Sudor ajeno


Todo listo para llevar a cabo un combate más por la defensa del título de la Corona de los semipesados.
Desde ésta fría silla, veo en el rostro de los miles de espectadores, las ansias porque comience la pelea.
El estadio está colmado.
Banderas, aplausos, silbidos, flashes de cámaras fotográficas, todo hace una fiesta.
El pugilista de pantalón rojo, hasta por debajo de sus rodillas, es el mexicano. Su cara es geométrica, con ángulo casi rectos. Los ojos entrecerrados emanan un odio indescriptible.
El físico, una máquina de músculos desarrollados, queriendo aplastar todo lo que se interponga en el camino.
Suena la campanilla.
El azul del protector bucal, ya no se ve.
Después del cordial saludo, el enfrentamiento se torna casi una batalla entre países.
Se camina todo el ring. Las piñas van y vienen.
No hay respeto entre las partes. El público enloquece.
Se escuchan palabras de aliento.
Por fin el intervalo. Abucheos. Todos opinan.
Suena la campana. El árbitro calma los ánimos.
Corre el quinto round.
El golpe de los guantes contra las parrillas costales se escucha entre los silbidos e insultos de la gente.
De repente el mexicano se ve entre las cuerdas y tras un golpe por detrás de su oreja, se desparrama sobre el piso.
Aprovecho a tomar un poco de agua. Seco mi frente. Tengo las manos empapadas.
En tres segundos el mexicano se levanta con una furia sobrenatural. Comienza a arrojar golpes a repetición.
La multitud se pone de pie.
Los minutos del round son interminables. La campana no suena.
En un amague de zurda, el mexicano mete una derecha a gran velocidad sobre el mentón.
El estadio exhala un silencio de misa. Atónito. Totalmente paralizado.
El mexicano regresa a su rincón.
No siento las piernas. Intento pararme. Me caigo.
El de camisa blanca cuenta hasta diez.
Me arrastro. El sudor de mis manos se marca en el piso.
La fría silla de ruedas se aleja de mí.
Abrazo el televisor. Mi hijo está tendido en la lona.