Para Federico fue un día peculiar. Temporada de invierno, San Isidro, a las nueve de la mañana veinte grados. Tormenta por llegar, nubarrones abultados. Indeciso, se puso la boina negra, el abrigo de siempre y salió para hacer la rutina de su caminata por esas avenidas de lapachos centenarios. A las diez cuadras hizo su primer descanso y se sentó en el banco de la parada del colectivo. Prendió el cigarrillo, observaba su mano derecha, hacía pocos días operada de un quiste en la palma, venda media deshilachada pero limpia. A la segunda pitada giró su cabeza bruscamente; a todo brinco dos perros de policía fornidos pasaron a su lado, atrás el patrón, hombre mayor, también con boina pero azul, y en su mano una cadena, se cruzó a pocos metros. Sorprendido le dijo al paseador:
末amigo llévelos con la rienda
y el circunstancial interlocutor replicó:
末Conmigo no pasa nada, me obedecen.
末Hace mal, esos perros deben ir atados.
末 ¡No!, son muy mansos
末Debe llevarlos atados, ¡carajo!
末A usted ¿le hicieron algo?
末 ¡Mire mi mano!
末 ¡No, no han sido ellos!
El hombre siguió su camino, y a lo lejos le lanzó
末 ¡Viejo pelotudo!
Federico, después de dar la última pitada, cruzó la avenida y siguió su andar hasta la Iglesia de Santa Rita a unas seis cuadras de la parada. Perdió de vista a aquél hombrecito, reflexionó: ex policía, cuidador de perros, o un suboficial de la prefectura, ¡porqué no!, un coronel retirado.
Desgranaba su fastidio ante la injuria y torpeza del individuo. Antes de llegar a la Parroquia, se cruzó con un hombre de pantalones cortos, pinta de alemán o parecido, llevaba dos ejemplares doberman, uno con cadena y el otro a su lado, los tres a paso uniforme, con cadencia de adiestramiento. De inmediato se acordó nuevamente del altercado.
Le faltaban unas dos cuadras para llegar a su próximo descanso. Calmo, llegó a la plazoleta que circunda a la Iglesia, se sentó en el mismo banco de siempre. Prendió el cigarrillo habitual, y contempló el ruidoso andar de vehículos y sirenas de ambulancias que transitaban en la Panamericana y la avenida por donde caminaba. A la tercera pitada, se levantó para el regreso. Retomó la avenida Sucre y llegó hasta la calle Santa Rita, homónima de la parroquia, su atajo predilecto, tres cuadras silenciosas, de viejas casonas y amplios parques, aromas de jardines bien cuidados, que con este invierno extraño y húmedo exhalaban aún el resto del perfume otoñal. Cuando llegó a la esquina y dobló para encaminarse a su casa, un perro de policía sangrando en el suelo, los doberman ahora sostenidos por su dueño férreamente, dos hombres de blanco entrando por la puerta trasera de una ambulancia y en el suelo una boina azul. Federico, no detuvo su marcha, ni preguntó a los transeúntes. Llegó a su casa, y prendió su tercer cigarrillo. Miró el termómetro del hall y comentó: uff 25 grados, a las once de la mañana y pleno invierno.
Título: Los perros
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