Salud



Mirándonos, saludamos al mozo que dejó la carta sobre la mesa y nos ofreció un buen vino tinto.
-gracias. Dije, sin desviar la mirada.
Está más bella que nunca. Acostumbrado a verla de uniforme, con el cabello recogido, ligero maquillaje por la mañana y una voz grave después del amargo café. Nuestra amistad comenzó luego de primera visita al consultorio. Admiré la frialdad con que introducía las pinzas en mi boca. Lo hacía de tal manera que parecía una caricia. Solo nos separaban mas o menos veinte centímetros. Es hermosa, pensaba. La visita fue más que placentera. –¿usted suele ir al odontólogo?, Pregunté. Dibujó una sonrisa diciendo, -muy pocas veces. Siento temor y los consultorios son muy fríos. –Entiendo. Contesté. Mis ojos estaban clavados en sus descomunales labios. Sentí una sensación extraña. –¿Cuándo debo regresar?. Pregunté. Sin pestañar y dominando mis pupilas, dijo... -Dentro de siete días, por favor. Será un gusto atenderlo.
La cena está deliciosa comentó. –Brindemos por eso, agregué.
Sensual, labios rojos como el vino, cabello largo, escote demasiado pronunciado. Brindo por todo eso pensé.
Las pequeñas velas en cada mesa, la música acorde al lugar y un decorado atractivo, hacen más romántico el lugar.
Después de la primer semana, hice varias visitas al consultorio. Manteníamos un diálogo muy ameno. Habíamos confesado nuestra soltería, nuestros gustos por el vino tinto y las comidas raras. -No acostumbro a platicar intimidades con los pacientes. Usted me cae muy bien. Dijo cerca de mi oído.
Se sintió rara. Le había pasado un par de veces en sus treinta y cinco años. Una leve picazón trepó por su abdomen.
En mi última visita al consultorio, extendí la mano para saludarla.
- Disculpa, tengo los guantes puestos, dijo. Acéptame un beso, agregó.
El lápiz labial quedó grabado sobre mi boca.
- ¿Volveremos a vernos?, Pregunté.
-Puede ser. Seríamos muy buenos amigos. Respondió.
Su aliento a café penetró en mi garganta.
La luz tenue del restaurante creaba un ambiente aun más cálido.
Después del postre y un poco ruborizada, conversamos sobre las estructuras que componen la amistad entre el hombre y la mujer. Los dos coincidimos en que si las personas se gustan las estructuras fallan.
Alzando la copa pregunté... –¿ En cuánto tiempo podríamos derribar la estructura de la amistad?.
-El tiempo que demoramos en llegar a mi departamento, salud. Dijo casi titubeando.
Ya en el ascensor, nos besamos casi sin respirar. Mis manos recorrieron su contorneado cuerpo. Totalmente desnudos nos revolcamos en la alfombra, llevándonos con nosotros los adornos más cercanos. Nos reíamos. El whisky quiso que lo vayamos tomando de su misma botella. La rocié y la besé desde el cuello hasta los pies. El whisky rodaba por sus enormes senos y yo continuaba besando. Me detuvo. Puso algo de música clásica. El sonido era tan fuerte que casi no se escuchaban nuestras palabras.
Caminó hacia mí moviendo las caderas. Me tomó de las manos y fuimos a su cama. Con varias corbatas ató mis brazos y piernas. Era imposible moverme. Metió la punta de un zapato en mi boca. De su cómoda sacó un barbijo y un par de guantes de látex. Se los colocó. Comenzó a seducirme. Bailaba. A pesar de que la situación me gustaba quería desatarme. Trajo una tenaza. Sacó el zapato de mi boca y lo arrojó contra la pared. La tenaza fue directamente a mi boca arrancándome dos dientes. No lograba soltarme. Su larga lengua lamía la sangre que corría por mi cuerpo. Mis gritos hacían que mi cabeza explote.
En total fueron seis o siete los dientes quebrados. Me desmayaba de dolor. Ella gozaba con el crujir de mis dientes y arqueaba la espalda hasta rozar su cabellera con sus talones. Frotaba su vientre en el mío lleno de sangre. Tiraba whisky en mi cara. Yo estaba desvanecido.
Y gritando tan fuerte como la música dijo... –Vas a odiar a los dentistas, pero deberás regresar al consultorio para arreglarte la boca. Brindo por eso. Salud.