver aquellas menudencias no lo podía creer. Claro, simples huellas de perro, terminé por concluir. Y quise advertir en ello una broma sin sentido de mi tío.
Aunque luego los aullidos… Los de la primera noche…. Aquellos aullidos, esos sí que los creí. ¡Allí realmente debía de haber lobos! Un miedo ancestral se apoderó de mí y balbucí una absurda risa entrecortada.
Pero no todos opinaban igual. Tuvo que ser Paco, el guardia de la propiedad, quien nos desvelara que los lobos eran como perros fantasmas que se movían con increíble agilidad. Muchas veces los encontraba en el camino hacia el pueblo, y Alarico, su poderoso mastín de los Pirineos, se detenía asustado a su lado.
Paco fue la primera persona que descubrí en el mundo que no hablaba mal de los lobos, la segunda mi hermano y la tercera habría de ser el afamado naturalista: Don Félix Rodríguez de La Fuente, y sus increíbles programas que me desvelaron la vida y costumbres del denostado animal.
En una oportunidad, al atardecer, habíamos salido a dar una vuelta y nos despistamos. Íbamos a caballo. Paco nos permitía hacerlo siempre mientras nos mantuviéramos próximos al Centro Forestal, pues sabía del instinto equino que, aún en las peores circunstancias, les permite hallar el camino de vuelta al establo.
El sol se puso de prisa, en algo más de media hora no se vería una sombra. De pronto los caballos comenzaron a piafar nerviosos y como alcanzados por un rayo paralizante, se detuvieron uno contra el otro. Y allí, unos metros ante nosotros, algo escuálidos, pero de andares rápidos y sigilosos, vimos los perros más raros y preciosos del mundo.
Mi hermano no se contuvo y de un brinco desmontó del caballo y fue hacia ellos. ¡Realmente estaba desbocado! Qué pretendía me pregunté sobresaltado. ¿Hacerse el valiente, azuzarlos, tocarlos? ¡Qué se yo! Pero mi hermano era así...
De pronto y para su sorpresa uno de ellos, un lobo hermoso de pelaje gris oscuro se detuvo y lo miró mientras alzaba la pata delantera. Ese gesto contuvo también a mi hermano y ambos permanecieron observándose instantes que parecieron horas. A continuación el lobo reemprendió la marcha. Bastó un movimiento para que se perdiera en la espesura.
Después de unos instantes, ambos volvimos en mi caballo pues el de mi hermano echó a galopar hasta desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Creo recordar la mirada de mi hermano cuando se giró después de su fulgurante encuentro con el animal; no habló, ni siquiera preguntó por su caballo, tampoco abrió la boca para soltar una exclamación de admiración. Sólo vino hacia mí y con una seriedad incomprensible me tendió una mano temblorosa, me miró con detenimiento y su mirada de ojos verdes y profundos, aquella mirada contemplativa e impávida era… la misma del lobo…
José Fernández del Vallado : Josef
Madrid, enero 2006
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