Carlos estaba allí en condición de visitante, como siempre. Allí, en la destartalada mansión, donde el asesinato ha ocurrido tantas veces que se le ha nombrado el rango de “encantada”. Ciento treinta y cinco muertos en tan solo diez años. Noventa y siete de ellos en la fiesta de cumpleaños de un adolescente donde hizo explosión una bombona de butano que el mismo homenajeado colocó en el salón principal nadie sabe por que motivo. Noventa y siete chicos y chicas calcinados.

Carlos sabía que en la mansión, cerrada para siempre después de la masacre, es donde a menudo se encontraba furtivamente su mujer con su amante, por eso, ese día había decidido llevar su pistola. Una Beretta de nueve milímetros con el cargador lleno. Se había introducido por la parte trasera, por una verja que hacía tiempo estaba desprovista de candado.

Esa noche la falta de luna amparaba los actos más impuros.

El tiro fue certero, en la cabeza, entre los ojos. Un segundo después del fogonazo su mujer caía al suelo inerte. Carlos, con la sangre fría que proporciona una buena dosis de alcohol observo tranquilamente al muchacho que tenía frente a el. El chico, con unos veintitrés años miraba absorto el cuerpo sin vida de Sandra. La miraba con lágrimas en los ojos y la cara descompuesta por el horror.

-Tienes suerte, muchacho. Siempre fue una ramera de rojos labios. Puedes irte. La culpa no fue tuya.- Le dijo Carlos al muchacho mientras bajaba el arma. El chico, conmocionado, salio a correr como alma que lleva el diablo.

Carlos, temblando un poco ahora, se sentó en el suelo junto al cadáver aun caliente de la que fue su esposa.

-Hasta que la muerte nos separe- Se despidió Carlos apretando el gatillo.

Ciento treinta y siete muertos en tan solo diez años son demasiados.