Hoy por la tarde, con el sol todavía alto y en lo ancho de un camino polvoriento hallè a un anciano que tambièn es un vecino. Hablamos del tiempo, de los ùltimos frios; de su riqueza y de mi pobreza, y de un poste centenario que es estorbo en la esquina de un potrero. Luego, hasta El nos dirigimos. Lo miramos sin decidirnos a su muerte, como si estuvieramos mirando el árbol que un dia fuè. Despuès, el hombre hablò de sus dolencias; de polìticos perversos; de su nombre que es Emidio y no Emilio, y de un obispo que hace tiempo y con ese nombre visitò el Vaticano. Tambièn del dìa de San Emidio aunque sin recordar la fecha.
Antes de irme le obsequiè seis huevos que me habià regalado una tambera, con la certeza de que el gesto, no por simple, dejarìa de ser grandioso.
Apresurè mi partida, hacia la ciudad que entre sombras y luces me esperaba, con sus tristezas y sus dichas y que de atardeceres preciosos me privaba.
Andando el camino, sentì el sol acariciàndome la nuca, y supe que ese viejo solitario, en ese atardecer de su dìa y de su vida, tendrìa hoy algo para contarse.
Ese encuentro maravilloso, pleno de bondades recìprocas y no buscadas habìa llegado a su fin.
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