MARÍA Y ANTONIO
En el dormitorio de María el bote vacío de barbitúricos yacía en el suelo. Píldoras por doquier acampaban a sus anchas por toda la alcoba.
En la otra parte de la ciudad, Antonio estaba en su cuarto de baño, decidido a salir de este mundo por la vía rápida. Llenó la bañera de agua muy caliente y se dio uno de sus últimos caprichos, verter en ella las sales tan caras que compró en unos renombrados almacenes. A continuación, la cortante y afilada hoja de afeitar se deslizó por sus muñecas, produciendo un río de valiosa sangre que fue tiñendo de color rojo púrpura el agua de la tina.
María corría como una niña alocada y sin ninguna clase de preocupaciones. La brisa le daba en la cara y su mata de pelo se dejaba mecer por ella. Un paisaje idílico se mostraba ante sus ojos. Al final del camino, un hermoso e imponente castillo con altas torres y magnificas almenas se presentaba majestuosas ante los ojos de la mujer.
Dentro del mismo, ricos tapices y caros objetos adornaban las paredes. Entró en una gran sala, donde una silla con gran respaldo presidía la misma. Un hombre vestido como un soberano de la Edad Media estaba sentado. Al ver a María se levantó y con la mano le invitó a ir a su presencia. La mujer, entre dubitativa y curiosa, se acercó diciendo:
—¿Quién eres tú? ¿Acaso eres mi Príncipe azul?
Antonio también estaba sorprendido, y le respondió.
—No… ¿qué hago aquí? Estaba en el cuarto de baño de mi casa y, de repente, me encuentro así vestido, dentro de este castillo. ¿Pero, dime, quién eres tú?
María, entre disgustada y decepcionada, contestó.
—Si no eres mi Príncipe, ¿qué haces aquí? Esta es mi fantasía, mi sueño, mi alucinación. ¿Cómo es posible que entrases en mi delirio?
—La verdad…no lo sé, también es mi alucinación, pero dime ¿cómo te llamas?
—Me llamo María —dijo algo coqueta al percibir que Antonio deslumbraba con su vestimenta principesca.
—Yo me llamo Antonio —se presentó.
Después de las respectivas presentaciones, la pareja se entretuvo en una animada e interminable charla. Se contaron mil y una anécdotas, comprobando que tenían muchas cosas en común. El amor empezó a nacer entre los dos. Con las manos tomadas, fueron dando un paseo por los prados adornados de mantos de flores multicolores. Los pájaros a su paso trinaban. Los cervatillos se les acercaban curiosos dejándose acariciar por el dúo. Un arco iris se dibujaba en el horizonte con todo su esplendor, dejó a los dos tan anonadados que por un tiempo se dedicaron embelesados a admirar tal evento.
Al momento, un grito desgarrador salió de la garganta de la muchacha.
—¡¡Mira, Antonio, fíjate, el arco iris está desapareciendo!!
Efectivamente, como si fuera pintura desprendiéndose, todo el paisaje se desintegraba poco a poco.
Entonces, una fuerza absorbió a Antonio que desapreció.
Todo era caos, el suelo era inestable, una potencia poderosa se tragaba a María como arenas movedizas engullendo a la desdichada, que no pudiendo resistirse fue tragada por la insegura superficie.
María deambulaba por la calle, con paso inseguro se aferraba cansada al banco más cercano donde encontraría acomodo a su delicada figura. Después del trauma del intento de suicidio y el paso por el hospital, nuestra amiga más bien daba la sensación de salir de un campo de concentración nazi.
Antonio tampoco estaba para muchas fiestas, el paso por la clínica le supuso una pérdida considerable de peso y el consiguiente aspecto famélico que representaba.
Divisó el banco, donde una muchacha de aspecto poso favorable con la cabeza ladeada dormitaba. Débil y cansado decidió que también sería un buen sitio para recuperar fuerzas.
El periódico del día siguiente, en la página de sucesos rezaba lo siguiente:
“En el día de ayer, un Bus de la línea regular arrolló accidentalmente a una pareja de vagabundos que dormían en un banco. El conductor del mismo declaró que no pudo evitar la tragedia, debido al fallo de los frenos en momento tan desafortunado. Un hecho curioso llamó la atención de los servicios sanitarios. Al recoger los cadáveres, se quedaron atónitos en la posición de los mismos, abrazados estaban los dos, con una sonrisa de felicidad que inundaba los rostros de ambos”.
FIN.
J.M. MARTÍNEZ PEDRÓS.
Todas las obras están registradas.
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