En septiembre se empezó a podrir la tierra. El olor entraba por el vidrio roto de la ventana y llegaba como hinoptizado hasta su cama.
El se sentaba despierto en un sueño y empezaba a cantar la misma canción..."cuando la tierra se pudra, ya estaré dentro de ella, en su vientre frío, en sus negras entrañas...", luego saltaba de la cama, se ponía la camisa azul de mezclilla, el calzoncillo blanco y salía a volar sobre la ciudad.
Había aprendido a soportar el frío de la madrugada y ya no necesitaba llevar consigo la colcha, ni ponerse los pantalones, como en vuelos anteriores, además se había dado cuenta de que cada vez la velocidad de su vuelo aumentaba y antes del amanecer ya había cruzado toda la ciudad y hasta tenía tiempo para detenerse sobre el parque a contar los borrachos dormidos. Pero sabía que debía encontrar algo. Los vuelos no eran casuales, debían tener una finalidad y quería descubrirla, pero no quería sentirse obligado a ello, simplemente sabía que en cualquier momento aparecería la respuesta.
Empezó a volar en un mismo recorrido, con estaciones puntuales como un tren madrugado. Entraba por el portón del hospital y volaba sobre los albos catres, con sonidos de dolor y llantos que esperaban el sol para tomar otra dosis de medicina y aguantar así un poco más, un día más.
Gordas, rubias a la fuerza y adormiladas enfermeras se chocaban con su sueño volador y temía despertar frente a ellas, que en su sueño estaba el doctor de bigotes que acababa de llegar de Madrid. tenía miedo y verguenza de ser descubierto soñando los sueños de ellas.
Un viejo agónico y mudo trataba de alcanzar el timbre para llamar a alguna enamorada enfermera y poco a poco se marchaba a un sueño eterno, con una mano en el cuello tratando de abrirle paso al aire inclemente que se negaba a entrar y la otra mano buscando el timbre dormido, siempre dormido.
Cuando salia del hospital vagaba un buen rato sobre el centro de la ciudad, volando sobre perros viejos, decrépitos por falta de amor y dueño, buscaban sobras en los basureros de los restaurantes. El también buscaba, pero no sabía qué.
En la mañana al despertar, se encontraba semivestido sobre la cama y olor extraño, a noche, dolor y llanto lo seguía hasta el baño, penetrando inmisericorde por su nariz y llegando a su cerebro, taladrándolo y obligándole a pensar en su sueño despierto de la noche anterior y luego se despedía de él como vómito viscoso.
Recorrió su agonía mugrienta de dolor y olvido, de esperanzas yertas y abandono y lloró, lloró mucho, porque no quería morir. Y se dió cuenta de que esa era la respuesta a sus vuelos que recogían sus pasos arrastrados por los lugares de siempre.
Empezó a presentir el sabor de la tierra en su boca y el aroma dulzón de los gusanos era igual a los olores de septiembre.
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