Siempre ha estado allí, es cierto que por épocas han sido tres o cuatro, mejor o peor avenidos, pero siempre ha estado allí. Me da por pensar que son como el angelito y el demonio que se te posan en el hombro, pero de otra forma, como la seriedad y la alegría intercambiables por días, mutuas conciencias o confidencias. Nunca existió compañía mayor o espacio tan grande en que reposar. De bien chiquitas jugaban a las tinieblas en la tercera planta, siempre pensaron por los repetidos golpes que ese techo nunca debió ser a dos aguas, demasiado peligro. Golpe tras golpe y verano tras verano. Un día en patines y otros en el suelo con el interminable reparto de juguetes y el grito de la mamá avisando la recogida. De los Pin y Pon pasaron a las barriguitas, de ahí veloces a la pubertad y a las chapitas de acid, luego a los chicos que hacían sumar tres y casi sin darse cuenta a esa madurez de no quiero ser mayor, de un salto dejaron de jugar a las casitas para comprar casitas y de jugar a las cocinitas a conformarse con un fregado rápido a mano, de imaginar juntas una noche ideal a contársela y así les pasaba el tiempo de largo y sin pre-aviso. De repente las noches eran para dormir y durante el día jugaban a ser adultas con nóminas, hipotecas y facturas de gas. Nunca llenaron la casa de adornos, limpiar el polvo quitaba tiempo y fuerza para echarlo y ahora igual intercambian recetas que alternan las crisis, como de chiquitas pero ya apenas les queda tiempo para llorar, que no se diga que es por falta de ganas, pero ocurren tantas cosas que al final se olvidan del motivo. Quizá en algún momento de llamada interminable extrañen ese grito de cuelga ya que os vais a ver luego, pero tienen claro que cualquier tiempo pasado fue anterior y nada más y así pasan los días hombro con hombro buscando confusas lo que esté por llegar.