Antes de…
(Palabras escritas por Javier en una hoja de libreta vieja, rota y sucia)
No recuerdo en qué momento pasó. Simplemente pasó. Pudo haber sido en mi niñez o recientemente, es decir algunos años atrás o escasos segundos antes. En la universidad, en la preparatoria, en alguna fiesta. He estado pensando pero por más que lo intento no logro rescatar ese pedazo de certeza que me daría el momento exacto de lo acaecido. Quizá fue aquella vez que me orinaron la cara cuando era niño. Cuando me golpearon varios en la calle. Cuando me intoxiqué con Suavitel o cuando me hicieron daño de esa manera. No lo sé. Lo único que tengo claro es el sonido y las sensaciones extrañas en mi piel. Algo se rajó en mi interior, algo se rasgó; sentí perfectamente el desprendimiento, la rotura: ¡crack! Había sucedido. ¿Qué? Ni yo mismo lo sé.
Ahora me encuentro en un lugar distinto al de antes. Ajeno para todos aquellos que me rodean. No pisamos el mismo suelo. Es decir, ellos lo pisan. Yo me deslizo. Me he convertido en otro ser. Las cosas alrededor mío giran de otra manera. Los ruidos, las luces, los ecos, los brillos. Los destellos me son familiares. Rasgos curiosos de mi situación. Esto ya lo sé desde antes. Lo presentía. Lo esperaba. Mis momentos se mezclan con los sueños, los recuerdos, el delirium etílico y el viaje tóxico de noches que piden a gritos les arranquen las bragas y que las surquen con un gran falo, enorme. Dionisiaco.
Hay otros como yo. Caminamos con una grieta atravesada en el alma, con una estela de cometa que brilla de distinta manera a la de los verdaderos cometas. Caminamos y atravesamos esta mierda gelatinosa que nos ha de querer parar el paso, que querrá devorarnos. Giramos como trompos dentro de un volcán lleno de furia. Aunque ahora pareciera ser un momento mucho más tranquilo, pacífico. Es la asesina calma antes de la hecatombe.
Hoy en la mañana observé como el cielo dejaba caerse en pedazos. Pedazos naranjas de amanecer se desplomaban por todo el valle. Pude ver como las hojas de papel que estaban tiradas en el suelo de mi cuarto se elevaban solas, luego, al toparse con el techo volvían a ceder y así sucesivamente, flotaban y caían en una rutina interminable de elevación/caída libre. Un aire intenso entró a la habitación y vi las paredes derretirse. Estremecerse. Situaciones de ese tipo me son comunes. De hecho son didácticas para mí. Terapéuticas. A veces me veo en el espejo y no estoy ahí. O sí estoy pero más viejo, con otro rostro. O más niño, con otra mirada. O roto.
He pensado que debo comenzar a contar-me lo que sucede antes de que pierda mis manos o antes de que alguien me dé un tiro en la cabeza. Antes de que me atropellen, de que me caiga un rayo o una vaca del cielo. Por eso este aberrante, este jodido bastardo mío que hoy se escribe, este sapo lechoso al que le brotan más sapos de la espalda, esta historia que pretende llegar a ser algo que altere más mis sentidos cuando la lea, la relea y la vuelva a leer. Sea pues para mí, para aquellos noctívagos etílicos, musas fervientes, peatones anacrónicos adictos, tremendos suicidas y fogosas féminas, esta ladrada, este grito que escupe semen y que pide más. Cuidado, me digo, me dice alguien atrás, en mi hombro izquierdo, cuidado porque el terreno es peligroso. Siempre que se destapa una cloaca se escapa un tufo a muerto.
Cuidado porque al escribir lo turbio algo puede estallar en las manos: una bala expansiva puede surcar la mente.
Playing
Una gota de agua cae, hierática, sobre un charco que rápido se perturba y empuja pequeñas olas a las orillas. Sólo un breve lapso de tiempo, el necesario para que una segunda gota quebrante el hidroespejo improvisado a natura en el asfalto. Los carros pasan veloces, dejando unos manchones en el aire de sus respectivos colores. Los colectivos cruzan mentando madres onomatopeyicamente a cualquier peatón o automóvil que ose atravesárseles. Yo estoy trepado en uno de los árboles que salen bizarros, esparcidos, de la banqueta. Un árbol de almendras. Para este momento el charco es violado efusivamente por más gotas, furiosas, ansiosas por convertirse también en charco, en lago, en río, en mar. La lluvia ha comenzado. Mas bien un chipi-chipi pero la gente ya corre para no mojarse, los pájaros que antes trinaban en las copas de otros árboles huyen hacia mejor lugar, se estremecen en pleno vuelo al escuchar el trueno, al ver el rayo que ya parte el cielo gris. Ahora llueve más fuerte. Decido bajarme de mi refugio improvisado movido por un instinto de conservación el cual me indica que la copa de un árbol no es precisamente el lugar más ad hoc para estar cuando hay tempestad y amenaza de tormenta.
No corro. Al contrario, decido caminar bajo la lluvia. Unas niñas de secundaria pasan a mi lado haciendo ruiditos, levantando un poco sus faldas para correr mejor, gritan y se abrazan entre ellas, la humedad les transparenta la blusa y unos tiernos pezones responden altivos, erectos; son seguidas por otros dos púberes barrosos, trompudos y flacos, con cara de lujuriosos. Mientras dejo que mis pies decidan hacia dónde ir me acuerdo de lo que escuché involuntariamente por la radio en la mañana mientras venía en la ruta uno: la capital chiapaneca sería visitada por una depresión tropical por lo tanto los subsecuentes días estarían lluviosos, nublados y mejor ni salga, si sale, sumo cuidado, con sombrilla, si puede saque hasta una su canoita por eso del desbordamiento de nuestro traicionero río Sabinal jaja, berreaba un locutor desmañanado y de fingida voz. Así que ahora todos huyen como hormiguitas indefensas para no mojarse, para que sus ropitas no se empapen, para que sus papeles no se estropeen, sus celulares no se descompongan. Bah.
Creo saber hacia dónde voy. Mi lengua reseca se retuerce al corroborar también cual será mi paradero. Una señora gorda y fea pasa a mi lado, lleva a un niño no de la mano sino de una de las orejas, mientras el chamaco llora a moco tendido, porque imagino, recuerdo, me cosquillea hasta la oreja, ha de doler. Recuerdo los jalones de mis maestros en la primaria. Peor aun los jalones de patillas. Esos sí que son dolorosos. No sé qué se sacan los papás, las abuelitas desalmadas, todos esos mal nacidos que aplican como infalible castigo el jalón de patilla.
El cielo oscuro y amedrentador escupe ahora una ráfaga cristalina, jubilosa a la ciudad. Los relámpagos son estruendosos, el viento hace lo suyo, ya no parece verse a mucha gente transitando. Los carros pasan lentos, ahora el pavimento está mojado y en él se reflejan las luces distorsionadas de unos faroles que se han encendido a orilla de calle. Llego a mi destino. Una música infortunada se arrastra hasta la entrada del lugar que me recibe. Entro, siento el tufo, me cosquillea la planta de los pies, me sudan las manos, ocupo una mesa, la que me parezca más atrincherada. Una mesera con ropa tallada, de buen ver, se acerca. Un fuerte, le digo. Y una cerveza: caguama: oscura. Me trae un poco de alcohol, no ron, ni wisquito, ni tequila. Un fuetazo de licor de caña servido en una jícara (peculiaridad de la clandestina cantina), me lo empino y algo eléctrico baja por mi garganta, se aposenta quemante en mi estómago. Limón con sal a la lengua y ahora sí, la cebada evasiva correrá por mis fauces mientras un borracho pellizca la nalga de una flacucha que le manotea enfadada. El ambiente, la escena, la música, me recuerdan que soy un borracho y que no hay nada como estar sentado frente a tu reflejo proyectado en el vidrio ambarino, en una tarde lluviosa, solo y con muchas ganas de latiguearle el clítoris con la lengua a una hembra de labios vaginales redentores.
Observo el entorno con mirada antagónica, tipo western, o de esas que lanzan los samuráis japoneses. Apenas serán las seis o las siete de la tarde pero ya hay algunos parroquianos medio acelerados. Mientras me empino un segundo vaso de cerveza inspecciono levemente el lugar, como casi todas las veces que vengo: una rocola antigua en un rincón, posters de mujeres desnudas en las paredes de bambú, tristes mesas desperdigadas sobre tierra negra a lo largo de un terreno lo suficientemente grande como para acoger todavía al infaltable tecladista crudo, al chiclerito y a un esquelético perro.
La mesera me conoce, con un gesto que me resulta grotesco me invita a un fellatio, a lo que yo, a falta de más dinero, declino, pero la situación hace que me ponga cachondo y que sufra una metamorfosis del tipo se-me-alebrestó-el-animal. Entonces me pregunto cuándo fue el último día que me revolqué con alguna hembra y mi mente viaja hasta un cuarto agradable, nada que ver con el mío, que apesta. Estoy desnudo sobre una cama que no es la mía, rascándome los huevos. El aire del ventilador empuja una gotita de sudor que me corre por el estómago, la hace llegar hasta mi pecho, cuando el aparato da vuelta ella necia vuelve a bajar hasta que se introduce en mi ombligo. Rebeca se encuentra en el baño duchándose, mientras yo me estiro, abatido, después de una buena faena. El foco del techo se proyectaba tenue mientras recordaba una ocasión en casa de mi tía Rosa. Esa vez estaban todos rezando en la planta baja por el novenario de noséquémadres; yo estaba viendo la tele en el cuarto de mi prima Miriam, a la que le habían crecido los pechitos antes de tiempo. A mi primo Estuardo y a mí nos gustaba observarla mientras se bañaba en el tanque de su casa. Parecía que a ella no le molestaba aquello, al contrario, se dejaba ver enjabonar. El caso es que esa vez estaba yo solo en su habitación. Mientras miraba Calabozos y Dragones se me ocurrió una excitante idea. Me masturbaría con su ropa interior. Yo tendría unos catorce años y era el tiempo en el que vivía en casa de Estuardo. Después de la muerte de mis padres ya nada fue igual y decidía matar mis momentos de ocio acomodándome sendas chaquetas. En los lugares más locos. Esa tarde me la jalé como tres o cuatro veces. Abajo unos rezos sonaban decadentes mientras yo olía los chones de mi prima, manchaditos con su savia, con un peculiar aroma a orín, lavanda y un flujo vaginal entre miel y azucena. Todo eso recordaba aquel día en cama de Becki, cuando sentí que su mano sacudía estimulantemente mi pene. Abrí los ojos, ella me miraba con esos suyos tan grandes que tiene, que parecieran comerse los espacios que mira. Rebeca es una compañera frecuente en el ámbito sexual. Ya me la había puesto dura una vez más, ella lo sabía y sabia se montó sobre mí, deslizándose muy lento, apretando, succionando. ¡Demonios!: estoy en una cantina clandestina y tengo una erección. Pareciera mi mente ser una hoja de fresno que es traída de nuevo por un ventarrón al mismo sitio, al que pertenece, del que aún no hemos salido. Una pareja baila en la pseudo pista. Hace tres días que vi a Rebeca, me digo. En la rocola suena esa de Perfume de Gardenias. Llamo a la mesera. Qué día es, pregunto. Sábado mi rey tons qué siempre sí vas a necesitar unas chupaditas? Vuelvo a negarme, además le pido la cuenta. Las palabras de mi amiga suenan en mi cabeza. Este sábado hay fiesta. Cáele y te vas a la casa a dormir conmigo, había agregado. Una pierna siempre es buena, pienso. Un cabrón se me acerca ofreciéndome una pistola: una chaquetera, 9 mm. Para defenderse de los culeros, mi hermano, me dijo. Le niego con la cabeza. No soy tu puto hermano. Termino a enormes y desesperados tragos lo que le quedaba al envase, pago y salgo decidido rumbo a la fiesta, no sin antes buscar un poco de artillería pesada.
Al salir de la cantina unos borrachos se peleaban porque, a pesar de haber llegado y haber bebido juntos, ninguno de ellos quería pagar la cuenta. ¡Paga tú!, gritaba uno. ¡Tú paga!, le espetaba el otro. Así, se hacían los pendencieros, hasta que el otro le estrelló la gorda de cristal en la cabeza del uno, fue cuando intervino el áspero de seguridad y ahí sí que les fue como en feria a los dos briagos que ya al final, una vez de patitas en la calle y sin pagar, con sangre por todos lados, se abrazaron, se fueron tambaleantes, sonrientes y cantantes. Ramón se carcajea mientras le cuento lo que sucedió. Su rostro se hincha y se pone rojo, cual tomate que está a punto de reventar. Es muy raro verlo así pues él casi no ríe. ¿Y tú qué hiciste, loco?, me pregunta. Le contesto que decidí salir de ese lugar lleno de violencia, para no violentarlo más con mis reacciones estúpidas y aturdidas.
Ramón quiere saber cómo fue que me enteré de la fiesta. Le cuento que Rebeca me dijo “cáiganle a La casa de la chillona, habrá una exposición fotográfica, tocada, mucha cheve, etcétera”, que hace rato en la cantina, retrotrayendo el sudor de un revolcón recordé a Becki, la fiesta y entonces decidí pasar por él. Sobres, dice, ya la armamos.
Ramón es muy huidizo, le late diseñar, hacer instalaciones, ese tipo de cosas. El se encarga del diseño de “Brusco: fanzine golpeador y ofensivo” y es autor de varios insultos visuales que se pueden observar en paredes, puentes peatonales y demás rincones raros de nuestra apestosa ciudad. Veámoslo bien. Larguirucho, de tez blanca, pálida diría yo, movimientos pausados. Pareciera ser que al utilizar las manos para apoyar sus diálogos, quisiera marcar con ello los signos de puntuación correspondientes. Hagamos un acercamiento, un zoom in a sus manos que ahora se mueven cachazudas mientras forjan un churro. Le robé una caja de Tafil y unas Ribotril a mi hermana, la loquera, me dice mientras saca un encendedor de la bolsa del pantalón, lo acciona y acerca la llama al cigarro de mota que acaba de armar. Imagino que vas a querer algunas, expresa concluyente mientras retiene el humo exhalado.
Nos hemos terminado el cigarro. Ramón sacó unas cervezas que tenía en su refrigerador. Cada uno se metió pastillas a consideración. Al menos yo me chuté dos Ribotril, “por el momento.” Ramón me dijo que también tenía un poco de polvo, “por si acaso.” Las ideas que me cruzan ahora por la mente caen en toda la habitación, frugales, como copos de nieve (nunca he visto nevar pero así me imagino que es, o al menos así me gustaría) Ramón ha puesto un disco. Dejo que mi cuerpo caiga en el sillón, el de almohadones negros y aterciopelados. El acid jazz del Tito Combo invade el espacio con su beat y algo, una luz, sale de las bocinas. Me cuenta que últimamente se ha sentido fuera de sí. Siente más fuerte el vacío. Yo sólo le veo, le sonrío como en segmentos. Dice que siente un hiato (así lo dijo) que le corroe desde adentro, que no encuentra satisfacción en ciertas acciones que antes generalmente le bastaban. Habla y se calla por un largo rato. Yo no le respondo. Casi nunca respondo a sus preguntas o a sus comentarios. El sabe que lo busco mucho porque siempre anda drogas y me gusta departir con él. A él le late salir conmigo y con la plebe porque conocemos más cantinas y lo llevamos a fiestas donde abunda el alcohol gratis. Antes de irnos tertuliamos acerca de la estética anti-estética, de Sartre y su pleito con Camus, nos asumimos como hombres absurdos con ansias de defragmentación y ya bien viajados con las pastas, dilucidamos acerca de la teoría del error. También le cuento de las putas de un nuevo bar, le platico un sueño en el que yo era un avión elevándose, que caía en llamas al océano y por eso no me quemaba completamente. Luego esnifamos unas líneas, “para alivianar”, y salimos a la calle, en su bocho viejo y destartalado, rumbo a la noche y con un universo entallándonos dentro.
Llegamos al lugar. La música sonaba adentro de la casa, alguien había puesto algo de los Hermanos Alquimia. La casa de la chillona aparte de ser casa, es un espacio donde se realizan exposiciones, fiestas, lecturas y demás, todo de manera independiente.. La dueña, la susodicha llorona, es una vieja loca, artista visual, según realiza performances, adicta a los honguitos de Palenque. Ella se encarga de patrocinar/organizar/realizar eventos en donde abundan el alcohol, los personajes más extraños, drogas, pseudo artistas y varias mujeres con ansias de destruirte el miembro con la piraña que llevan entre sus piernas. Caminando por el pasillo vemos en las paredes cuadros fotográficos que muestran órganos sexuales, tanto de hombre como de mujer, en acercamientos harto sugerentes. En algunas fotografías se observan coitos, cópulas tan de cerca que se distinguen las venas del pene como la hinchazón y la lubricación de la vulva. Al final del pasillo la autora explica que quiso expresarse a través de la impresión digital, por ser muy práctica, fácil de usar. Así como yo, agrega. Como podrán ver la modelo mujer siempre fui yo. Yo tomaba las fotos mientras varios compañeros sexuales me penetraban. De ahí que las tomas sean tan raras, por las poses tan incómodas, es decir, para tomar las fotos. Me encanta cojer y creo fervientemente que me es muy sano y excitante demostrarlo por medio de mi obra. Todos le aplauden al terminar de hablar. Yo me quedo pensando que eso ya lo había escuchado, que ya había vivido algo similar. Con esa sensación que deja un déjà vu camino hacia dentro.
Estamos en la sala, donde ya se reparten las bebidas. El ambiente es cálido. La música ahora entra por mis oídos, resbalándose mas intensa que antes. Me acerco a la hielera que está llena de cervezas. Tomo una y me dirijo hacia el patio, donde ya han de estar por ahí los demás. Ramón me sigue, cabizbajo. En el patio hay más gente que habla en voz muy alta. Busco con la mirada a mis amigos, a Becki, pero no hallo a ninguno. Al parecer una banda se prepara para tocar. Mientras adentro unos se retuercen con Lords of Acid otros acá afuera se pondrán más rudos. Así me lo dice la vestimenta negra de los integrantes, la guitarra distorsionada, potente, que ya machaca el espacio, un bombo fatídico en el que se lee Lilyt y una voz gutural que amenaza estridente: “…violaremos monjas de aciagos sueños, sorberemos grumos que nos da el subsuelo, una noche negra lloverán los astros, volverá el vampiro a estar en celo…” Creativa letra, pienso con sarcasmo. Le digo a Ramón que yo mejor iré a la terraza, que no estoy para estúpidos que se creen oscuros sin saber quién fregados es la hermosa Lilith. Pero él no me escucha. Ya se ha entregado a un trance y a un movimiento de cabeza muy incómodo para mí en estos momentos. Así que me retiro, no sin antes pasar por una bebida mucho más fuerte, algo de licor.
Llego a la terraza y descubro a dos parejas, una en cada rincón, por lo que yo me siento casi al centro del lugar, ocupando un banco improvisado con el tronco de un árbol. Observo a las parejas. Ambas se restriegan desesperadamente. Ansiosas manos se meten debajo de estorbosas blusas. Hambrientas manos esculcando donde se oculta el manjar caliente y húmedo. Una vez adentro los dedos harán lo suyo. Una de las mujeres trae falda corta y por la posición en la que se encuentra puedo ver parte de la rica inspección. A él no parece importarle que yo mire un poco el coño de su compañera, hasta creo que lo disfruta pues jala más la pequeña tanga que le estorba en su frenético dedeo; ella también lo disfruta pues muerde sus labios y sonríe mientras me mira fijamente a los ojos. Antes de que se me ponga tiesa decido pararme y acercarme al barandal de la terraza, mirando hacia la ciudad, hacia el valle lleno de luces. Alcanzo a ver los libramientos viales, los focos de los autos que se meten por laberintos de calles. Observo el valle, la llovizna que baña a la ciudad. Me percato que algo con sabor a odio sube por mi garganta, algo con sabor al asco, repulsión. Los pedazos de civilización regados por todo el valle: al centro retazos de urbanidad, algunos edificios, parques y templos raros, a las orillas, llegando a los cerros, la rural encartonada, enlaminada. Con su cruel terracería del alma, con su corazón empedrado, sin alumbrado público los ojos, sin drenaje para evacuar lo malo. La rural encarroñada y asesinándose sola. Odiando al patrón y al rico. Con justa razón. Observo el valle que ha sido violado por el falo destructor/constructor del hombre. En los cerros ya habita el cemento, pienso. El que era antes un verde valle se convierte día a día en una hendidura llena de concreto, gasolineras, plazas comerciales, repetitivos no-lugares, espacios basura que infectan la ciudad. Como torrente menstrual brota un río de lamento. La ciudad con las piernas abiertas grita, sucumbe ante el imparable abuso del que es víctima. Demoliendo paisajes para poner un parque temático, una carretera que cierre negocios, un asqueroso macdonals, un estadio de fútbol para divertir al pasmado y homogeneizado pueblo. Algún día, cuando ya no haya verde, cuando el verde muera, habremos muerto también con él. De hecho, si uno se esfuerza puede sentir un olor a pus ya rondando en el aire. Ahora la ciudad duerme, descansa. Un vaivén telúrico, muy leve la arrulla. Se deja lavar por el agua que le cae del cielo. Se limpian sus venas, envenenadas. La ciudad es un yonqui más y ahora es el momento de su desintoxicación. De los drenajes sale la muestra viva (muerta) de lo civilizados, lo adelantados que somos y estamos. En las ventanas de las casas, de los edificios, se raspa una neblina viscosa, fétida. Si uno se esfuerza puede sentirlo, puede ver todo esto que yo veo.
Una mano toca mi espalda. Volteó y salgo de mis cavilaciones. Ramón me dice que ya se tiene que ir. Me deja unas pastillas más y casi una grapa entera. Veo como se aleja, tambaleándose. Una luminosidad sale de su límite corpóreo. Al pasar deteniéndose en la pared deja la huella de su mano con una fosforescencia, como de luciérnaga. Estoy ahora solo en la terraza. Las parejas se han esfumado. Me percato del vacío en mi vaso, decido bajar por más alcohol y de paso buscar a algún conocido. Sé que tengo tres pastillas en la mano: una Ribotril, dos Tafil. Así que las meto en mi boca de una vez. Al llegar a la sala por más bebida, agarro una botella de licor casi llena que algún incauto ha dejado solitaria en la mesa, observo que la luz que antes había se ha desvanecido así que nadie se percata del robo. Alcanzo a ver a Ramón saliendo de la casa y juraría que una centella sale de sus extremos. Parece que alguien o una sombra le sigue, de la mano. Varios bailan en la semioscuridad, agasajándose con un rico blues que se vierte de las bocinas. Necesito una pareja de baile, pienso. Busco ansioso, ya no a mis amigos sino a alguien a quien restregarle el miembro mientras bailamos. Pero para mi mala fortuna un desconocido, un tipo de esos que se sienten suficientes e indispensables se me acerca borracho, me pregunta de la política actual, que por quién voy a votar. Le contesto que no me interesa la política, no de la manera en que les interesa a todos, que hace tiempo no voto y antes de decirle que no tengo ningún interés en discutir de ello por el momento, él me tapa el paso, me pregunta exaltado que cómo es posible que no vote, me dice que por estúpidos como yo se siguen haciendo trampas electorales, fraudes que no permiten que el neoliberalismo, la democracia, el cambio, los tiempos modernos, la globalización, se instauren y tomen su respectivo eje. Me gustaría decirle que por ignorantes como él se sigue jugando al juego de los borregos apendejados, que todo es una gran farsa desde el principio, que ya no hay en qué creer: el poder es el poder de donde venga, que hay que boicotear el stablishment y (esto al corroborar de qué tendencia es) que el neoliberalismo es lo peor que le puede pasar a un país. Borracho impertinente. Pero en realidad me da flojera. Prefiero ignorarlo y busco a una fémina para poder sentirme mejor, así que pongo la mejor cara de idiota que tengo y me alejo de él.
Camino a través de las parejas que se encuentran entrelazadas, dejándose llevar por la danza azul. Salgo una vez más al patio, donde otros hacen lo mismo que adentro pero en posición horizontal. El pasto está húmedo y una suave brisa remueve mis cabellos. Siento cosquillas en el cuello. Voy al árbol que se encuentra justo al lado de un baño, el cual está destinado para uso exclusivo del sexo femenino: si no consigo una mujer, pienso, oleré el rico tufo de sus meados. O por lo menos intentaré espiar un poco. La puerta del baño se está abriendo, sale una hembra de esas a las que se les nota la lujuria desde varios metros y se les huele el alcohol a otros menos de distancia. Ese es mi lugar, me dice al percatarse que ya estoy sentado bajo el árbol. Era, le respondo. Pero podemos compartirlo, agrego mirando directamente, sin disimulo, el lugar en donde malicio su hermoso sexo. Mejor invítame de lo que tomas, me dice. Doy un gran sorbo a la botella que he traído conmigo y luego se la acerco, se contonea felina, se sienta a mi lado rozando su hombro con el mío, entonces bebe junto a mí, un trago igual de largo. Muchos están fornicando ya sobre la hierba mojada, a la luz del reflejo de luna que las gotas traen. Imagino también la orgía que adentro se ha armado, como es común con los que ya se quedan hasta al último. El blues aumenta mi respiración y una vez más el bulto se me entume. Ella vuelve a pasarme la botella, flexiona una de sus piernas, en dirección a su mandíbula, como para recargar sus manos sobre la rodilla y ahí posar la cabeza. La abertura que la falda tiene permite que yo vea la tentadora piel que le brilla. Quiere saber quién soy, es decir, a qué me dedico, qué hago esta noche acá. No importa quién soy, le digo, tan sólo escribo y he venido porque quería cojer con alguien como tú. Su risa suena, el sonido se prolonga como una sonaja, como un cascabel agitándose. ¿Y qué escribes?, pregunta ella, dejando caer su pierna sobre la mía, ofreciéndola insolente a mis manos; entonces se la acarició lentamente con un dedo, de la rodilla hasta un poco más arriba. Un sorbo antes de contestar: escribo puras porquerías, absurdos, suturas, le digo. Entonces aprieto no tan fuerte con toda mi mano su entrepierna. Abro más su falda, ella se acomoda de forma tal que se me facilite el tocarla. Siento en la yema de mis dedos su ropa interior que se humedece, térmica. Siento el respirar hambriento de su vagina a través de la tela de algodón que ella hace a un lado para que la penetre con mi tacto. Le meto primero un dedo, moviéndolo lento, luego dos aumentando la velocidad, tres, cuatro dedos que escarban, ella con una mano me aprieta el miembro de tal manera que he sentido un poco de dolor. Calma, le indico, me la vas a arrancar. Vuelve a reír pero ahora su risa surge como el zumbido de un grillo. Mientras me succiona los dedos me dice que ella trae carro, quiero hacerlo en mi carro, tomando contigo en un mirador. Vuelvo a atacar la botella, saco mi mano lujuriosa, me llevo los cuatro dedos a la boca para chupar ese rico flujo, entonces un beso mío se estrella con pasión en su boca e introduzco mi lengua desesperadamente, buscando reñir con la suya. Vámonos pues, le digo. Y nos paramos con los sexos dando espasmos.
Las luces de la ciudad, el neón pecaminoso, la vida, el sexo, no son lo mismo con ciertas sustancias estimulantes vagando por tu cuerpo. La propuesta que lo establecido promulga de la realidad es una postal ya muy gastada y roída, sus slogans son caducos, ya no se cree lo que ahí se ve. De hecho, se sabe perfectamente que ya no se debe creer lo que se ve. La oportunidad de vivir la experiencia de drogarse es única, es un desprendimiento de lo normal, de lo permitido. Es una declaración de independencia. De aceptación a lo que eres. Y alejemos de todo esto al flower power, que nada tiene de malo, pero no hablo de cuestiones místicas, teóricas. Hablo de realidades inmediatas, de praxis autónoma, de elegir lo que quieras para tu vida. Ella me escucha mientras maneja por la avenida central. Yo estimulado por el poco de coca que acabamos de inhalar no ceso de hablar. Hemos pasado por un seis de cervezas y por unos condones a la farmacia/depósito.
Es una elección. Se sabe que hay consecuencias, claro, pero relativamente todo es consecuente. La elección implica información. De nada sirve conseguir metadona si no se sabe la dosis exacta que se va aplicar. “¿Has conseguido metadona?”, pregunta con cara de ingenuidad que no le va. Sus manos sostienen el volante con una tensión que me estimula. Ella misma se subió la falda hasta el punto que yo pudiera ver todo lo que quería ver. Así manejo, había dicho sonriente. En cada semáforo en rojo o cada que se me antojaba la manoseaba.
La metadona es fácil de conseguir, le digo. El caso es que respondiendo a tu pregunta de por qué me drogo, diría porque me gusta, como un algodón de azúcar, o como un cigarro o una taza de café. Mi adicción es tan válida como la de aquel que se sube a la montaña rusa un sinfín de veces, o como los que se tiran en paracaídas de un avión, o los que escalan el Himalaya y que arriesgan las veces que se les antoja su vida. ¿Por qué lo hacen? Porque los estimula, les gusta, sienten eso que se llama vida por un momento de éxtasis. Imagina nada más cuán vivo se siente una persona suspendida por lazos, a chingomil metros sobre el nivel del mar, con muchos grados bajo cero. No hay mucha diferencia con lo que siente aquella persona que se ha metido ácidos en un rave o en pleno antro con plena aceptación y disfrute de lo que está haciendo. No, si la sociedad no acepta las drogas es por una cuestión de doble moral, de desinformación. Además de presentar un trasfondo en el cual el gobierno se ve implicado y sale perdiendo, hablo de “millones” de pérdidas, hablo de verse afectados los nexos y acuerdos entre el narco y varios altos mandos, hablo de… Ella se arquea de la risa. ¿De qué te ríes?, le pregunto al ver que su cara es una mueca graciosa. Chingomil, contesta ella entre dientes, chingomil, vuelve a repetir sin poder contener la risa. Estamos ya en el mirador, al darme cuenta me abalanzo sobre ella y le muerdo suavemente un pecho. Ella gime, me estruja el cabello. Querías cojer aquí, le digo, pues ya llegamos. Me empuja para el asiento de atrás. No es necesario desnudarse, tan sólo se quita el calzón y yo me bajo los pantalones (no suelo usar ropa interior) Ella intenta montárseme pero en un rápido movimiento la coloco de espaldas a mí. La posición resulta un poco incómoda pero eso ocasiona más placer a la situación. Entonces tomo mi pene y le restriego suavemente los labios vaginales, el clítoris, el ano con la punta. Ella se retuerce y me dice, me ordena: ¡Métemela! Saco el condón y me lo pongo rápidamente. Le doy un empellón violento, aprieto su cintura, su breve cintura, la nalgueo un poco, estrujo sus pezones, me muevo rápido, empujando cada vez más fuerte. Sus jadeos me excitan. Entre el alcohol, las drogas, entre la madrugada, la lluvia y el sudor, sus pujidos me recuerdan a los que hacía mi mamá cuando tenía relaciones con mi padre. Yo los escuchaba desde mi cama, absorto, pasmado y luego me daban ganas de orinar. Siento perfectamente como se me hincha el glande. Ella también lo siente, así que menea las caderas en cada empujón que le doy, me la estruja con sus paredes. Traigo perrito mordelón, me dice maliciosa. Antes de venirme le jalo el cabello, le pego una nalgada más fuerte, ella no grita, tan sólo ahoga un quejido, el vientre le tiembla violento, aires melódicos explotan en su vagina, sonoros, música para mis oídos, leche bajando por sus piernas y yo ya, ya eyaculé, dijera el cabrón de Sabina.
El vacío con nombre
Un rayo impertinente de sol insiste en mi cara. Siento el calor quemante en mis parpados. Muevo la cabeza antes de abrir los ojos y observar el orificio que está en el techo de lámina, por donde se cuela el haz de luz. ¿Qué hora será? Las diez o las once de la mañana. En mi cabeza suena un martillo golpeando a un yunque. Intento pararme para ir al baño pero un mareo vuelve a tumbarme en la cama. Estoy en mi casa, mejor dicho, en mi cuartucho. Intento recordar cómo regresé. Quizá ella me trajo. ¿Cómo se llama? Las imágenes llegan a mí aún empapadas de alcohol y borrosas. Flashback de estampas, no, litografías, no… viñetas que se clavan en mi cerebro, dolorosas. Me veo otra vez en el carro con ella. Mi cuerpo sobre el suyo, sudado. Creo que se quedó dormida. Nos quedamos. Luego algo así como una diapositiva negra, por unos segundos, para de nuevo mirarme salir del coche, abordar un taxi y llegar hasta acá. La cabeza me estalla, necesito bañarme y tomarme una cerveza. La imagen de una mujer durmiendo desnuda en el asiento trasero de un Cougar negro ochentero me estimula, me dan ganas de ir al mirador, a buscarla y copular de nuevo, pero reacciono al ver que la idea es estúpida, ella ya no está ahí. Entro al baño. Abro la llave de la regadera y dejo que el agua resbale por mi cuerpo que pareciera estar en combustión interna. La frente, el pecho, el estómago, me queman. Ni siquiera me enjuago con jabón, tan sólo quería sentir agua cayendo por mi cuerpo.
Doce con quince minutos. El sol está a todo lo que da. El calor del cuarto es insoportable, así que sudo abundantemente. Ya fui por cerveza para calmar la resaca. Ya me fumé el respectivo mañanero. Estoy recostado en mi cama, con los ojos cerrados, aunque a veces, a cada ataque de calosfrío los abro. Siento sueño. Las imágenes de anoche me regresan pálidas, sin orden cronológico. Es Domingo. El domingo es el vacío con nombre. ¿Quién me dijo eso? Siento que mi cuerpo flota, que se balancea suspendido en el aire, como pluma que se le ha caído a un ave. Me llevo las manos a la cabeza y no siento físicamente ese movimiento, esa acción. Es decir: no siento mi cabeza ni mis manos. Me he metido tantas veces al baño a vomitar, a cagar y a bañarme que a veces veo a mi sombra difusa hacer lo mismo. Es decir: yo estoy en la cama, oigo pasos, abro los ojos para ver y mi sombra borrosa está arqueada sobre la taza vomitando. Escucho el bullicio de la calle, los ruidos tan pesados del domingo. Siento sueño pero cada vez que creo que ya voy a dormir me sobresalto agitado y ya estoy otra vez levantado con pulsaciones tremendas. La nariz me gotea como un grifo. Entonces comienza la función, el desprendimiento, la defragmentación. Creo que tengo cerrados los ojos. O abiertos, o trabados vuelta para atrás de los párpados. Siento que toda la piel que me cubre se estira hasta formar un lienzo, papel interminable. Veo claramente como mis recuerdos más lejanos se mezclan con eventos recientes. Las imágenes en remix. Retazos de mi vida a 24 x seg. Es algo así como un recuerdo onírico, un sueño retro de mi vida inventada, una broma más de mi imaginación atrofiada y lúcida. De pronto, como si se pasara una cinta en blanco y negro en el techo, la habitación se torna oscura, sólo se distingue el proyector de mi mente.
El retorno de la infancia
Podría decir que mi niñez fue algo extraña. Muy lúdica pero extraña. Cuando mis padres murieron en aquel accidente automovilístico yo tendría unos diez u once años. No sentí dolor ni tristeza. En realidad, no convivía mucho con ellos. Recuerdo haber sentido un hueco en el estómago, como cuando da hambre. Los pocos familiares de ambos lloraban encima de los ataúdes. Varios de los que acompañaron la carroza camino al cementerio ya no estaban a la hora de el entierro. Estaban los desconocidos que luego reclamaron dinero, herencia. Yo no me acuerdo pero cuentan que cuando estaban a punto de arrojar el último poco de tierra que los cubriría me desmayé. Así, sin más. No lloré, caminé en silencio detrás de todos. Yo era su único hijo.
Mi papá era un ingeniero de esos que siempre andan viajando de lugar en lugar para construir carreteras, puentes y para abrir el cerro y talarlo. Mi madre se dedicaba al comercio por lo tanto también viajaba. Casi nunca los veía. Y lo digo en serio, porque en realidad son pocos los recuerdos que tengo de ellos. Sólo las fotos. Con ellas me he construido retazos de mi historia. Ejemplo: Me invento la fiesta que se ve en la instantánea de kodak cuando me hicieron un pastel donde se lee: ¡Felicidades javie, y aparezco con un gorrito de cartón que trae el dibujo de La Hormiga Atómica, sentado en el regazo de mamá, mirando directamente a la cámara. Mis primos al lado, mirando y riéndose del pastel, burlándose. Mi primo Estuardo a la derecha, loqueando con Miriam, la fogosa del jabón. La abuela en un rincón. Ningún amigo. Mi padre, como siempre atrás de la cámara tomando la foto. Nos decía que nos pusiéramos en tal y cual pose; es decir, mamá, la abuela y yo. Pero nunca nos dijo sonrían o nos pidió que dijésemos esa cosa estúpida de Wiiisqui, o esa gringada de chii-iiiis. Por eso en todas las fotografías –y digo en todas sin exagerar- nunca salimos riendo, porque mi padre nunca nos lo pidió. Recuerdo que hace tiempo, en la preparatoria, me perturbó mucho ver el pastel y notar que habían escrito mi nombre con minúscula, además de no escribirlo completo pues le faltaba la última letra. Y si a eso le agregamos que la expresión no termina siendo exclamativa pues también le anularon el signo final. Yo me pasaba analizando tal situación y deducía que me habían minorizado, habían mutilado mi ser y que si se omitió el signo de admiración de la frase era porque no había, nunca lo hubo, emoción alguna al pronunciar mi nombre.
Recuerdo más otras cosas. Como el olor de los platanitos fritos que mi abuela me hacía para el desayuno. Ella fue quien estuvo el tiempo necesario conmigo. Mientras los míos padres estaban de viaje, en sus respectivos oficios, mi abuela y yo pasábamos los días en una casa grande y vieja, oscura y fresca, mágica y grotesca. Hace poco que murió la abuela y no regresé a Tapachula para su entierro. Fue mejor así, ya descansa. Ya es polvo eterno diluido en el viento, no más. Ese aroma de los plátanos al freírse me llega de sopetón siempre que lo invoco. O mejor aún, cuando camino por algún lugar y me llega el rico olor, todo yo me transporto a la cocina de abuelita, al jardín con flores y plantas secas, marchitas, a la bodega desde donde sonaba un radio viejo que dejaba salir una pieza de marimba. Desayunábamos juntos, cada quien en un extremo de la mesa, nos mirábamos sin hablar. A ella no le costaba nada porque era muda. Bueno, no muda, más bien perdió el habla. Así nomás dejo de hablar. Fue una vez, cuando niña, en el rancho. Habían llegado personas del pueblo en varias carretas, coches y remolques con unas mantas que anunciaban el gran espectáculo. Un gritón invitaba a los rancheros para que se acercaran. ¡Vengan a ver la película de vaqueros!, exclamaba. En ese entonces salían unas caravanas a las rancherías y municipios, las cuales llevaban lo necesario para proyectar cintas del nefasto Pedro Infante, El Llanero Solitario y una que otra de cine mudo. Pues esa ocasión le tocaba a la ranchería de mi abuela y había que ir. Yo quiero ver eso, pensaba. Y fue. Y se quedó absorta con lo que descubrió. Miró callada, contemplativa –como preparándose para el estado en el que se iba a encontrar después-, cómo de esa tela, de esa sábana, salían personas, caballos, balazos (cuando estos sonaban los espectadores se agachaban, gritaban.) Hercilia (chila para los allegados) que en ese entonces así se llamaba y así siguió llamándose, colmada de curiosidad quiso averiguar qué demonios había detrás de aquel pedazo de tela mágico. Se dirigió a la parte trasera y no vio nada, pura oscuridad. Pero oyó algo: gritos que provenían de una de las carretas que se hallaban cerca del lugar. Hacia allá se encaminó. Fue cuando detrás del coche salieron unos hombres riñendo a machetazos, eran el lechero y don Martín, el de la finca grande. Las hojas de las armas sacaban chispas, se blandían rompiendo el viento y los nervios de Hercilia, quien se escondió detrás de unos arbustos para resguardarse mejor. Uno de los dos contendientes le asestó tal machetazo en la cabeza al otro que de una vez se la arrancó. La cabeza giraba cinematográfica, en cámara lenta, por encima del cuerpo que se zangoloteaba y al que le brotaba sangre por el cuello, hacia arriba, como si fuera chorro de pozo petrolero o un geiser sangriento. Mi abuela quiso gritar pero el grito nunca salió. Ni lloró, sólo se puso bien pálida. Papuja, dirían por acá. Llegó corriendo con sus papás bien espantada. Ellos le preguntaban qué había pasado y ella sólo se les quedaba viendo con unos ojotes bien abiertos, expresivos, como si el miedo se quisiera desbordar de ellos. La sacudían, le escupieron del aguardiente que tomaba mi bisabuelo en la cara, le pegaron con una vara morroñosa y nada. Desde ese día nunca más volvió a hablar. Pero bien que oía. Siempre ponía el radio en la estación con marimba. Tamborileaba la mesa con sus largos, tétricos dedos, imitando a los bolillos en su golpeteo de la madera cósmica, enervante. Y así pasábamos las mañanas, comiendo plátanos fritos, mirándonos las caras sin hablar. Sin darnos una sola muestra de aprecio, de cariño, ni un abrazo o una mano en el hombro. Sólo las puras y limpias miradas. Sin ningún roce siquiera. Pero éramos felices. Yo la quería así y así la recuerdo. Muda, con los ojos grandes, golpeteando la mesa, comiendo plátanos fritos. Éramos dichosos por la paz, la armonía, el silencio que nos brindábamos. Hasta que mis padres llegaban de vacaciones o de lo que habían estado haciendo y entonces los ricos desayunos se transformaban en asquerosos al servirse en la mesa porque o se habían quemado los plátanos o estaban muy pasados de maduros o demasiado verdes o la marimba se había callado. Y mi abuela entonces sí que se volvía muda.
Afuera, cerca de la casa, estaba la libertad. El conocer la calle fue para mí algo espectacular. Me refiero a la calle, a lo callejero, al barrio, a la calle y su noche de banquetazos, a la calle de la puta, a la calle de las escondidas, a la calle de romper ventanas y focos a pedradas, a la calle etílica, al refugio de la lluvia, al panteón que sirve de motel, al cajero automático que sirve de baño público. La calle de la pandilla, de la banda, la plebe, la solitaria y la iluminada, la estrecha y la amplia. La de los juegos de infancia. La que sirve para rayar con gis o ladrillo en ella y dibujar universos, estrellas, corazones atravesados por flechas y vaginas peludas atravesadas por vergas. O para montar bicicleta. Siempre, desde muy pequeño me gustó la calle. Me han sucedido muchas cosas en ella. Cosas buenas y cosas muy crueles. La calle es el hábitat predilecto de la crueldad. Una vez un cabrón me orinó la cara. Quizá yo tendría unos siete u ocho años, jugaba con mis luchadores de plástico (los clásicos de mercado, con ring de madera y ligas) sentado en la banqueta. Era un cabrón dos años mayor que yo llamado Paquito Santos, que de santo nada tenía pues el muy gandaya, así nada más porque se le hincharon los huevos (literalmente), de buenas a primeras, me agarró de orinal. Hey, tú, pendejo, mira para arriba, tú, me dijo. Y yo, cual pendejo que fui, y por esa reacción tan estúpida que suelo tener cuando alguien grita pendejo y voltear a ver, pues voltee. Un chorro de caliente orín se estrelló en mi cara. El olor era muy intenso, fuerte, su sabor salado y amargo. El sabor de la impotencia y la impresión fue algo así como morder cables eléctricos. Llegué llorando a la casa. Para colmo ese día estaba mi papá quien al verme todo meado y llorando me preguntó qué había pasado. Cuando yo le terminé de contar (cosa que tardé mucho en hacer, pues entre el llanto, el olor, las gotas de orín cayendo aún de mi pelo, las orejas, mi barbilla, entre el moco escurrido, me costaba hablar) mi padre me metió tal zurra por no haberme defendido. ¡Eso te pasa por coyón y por no saber defenderte!, me dijo. Mi abuela me bañó aquella tarde. Mis luchadores habían quedado tirados, todos vencidos, descansando sobre un charco apestoso de orín. Esa noche tuve una pesadilla que se repetiría hasta que salí de la secundaría. Soñé que alguien salía del ropero viejo que teníamos en un cuarto lleno de telarañas. Ahí había una hamaca enorme, de hilado extraño y yo me mecía en ella. De pronto del ropero salía una sombra, no, más bien una mancha, sí, una gran mancha sin pies, ni manos ni rasgo humano, sólo una maldita mancha. Y se acercó a mí y me gritó, de sus extremos salían las letras, una por una, hacia fuera: H-e-y-t-ú-p-e-n-d-e-j-o. Yo voltee mientras ya me bañaba un chorro violento de orina negra, me hundía, me ahogaba. La mancha orinaba también a mis papás y a mi abuela. Y manchó con su orín toda la casa. Entonces me desperté sudando y llorando. Gritando mientras mi abuela me tenía en sus brazos y miraba, con los ojos pelones y temblando, hacia el ropero. Mucho tiempo después tuve la oportunidad de vengarme de Paquito Santos. Lo hice. Lo apañamos con mis camaradas de la prepa en una fiesta. Le acabé las costillas a patadas, le quebré la nariz y unos dientes con un bat. Para cerrar con broche de oro, mientras se retorcía de dolor tirado en el suelo, me saqué la verga y oriné sobre él. Mis amigos también.
A veces sentía un poco de calor, de calidez, así como un airecito tibio, reconfortante, que emanaba de mis padres, hacia mí. Como cuando me llevaban juntos al jardín de niños (recuerdo que la primera vez que escuché tal acepción se produjo en mí una imagen totalmente literal, es más, aún la conservo: imagino un jardín en donde se siembran niños, donde llegan unos jardineros a regarlos, a cortarles las ramas, para que no se vayan chueco, para que no crezcan de manera incorrecta, luego llegan otras personas y se llevan a los niños a sus casas, para sembrarlos en una maceta, esperando quizá que algún día ese niño crezca, florezca, dé semillas, frutos. Imagino que los cuidan para que cuando crezcan, tengan una sombra que los cobije, pero siempre los quieren ahí, sembrados, plantados, enraizados, sin que se muevan), íbamos los tres, yo en medio y ellos en cada mano, o cuando nos subimos los tres a la rueda de la fortuna, la más grande. Todo esto obviamente lo hacíamos callados. Sólo mis padres se hablaban o discutían entre ellos pero muy pocas veces. Mi padre era algo extraño y no sé porque pensó que el silencio es el mejor medio de comunicación para con la familia. Quizá porque su mamá era muda. Años después eso me sirvió para poder pasar mucho tiempo sin hablar. A veces hoy en día me preguntan por qué no digo nada, por qué no hablo. Yo respondo que no tengo nada qué decir, ¿para qué abrir la boca entonces? Tengo una anécdota muy presente que me provoca casi siempre que la evoco algo de cosquilleo en el estómago y hace que los pelitos se me pongan de punta. Una vez fuimos a México con mi mamá, en uno de sus tantos viajes para comprar sus productos decidió llevarme. Era la primera vez que viajaba en avión, la primera vez que entraba a un hotel, la primera vez que estaba a solas por mucho tiempo con ella. Después de hacer las compras quiso llevarme a Reino Aventura, sin avisarme nada, para que me cayera de sorpresa. Me subí a varios de los juegos, comí algodón de azúcar y manzanas acarameladas. Hasta tengo una foto con ese estúpido dragón; sin sonreír, claro está. Pero la situación que aun me estremece es recordar que cuando salíamos del parque comenzó a llover tan abundantemente que al llegar a la salida para tomar un taxi, el estacionamiento, las calles, comenzaban a encharcarse. La gente corría para protegerse de la lluvia y pasaban empujándose unos a otros. Mi madre me llevaba de la mano cuando un montón de “adolescentes alborotados” (como ella les llamaría mucho después) ocasionó que nos desprendiéramos y nos separáramos. En cuanto me supe solo, con mis escasos nueve años, sentí angustia. Pero desde muy chico he reaccionado con la inmovilidad en cuanto ocurre algo que en realidad requiera de lo contrario. No sé, me gusta esperar a ver qué vendrá, aunque no intervenga en nada, aunque no tenga que ver conmigo, aunque peligre mi vida. Me quedé en el mismo sitio, parado, debajo de la salvaje lluvia. Temblaba de frío. Poco a poco el estacionamiento del lugar fue vaciándose, entonces me senté en el suelo a esperar. Hasta que mi madre, después de algo así como media hora, me encontró. Había gritado, había llorado, se había alejado cada vez que se movía para buscarme. Luego por instinto maternal o por ese sentido plus que las hembras tienen decidió regresar al lugar en donde nos habíamos separado. Y ahí estaba yo sentado. Viendo llover. Ella sólo me abrazó. Me dio un montón de besos en la cara. En el hotel me bañó, me enjabonó y me llevó entoallado a la cama. Esperó hasta que me durmiera y sólo por esa noche, después de mucho tiempo, durmió a mi lado, ya que desde muy pequeño dormí en mi propio cuarto o con mi abuela. Al regresar a casa todo siguió como siempre.
De mi papá recuerdo muy poco. Pero lo que siempre voy a tener en la memoria es cuando me regaló mi primer libro. Fue mi cumpleaños número diez, casi un año antes de que murieran. Yo esperaba ansioso una bicicleta pero a mi padre se le ocurrió que sería mejor regalarme un libro. Y así fue, me regaló Peter Camenzind, de Herman Hesse. Hablaba, entre otras cosas, de un poeta ermitaño que vivía en las montañas y que se dedicaba a enamorar a una muchacha, a la que nunca le habla, tan sólo deja en su puerta una flor cortada en la gruta del pico más alto de la región o realiza las más inverosímiles hazañas en honor a su dama, aunque nadie (ni ella) lo supieran. Lo que más me cautivó fue la manera de amar del personaje. Y me refiero a amar a todos, a la naturaleza y a sus hermanas las nubes, no sólo a una mujer específicamente. Luego estaba el hecho de que no aceptaba su condición hereditaria impuesta. No soy un ermitaño más, se decía, soy un poeta. Pero no uno más de ellos, quizá uno menos. Uno que se resta, se segrega. No soy como los demás del pueblo, soy distinto. ¿Por qué he de perpetuar la tradición Camenzind? Por último estaba su afición por el buen beber. Por embriagarse, hasta morir, que lo demás es vicio. En ocasiones mi padre, cuando estaba en casa, me llamaba para que le contara qué sucedía en la historia. Nos sentábamos en el piso de mi cuarto, recargados sobre mi cama. Yo le contaba lo que había leído y leía algunos párrafos mientras él escuchaba atento, mirando hacia la ventana que daba al patio trasero. Mi padre se quedaba callado, viendo al pedazo de cielo azul que podía contemplarse, que parecía estar pegado lejos, atrás de la ventana. Se quedaba tanto tiempo así, nunca hablaba y si yo callaba un instante, volteaba a verme, sin pronunciar palabra sonreía o hacía como si, y movía la cabeza indicándome que continuara. Entonces yo seguía leyendo, el volvía a la ventana, a la mirada perdida, a los ojos llorosos, a las sonrisas fingidas. A veces yo paraba la lectura intencionadamente, como para verle a los ojos, su cabeza moviéndose, asintiendo que continuara. Si recuerdo esto es porque el regalo que mi papá me hizo cambió mi vida para siempre. En ese entonces era muy retraído, me sumía en mis pensamientos y no me gustaba para nada el trato con mis semejantes. El encontrarme con la lectura fue un escape para mí, una evasión. Pletórico de imaginación tal cual era, al leer, todo yo me sumía como en un trance, todos mis sentidos se centraban en la historia. Y en el libro, es decir, olía las portadas, releía solapas, dejaba pasar las hojas rápidamente para soplar mi cara con ellas y sentir el airecito a nuevo, el olor del saber y el volar sin moverte. Fue el único libro que me dio. Los demás los tuve que comprar con mis ahorros, con lo que me daba la abuela o robarlos de las bibliotecas, lo cual no me causaba remordimiento alguno pues desde la edad de doce años sabía que no hay mejor favor que pueda hacérsele a una biblioteca que robarse un libro. Gracias a mi afición a la lectura fue que decidí escribir. En sexto de primaria ya escribía mis primeras canciones y en la secundaria quise escribir mi primera novela, pero deserté. Me mantenía, y hasta la fecha lo hago, escribiendo con frecuencia: a mano en mi libreta rota, en la combi, debajo del árbol, en la azotea debajo del tinaco mientras llovía en la casa mágica y grotesca, en la cantina, en el motel con una puta a lado, a máquina en mi cuartucho infestado por cucarachas y (desde que cualquier idiota puede manejar una y cualquier clasemediero la puede adquirir, sea rentada o suya) también en computadora. A veces hay huecos o lapsos de tiempo en los que no sale nada. No hay nada de que escribir. Pero de pronto, como una orquesta que ataca con intensidad después de haber estado callada por segundos, como un elefante cayendo desde la Latino al suelo, como una ola enorme que arrasa Puerto Madero, de pronto la cascada, la luz, o la oscuridad que no perturba, de pronto todo brota y cuando sale, ya no puede detenerse. Siempre ha sido así. Siempre he escrito para mí. Nunca mostraba mis escritos a nadie. Sólo apenas hace un par o tres años que decidí editar una publicación independiente, que lleva por nombre “Brusco: fanzine golpeador y ofensivo.” En la prepa supe perfectamente a qué me quería dedicar. Sería escritor. No me interesaba la fama ni el apruebo de la gente. Tan sólo viviría para escribir, no de escribir. Si lo segundo se daba, que bien. Si no, que chingón.
Mis padres murieron por lo tanto mi abuela y yo tuvimos que dejar la casa. Los parientes que nunca hablaban o visitaban se presentaron para reclamar algo de lo que mis papás habían juntado. Hermanos, primos y hasta un cabrón que se dijo ser hijo legítimo de mi mamá y un tipo, aparecieron para reclamar algo. Total, a una vieja muda y a un chaval se le pueden quitar las cosas más fácilmente. Obvio que había algo de dinero específicamente para mí, un terreno y otros bienes. Pero eso no lo sabría, más bien, no tomaría conciencia de ello más adelante. Si hoy en día vivo de algo, si bebo como bebo, si tengo un cuartucho propio, si publico un fanzine es porque mensualmente recibo dinero de la renta de unas casas que mandó a construir un pariente de mi abuela. Me dijo que esas casas serían mías y que ellas me darían algo para vivir. Nos fuimos a casa de mi tía Hortensia, pariente de mamá, donde vivía mi primo Estuardo. También me cambiaron de escuela. Antes iba en un colegio, ahora estudiaría en una escuela pública. Eso fue algo muy decisivo y significativo en mi vida. Fue lo mejor (no, lo mejor hubiera sido no haber ido a la escuela) También fue lo mejor cambiarnos de casa. Para empezar estaba Estuardo, el primo loco, vago y cabrón. Era dos años mayor que yo. Dormíamos en el mismo cuarto, es decir, el suyo. Mi primo vivía en una colonia de casas construidas por el famoso infonavit. El ambiente ahí era tan excitante, tan salvaje, tan tribal, que despertó rápidamente algo extraño en mí. Había niños corriendo en ropa interior en los andadores, se sacaban la paloma y se la mostraban a las niñas. Estuardo era todo un gandul de la calle. Su mamá, la tía Tenchi, era una vieja mocha que se la pasaba en la iglesia, fodonga y mugrosa. El tío era un culero, borracho, que golpeaba muy seguido a mi primo y que desde el primer día se la ensañó conmigo. Ya te llegó compañía pinche jotito, le decía a mi primo, ya te llegó otro putito y van a dormir juntitos, par de maricotas. A Estuardo siempre le decía que no era su hijo, que su mamá se había revolcado con el cura de la iglesia y que por eso había nacido. Estuardo me enseñó a hacer los cohetes de tiempo, raspando la mecha, hasta que quede sólo el hilito, para después prenderlos, meterlos por las ventanas de las casas, esperar el estallido y el grito de las personas. También solía meter los triques en el culo de los perros. A mí nunca me gustó aquello. Si pocas veces he sentido ternura es cuando veo a algún animal sufriendo. Más que ternura siento compasión, simpatía. No sé por qué los perros se dejaban. Mira como se les frunce el culo, me decía mientras metía y sacaba el cohete. En efecto, el ano se les dilataba. Se los metía hasta la mitad, a modo de que quedara la mecha fuera para poder encenderla. Los animales se alejaban con la lengua al aire, meneando la cola. De pronto les explotaba el culo y se iban aullando de dolor. Yo simulaba una risa. Estuardo se retorcía de tanta carcajada.
La tía Tenchi había decidido aceptarnos como una obra buena. Además el padrecito se lo había dicho: “Hijita mía, debes socorrer a esos tus parientes que han quedado solos y desamparados. Recuerda que todo lo que aquí hagas se te facturará en el cielo.” Si padre, le dijo, con la cabeza oculta en la sotana, mientras se la mamaba en el confesionario. A partir de que vivimos ahí ya nada fue igual. Mi abuela enfermó y cayó en cama. Yo me la pasaba en la calle con mi primo, aprendiendo a sobrevivir en ella, reprobando materias en la escuela, escribiendo, leyendo cada vez más y a puro cabrón: Rimbaud, Cortázar, Miller, José Agustín y ondas así que yo conseguía con un viejito beodo que era afilador y fumaba mucho sus Delicados. El era un poeta en toda la extensión de la palabra aunque nunca haya escrito nada. Pero todo lo que hablaba, lo que hacía, la manera de beber que tenía, eran un acto poético tremendo. Recuerdo que le decían Lutis. Bueno, eso ya fue casi en la preparatoria. Para la edad de quince años ya era todo un vago. Comencé a fumar a los trece y a beber a los catorce. Nos arrimábamos cada guarapeta marca diablo, trepados en el depósito de agua de la colonia, mi primo y otros de la plebe. Orinábamos desde arriba, viendo la luna que nos alumbraba, viendo las azoteas de las casas, los tinacos pintados de azul y con el logo de la Pepsi. A veces estando ebrio imaginaba que era Arthur Rimbaud quien me había orinado en mi niñez. Pensaba que si así hubiera sido yo habría abierto muy grande la boca, para dejar que el orín del infante terrible entrara por mi cuerpo, hasta empaparme el corazón, el sentido, mi ser.
Como a los catorce fue que me enamoré por vez primera. Recuerdo que me le declaré en una tardeada y me dijo que no. Hasta me dieron ganas de llorar. Ese día nos echamos un jueguito llamado “La venida” con mis cuates del salón: el juego consistía en chaquetearse frente al mingitorio, mientras uno vigilaba los demás le jalábamos al ganso de lo lindo, el que se viniera primero ganaba, aún así, los demás tenían que seguir dándole por aquello del dolor de huevos post juego. Poco después me negué a seguir compitiendo cuando leí un artículo que hablaba de algo llamado eyaculación precoz. Mientras todos bailaban o disfrutaban de la fiesta, un grupo de chamacos calentones se la jalaban en el baño de la Escuela Secundaria Federal No. 1, “Constitución.” La noche que la niña me rechazó fue la misma noche que la niña le dijo que sí al sapo, un cabrón todo dentón, lleno de barros, que recién había estado con nosotros en la contienda de tintes onanistas. Vi claramente que la tomaba de la mano, que le acariciaba el rostro a la niña y la niña pendeja se dejaba acariciar por una mano que recién había tocado una verga sebosa, con tufo a orín. Tal situación me resultó grotesca y llegué ese día a vomitar a la casa. La vez que me enamoré también fue la primera que me rompieron el corazón.
La primera vez que me la chupó una mujer fue con la viejita Gisela, la que vivía a la vuelta de la casa. Tendría unos dieciséis. Estuardo me contó que a la viejita ya le patinaba el coco, que si llegaba así nada más, me le paraba en frente, le decía que yo era Ángel su hijo, el que se había ido a trabajar al otro lado, ella me abrazaría y me diría Miiiijoooodemiviiiidaaaa! pero por qué hasta ahora mira que me has dejado muy abandonada toda tullida está ya tu madre pero pasa pasa has de traer hambre qué necesitas ¿dinero? Estuardo me dijo que en ese preciso momento, cuando mencionara esa palabra, yo debería decirle que sí, que yo era su hijo y que necesitaba dinero. Ya sabes mopri, cuando quieras lana extra pa´ char trago o para sacar a pasear a un culito, pus ya sábanas que ya cobijas mopri, cáele a la ruca y te haces pasar por el hijo perdido, me dijo al último. Un día de esos que venía de una fiesta se dio la ocasión. Era de noche y sólo estaban en la calle algunos otros borrachos como yo o parejas en las esquinas, en lo oscurito, manoseándose, cachondeando. La fiesta había terminado muy temprano para mí así que venía algo alebrestado y con ganas de seguir bebiendo. Cuando pasaba por la casa de la viejita, justo frente a su puerta, estaba ella acurrucada en una silla de mimbre en la entrada. Casi me caigo del susto al descubrirla ahí, sentada como momia, con un camisón todo sombrío. Mijo? Angelito, ¿eres tú? Soy yo, le contesté, necesito algo de dinero. Pasa, pasa, mira como hueles a trago papacito, mira pasa, que de seguro tú la traes atrasada, tengo guardadito un mezcalito por ahí, sí, sí, ya sé que eres mijito que se me fue, sí, que quieres dinero, pero pasa. Y a empujones y jalones llevó mi cuerpo hasta una sala poco iluminada que se ondulaba, que temblaba de repente como gelatina. Las fotos en sepia de las paredes mal pintadas parecían palpitar en la penumbra, como si fueran a caerse. Me sentó en un sillón lleno de polvo que apestaba a caca de gato, a guardado y a sudor de viejecito. Me trajo una botella y yo le dije que sólo quería dinero, soy Ángel mamá, le decía. Quizá por el mezcal o porque siempre me ha gustado hacerme el chistoso o porque creí que con eso le haría un favor y no me sentiría tan gacho con ella, que se mutilaba de su trago, que me daría dinero, me hice pasar por Ángel y platiqué un sinfín de anécdotas de mi “estancia” en los Estados Unidos. Ella me escuchaba atenta, duérmete me decía, ya, ya, bebe y duérmete. Ya no recuerdo más, quizá el tiempo pasó y me dormí un rato, pero de pronto sentí un cosquilleo en la punta de la verga, un lengüeteo tan rico que primero no abrí los ojos, sólo lo disfrute, sentía tanta suavidad en el glande, algo aguado, empapado, ligoso, apretaba y succionaba mi pene que cada vez crecía más. Al recordar en dónde me hallaba abrí los ojos y me percate de que la vieja me estaba dando un fenomenal wuawis, como se dijera en el argot marrullero. A lado de mí se hallaba un buró, el cual tenía encima un vaso con agua donde flotaba una dentadura postiza. Tuve que llevar mi mano derecha a la boca para morderla. En realidad aquello se sentía rico pero recordar el rostro, la hediondez de la vieja Gisela, me daba asco. Piensa en Camila, piensa en Camila, me decía en mis adentros. Camila era la hija del carnicero de la cuadra: una carnita bien sabrosa. En un rincón, pegada a la pared, se encontraba una mesita la cual tenía encima unos santos, un crucifijo y algunas veladoras. Afuera, en el patio de la casa, había un enorme árbol de mango ataulfo. De vez en cuando, mientras me retorcía de placer, escuchaba a los mangos maduros estrellarse en el suelo de tierra negra. Yo imaginaba cómo el fruto se desprendía de su rama, caía desde lo alto, surcaba el aire y se desparramaba al golpear el suelo: ¡plash!, sonaban los mangos. Plash y una carcajada tétrica se burlaba de mí flotando en un vaso con agua. Plash y la viejita Gisela en el viene viene. Plash y la sala inundada con el olor a mango maduro, podrido, un olor dulzón y consistente. Plash mi semen en su canoso pelo. Plash y los santos babeando y el cristo en el crucifijo sufriendo una erección. Salí estupefacto de la casa. Con dinero suficiente en la bolsa como para descrudarme con un caldazo de mariscos y unas chelas al otro día. Estuardo me explicaría después (ahogado de la risa) que la pinche viejita no estaba tan loca, pues todo eso del hijo perdido era sólo una clave para dar a entender que se estaba necesitado. Soy Ángel significaba: dejo que me la mame por algo de dinero. Varios de la plebe, del barrio, acudíamos a pedirle “prestado” a doña Giselita. Aun hoy en día, al sentir el olor a mango maduro, recuerdo las magnánimas chupadas que me daba la vieja.
Todo pasó más rápido a partir de que comencé a beber. Los días se resbalaban mejor y todo parecía ir bien. Crecí entre tanta basura, entre idas al grupo de la iglesia donde fornicaba con las chamaquitas en el cuarto del padre. Entre evitar estar en casa y bañar a regañadientes a la abuela los sábados. Entre leer a Huidobro y atracar las tiendas de abarrotes de las que sacábamos chucherías, refrescos, alcohol. Entre escuchar a Nirvana borracho y pelearse en la calle, ganar o ser madreado. Tuve varias peleas en las que a veces salía bien librado, pero hubo unas cuantas que me enseñaron que en cualquier momento nos podemos topar con alguien más colmilludo que uno. En la calle, al pelear, lo que importa es la maña. En la prepa nos gustaba pelearnos con las demás escuelas. Cuando había un evento inter-preparatorias, se armaba la madriza. Cadenas, palos, tubos, velocímetros, navajas, machetes y en extremas situaciones las pistolas salían a relucir. Recuerdo que a Estuardo le dio por cargar “fierro” algún tiempo. Pa´ lo que se ofrezca na´más, si alguien se pasa de pendejo me lo quiebro, decía altanero. Peleábamos por la territorialidad, por viejas, por puro gusto, por el barrio. Algunas cosas más se presentan a veces en mi mente, pero casi siempre todo en desorden, alterado, modificado. Los recuerdos se turnan para visitarme cuando sueño. O cuando viajo en mi interior y divago. Una noche el papá de Estuardo llegó bien alcoholizado. No había nadie en casa sólo mi abuela. También estaba yo pero había ido a la tienda. Cuando llegué a la casa encontré la puerta cerrada, yo la había dejado entreabierta para cuando regresara. Abrí con mi llave, me dirigí al cuarto donde mi abuela dormía para llevarle la fruta que le había comprado y lo que vi me heló: el papá de Estuardo se hallaba encima de la abuela, a manera que su pene alcanzará a rozar la boca, el rostro de Hercilia. Me enojé tanto pero no me moví ni hice nada. Él se percató de mi presencia, tomó la lámpara que estaba en una repisa a lado de la cama y me dio tal golpe en la sien que todo se me nubló y perdí el sentido. Al poco rato desperté tirado en el suelo. Mi abuela lloraba en silencio, me miraba con desprecio, con asco, con sufrimiento. Sentía un dolor no en la cabeza sino en todo adentro de mi cuerpo. Sentí húmedos mis pantalones en la parte de atrás. Con la mano me percaté de que era sangre. Me levanté y salí a embriagarme.
Al cumplir los dieciocho años decidí irme de la casa. Ese día, como todos, nadie se acordó de mi cumpleaños. Mi tía la mocha se había ido a un retiro espiritual. Mi tío el culero no había llegado a dormir. Ya me había cansado de hacer lo mismo siempre, todos los días, la misma rutina. Por lo tanto decidí hacerme cargo de las casas que se rentaban y que habían quedado a nombre mío, total ya era mayor de edad. Viviría en Tuxtla Gutiérrez, la capital. Quizá estudiaría alguna carrera o no. Seguiría escribiendo, me dedicaría a beber y a viajar. Ya estaba decidido. Me paré frente a mi abuela la muda. Me voy, le dije. Ya no soportaré que me humillen. Nunca seré alguien en la vida, no haré dinero ni seré un excelente profesionista ni buen ciudadano, pero no quiero vivir rodeado de tanta gente nefasta, enajenada. Yo no quiero permanecer en un lugar donde ya no siento ninguna estimulación. Me voy y no te voy a llevar. No te puedo llevar. No te quiero llevar. Sé que lo entiendes. Sus ojos enormes y expresivos habían desaparecido. Ahora me veían dos ranuras cuasi abiertas. Temblorosa, sentada en la cama, flácida, llena de arrugas y venas, me jaló del pantalón hacia ella, para que me agachara y pudiera acariciarme el cabello. Intentó darme la bendición pero yo retiré su mano tembleque. No abuela, sabe que no creo en esas pendejadas, le dije. Le di un beso en la frente y me salí de esa casa maldita. Ni siquiera me despedí de Estuardo. Poco después él también se fue de ahí. A la cárcel. Por parricidio. Nunca más he vuelto a saber de él.
La reminiscencia onírica
Otro sueño es el que se repite en mi mente. Sueño que estoy en aquel cuarto de mi abuela, en la casa de mi tía Tenchi. Su cadáver está sobre la cama, verdoso, apestoso, lleno de gusanos, de su panza explotada le salen moscas verdes, gordas, tornasoladas. Yo me encuentro clavado de las manos al suelo, boca abajo, desnudo. Alguien entra al cuarto. Intento zafarme pero cada vez que me jalo las manos se me desgarran y eso me duele, además, pienso, si me arranco violentamente las perdería y ya no podría escribir. Entonces él se monta sobre mí e introduce su miembro en mi ano. Yo grito del dolor pero mi grito no suena, no se escucha, tan sólo se ve mi boca desesperadamente abierta, sin ruido. Siento que el culo se revienta, que me sangra. Mi abuela se para sobre la cama y abre la boca para decir: ¡Eso te pasa por coyón! ¡Por no saber defenderme! ¡Pinche maricotas! Entonces distingo una silueta atrás de la ventana. Observo bien y me doy cuenta que soy yo mismo cuando niño. Estoy viendo como me desvirgan y me carcajeo. Es decir, yo de niño, el que está tras la ventana, me carcajeo de mí, el adulto, que está siendo violado. Entonces siento que me sofoco, que una gran impotencia cubre todo mi cuerpo, mi corazón late desesperadamente, algo sube desde mi estómago hasta la garganta. Siento dolor, mucho dolor pero no puedo desclavarme. Y eso me hace llorar. La abuela cesó de brincar en la cama. Sus ojos se le han chispado y la boca ahora la tiene cosida con alambre de púas. Él ya ha terminado, sale del cuarto y es cuando despierto.
Vaciarse en (el) vacío
Me ahogo. Mi cuerpo cae al vacío en una total oscuridad. Caigo veloz a ningún lado. En mi estómago siento un embudo que absorbe todos mis órganos, vísceras, intestinos. Algo va a estallar en mi pecho, siento la explosión en cámara lenta. Poco a poco el cuello se me ensancha. ¡Me ahogo, no puedo respirar!
Alguien toca a la puerta desesperadamente. Salto de la cama, hay oscuridad y me tropiezo con botellas, discos, libros, revistas. Llego, abro para ver quién es y gritarle en la cara qué manera de tocar es esa. Al abrir, mi amiga Angélica está llorando, parada frente a mí, mis demás amigos vienen con ella, la esperan en el auto. ¿Qué sucede?, interrogo, frotándome los ojos. Afuera llueve, los coches pasan salpicando agua a las banquetas. Un tremendo rayo disloca el cielo oscuro de la ciudad e ilumina su cuerpo, las casas, las paredes grafiteadas, por un rato. Ya es de noche, ¿cuánto dormí? Un estallido suena en mi interior al escuchar las palabras huecas de Angélica, atónicas, como si hubieran sido dichas por alguien más: Hallaron el cuerpo de Rebeca colgando del ventilador, en el cuarto de un motel. Me siento levitar, elevarme del suelo, desvanecerme. Angélica se pasa una mano por la cara. En el baño estaba Ramón, con un tiro en la cabeza, concluye. Al escuchar esto, mi cuerpo ya no está.
Atravesamos el Libramiento Norte, rumbo al velatorio “Almas Fugaces.” Pienso que es un nombre realmente estúpido para ese tipo de negocio. La lluvia se estrella en el parabrisas, el silencio que ahoga el interior del carro es sepulcral. Pon algo de música, Pedro, le digo a mi amigo que maneja. Algunos protestan. Angélica ha volteado a verme con un gesto de desapruebo. Pero Pedro, que me mira por el retrovisor, ya ha puesto un disco de Jazz. Mientras escucho a Charlie “The Bird” Parker desgarrarse con su trompeta, pienso en Rebeca y en Ramón. Aunque después me doy cuenta que sólo extrañaré a mi amigo. Rebeca y yo sólo nos revolcábamos, nos matábamos en la cama, nos satisfacíamos nuestra hambre de sexo. Extrañaré su coño, sí. Pero creo que Ramón me hará falta. Su plática. Su compañía. Y por supuesto: sus drogas.
Dos de la mañana. Ha habido mucho llanto. Angélica, Tomás y Pablo ya se han ido. Han venido otros conocidos. Sólo estamos Pedro y yo. Él se encuentra hablando con la hermana del muerto. Una loquera (como decía Ramón) muy serena y de mirada inexpresiva, que ha recibido la noticia lo mejor que pudo. Si le llamo así, hermana del muerto, es porque esa es la posición, o más bien el rol que la mayoría le ha impuesto. Me dirijo al baño, decidido a meterme un pase, para los nervios. Como llevo la cabeza gacha, observando los mosaicos tan raros del suelo, no he visto que alguien se ha interpuesto en mi camino. Me topo con el cuerpo y es ella, la del Cougar negro. Hola, me dice, dejando caer sus manos en las piernas, para luego querer agarrar una de las mías, a lo que yo rápidamente reacciono con sobresalto, evitando el contacto. ¿Qué haces aquí?, pregunto extrañado, pues su presencia es algo fuera de contexto. O más bien, no la esperaba. Vine a verte; sabía que estarías aquí. Al percatar que yo sigo extrañado e inmutable, me dice que en realidad ella ya había leído el fanzine, que nos conocía (a Ramón y a mí) gracias a la publicación. ¿Estás bien?, dice. Estúpida pregunta quisiera contestar pero en realidad, me doy cuenta, no estoy del todo mal. Todo esto que ha pasado me ha resultado como ficticio, absurdo, sin fundamento. Ella parece decirme, invitarme a tomar algo, que si quiero compañía, que si quiero cojer en estos momentos. Meneo la cabeza. Le digo que después yo la buscaré, que otro día, que en realidad quiero estar solo. La esquivo e intento continuar mi camino pero ella me sujeta del brazo. Y, ¿cómo piensas hacerlo? Acto seguido me tiende una tarjeta, da media vuelta y se va.
Estoy en el baño esnifando un poco de coca, frente al lavabo. Abro la llave, mojo mis manos, las junto para agarrar un poco de agua y salpicármela en la cara. Me restriego los ojos, siento que me queman los párpados. Hasta ahora me doy cuenta que no he estado mucho tiempo en el cuarto, junto al ataúd. Sólo me acerqué una vez, por un lapso como de cuarenta minutos. Miraba, como escrutando un por qué, en el rostro de mi amigo. No un por qué de reclamo, sino más bien de pura curiosidad. ¿Sufriría?; aunque creo que quien sufrió más fue Rebeca, ahorcada. Sus familiares no quisieron enterrarla, porque en su religión el suicidio no merece sepulcro, sino que el cuerpo sea entregado a la fosa común. Me dio coraje una vez más la devoción idiota, el fanatismo irreflexivo, las enajenantes y controladoras religiones. Me cago en las putas religiones, pensé. La llave del baño suena, sigue cayendo el agua, estrellándose en la construcción de porcelana, la cual se mancha de una gota roja, de otra y otras más. Levanto la mirada y me veo en el espejo. Hay sangre saliendo de mi nariz. Vuelvo a lavarme, tomo un pedazo de papel, me seco y a la vez pienso, recuerdo los murmullos que escuché hace rato, acerca del suicidio. Algunos decían que habían sido unos idiotas, unos holgazanes, cobardes que no supieron afrontar la vida. Mientras contemplaba el rostro de mi amigo muerto, desfigurado por la bala, escuchaba esto e iba poniéndome cada vez más enojado, llegó el momento en que voltee y les grité a quienes se encontraban murmurando. ¡Pinches correctoss! ¡Malditos entes que sólo caminan por caminar los caminos que les han enseñado, sin ver las otras vías, las otras rutas! Yo elevo a Ramón y a Rebeca. Ellos afrontaron con más huevos que ustedes la vida. ¡Yo los elevo! Tuvieron los huevos para escapar de esta maldita farsa, del teatrito. Fueron libres y lo entendieron, tanto así que se quitaron lo único verdaderamente suyo. ¡Los cobardes, los estúpidos, somos nosotros, que no lo hemos comprendido! Tuvieron que sacarme a rastras del cuarto. Vociferaba y daba de patadas al aire.
He salido corriendo del baño al percatarme que la nariz no me dejaba de sangrar y que no podía dejar de meterme coca aunque eso pasara. Hubo un momento en que caí al suelo, temblando, con los ojos a punto de reventar. Ahora voy corriendo por las calles de la ciudad. Atravieso una, dos, ocho, quince, veinte calles, me detengo pues el corazón me estalla, me galopa en el pecho. Algunas personas ya han salido para ir a sus respectivos trabajos, unos rayos tenues de sol se ven ya, rayando el horizonte, secando las calles húmedas. Ahora camino, un poco más calmado, sin rumbo alguno como siempre. Algunos perros callejeros beben de los charcos que la lluvia ha dejado. Cuando paso cerca de ellos algunos me ladran, hacen como si fueran a atacarme. Otros se dejan acariciar en la cabeza, algunos hasta los pateo en las costillas. Es precisamente el aullido de un perro al golpearlo el que me da la idea, la solución. Ya sé a donde dirigirme.
Y, ¿cuánto me vas a cobrar por el favorcito? El chavo me había quedado viendo con malicia, con curiosidad bellaca. Pus que sean unas 3 mil bolas, ¿no?, me dice, pero ya sabes, no vayas a rajar sino ya sé dónde buscarte y te doy fierro, agrega y se levanta de la mesa, para ir por el arma. Lo espero mientras me tomo una cerveza en mi cantina clandestina favorita. Son las seis de la mañana pero aquí parece ser un lugar atemporal, anacrónico. No parece haber una regla en cuanto al tiempo. Es decir: a todas horas hay gente, ebrios, putas, vendedores de discos piratas, boleros, canguritos. Siempre huele igual: a mariscos, a alcohol, a vaginas perfumadas y a coños apestosos, salados. Solíamos venir muy seguido con Ramón a este lugar. Tomábamos sin parar, hasta que alguno de los dos comenzará a vomitar. Bailábamos en ocasiones con las putas, en la pista de tierra, sobre la mesa; igual le dábamos a las norteñas como al Chico Che, al tango como al Buena Vista, todo patrocinado por la rocola, la cual cada veinte minutos que nadie metiera una moneda, sonaba dos rolas automáticamente. Hubo una ocasión que le pedimos rentado el lugar por dos días a la dueña, para hacer unas presentaciones del fanzine, esa vez se bailó surf, punk y algo de electroclash. Recuerdo que esa noche mi amigo me había hecho un regalo muy chingón. Nos hallábamos en su carro, metiéndonos unas gotitas de ácido. Le tengo un presente, mi fiel escudero, algo que seguramente le traerá remembranzas de tiempos más cándidos, más bonachones que los actuales, estos crueles, putos días que estamos viviendo. Y de la guantera sacó un disco de Albert Pla. Yo le había comentado una anécdota a Ramón. Una amiga en la prepa había ido a España y de allá me había traído un cassette grabado con canciones del loco catalán. Las canciones eran una evocación a la depresión, a la desesperanza, al suicidio y a la sinrazón. Me gustaba mucho. Yo, con el tiempo, y por lo distraído que suelo ser, perdí la cinta y a la amiga. Toma, me decía, te compré el disco del gandaya este, que no se anda con rodeos, y que quizá es el único que me ha conmovido en estos tiempos en los que ya no hay nada creativo ni propositivo; quizá, mi querido amigo, nos encontramos al frente de una anti-propuesta. Siempre le gustaba hablar así, como con solemnidad efímera, fugaz. Ha regresado el dealer sacándome de los recuerdos con un golpe en la mesa metálica. Ha dejado el arma sobre ella, envuelta en un paliacate rojo. El dinero, exige. Yo le tiendo un rollo de billetes que cuenta frente a mí, mientras me termino la botella. Te he conseguido unas balas, de cortesía, imagino que las vas a necesitar muy pronto; con estos tiempos, ya no se debe ir caminando sin un arma. Sonríe mostrándome sus dientes picados, se aleja cojeando de una pierna. Pago la cuenta y me salgo del lugar.
Estoy en mi casa. Es decir, el cuartucho. Algunos pájaros matutinos trinan ya en los árboles. Un vendedor de verduras y otro de elotes hervidos se disputan el espacio sonoro, ya que los dos gritan ofreciendo su mercancía al mismo tiempo. Camino de un lado para otro. He fumado como un loco. Ya se me ha terminado la droga pero eso no me interesa en lo más mínimo. No me preocupa. Si tuviera un televisor ya lo hubiera arrojado por la ventana, pero el último que tuve lo empeñé. Se lo dejamos a un vendedor de polvo, con Ramón. No perdiste nada valioso, camarada, al contrario, te deshiciste de la caja idiota, te has salvado de convertirte en un homo videns, me había dicho. Veo los rincones, el piso, las paredes del lugar. En todos lados hay signos, hay señales evidentes de violencia. Un poster pegado en la puerta del baño, de la película Baise möi, mis libros en el estante, acomodados inconscientemente en un orden violento: libros de Sade, de James Ellroy, de Roberto Bolaño. Mi casa huele a sangre, de hecho. Mi mano también ha comenzado a oler muy raro, como a flores de panteón. El suelo lleno de imágenes, revistas que hablan de asesinos seriales, de mutilaciones. Me acerco a la mesa, donde he dejado la pistola. Me decido y lo intento hacer una vez más. Ahora sí pinche puto, ahora sí maricotas, me digo. Tomo el arma, la llevo a mi boca, intento apretar el gatillo. No puedo. Me llevo la pistola a la sien, pero desisto otra vez. Me la pongo en el pecho, creo que puedo hacerlo. Me dejo caer hincado al suelo, para irme de espaldas, tiro la pistola hacía un rincón y esta al caer se dispara, haciendo que la bala salga por el techo de lámina que tengo. Estoy llorando desesperadamente. Hace tiempo que no lloro y menos de esta manera. Recuerdo a mi amigo, el daño que me hicieron, los culos de los perros estallando en sangre por los triques. Volteo hacia mi lado derecho y veo en el piso la tarjeta que ella me dio en el velatorio. De seguro se ha salido de mi bolsillo cuando me dejé caer. Metztli. Edecan de compañía y masajes eróticos. 04496113-74865. Levántome del suelo y voy a recoger la pistola que aún está caliente por la detonación. La vuelvo a dejar en la mesa sobre mi libreta vieja, sucia y rota. Estoy menos alterado, lloro con pasividad. Hace tiempo que no veía mi libreta. O quizá no había querido verla. Entonces siento un vacío en mi interior. Una escisión. Pienso que debería ir a emborracharme. Quiero levantarme para proceder a hacerlo pero algo me detiene. De pronto me dan ganas de escribir. Busco un lapicero en el bolsillo de mi camisa. Me percato de la tarjeta una vez más (y de que la he dejado ahí nuevamente), la observo, repito el número entre dientes. Quizá la llamaré pues necesitaré compañía para beber y de sus servicios por largas noches. Pero no quiero quedarme con ganas de escribir, así que lo haré y luego saldré. Observo nuevamente la pistola, pienso que debo andarla por un tiempo. Por si alguien se pasa de cabrón, me lo quiebro. Encuentro un lapicero sobre la mesa, justo al lado de la libreta. Qué raro, no lo había visto. Escribo entonces, como siempre, lo que sale:
No recuerdo en qué momento pasó. Simplemente pasó. Pudo haber sido en mi niñez o recientemente, es decir algunos años atrás o escasos segundos antes. En la universidad, en la preparatoria, en alguna fiesta. He estado pensando pero por más que lo intento no logro rescatar ese pedazo de certeza que me daría el momento exacto de lo acaecido. Quizá fue aquella vez que me orinaron la cara cuando era niño. Cuando me golpearon varios en la calle. Cuando me intoxiqué con suavitel o cuando me hicieron daño de esa manera. No lo sé. Lo único que tengo claro es el sonido y las sensaciones extrañas en mi piel. Algo se rajó en mi interior, algo se rasgó; sentí perfectamente el desprendimiento, la rotura: ¡crack! Había sucedido. ¿Qué? Ni yo mismo lo sé.
….
“Hiato”
Antonio Reyes.
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