La lluvia que caía era como un tupido manto que habían corrido tapándolo todo. Nada se divisaba a más de dos metros de distancia. Hacía días que el sol no asomaba sus cándidos brazos en esta parte de la Tierra. La muchacha volvió a cerrar la ventana y se dejó caer en la cama tal y como estaba desde hacía unas cuantas horas. No deseaba salir con esa agua cayendo tan abundantemente. La habitación era húmeda, oscura y pequeña. La ridícula cama donde seguía estirada no tenía cabezal y un delgado colchón relleno con vainas secas de algunas plantas era lo más parecido a una incierta comodidad para el descanso. Pegada a la cama, una vieja mesilla de noche donde reposaba una pequeña lámpara con un cristal opaco y sucio, dejando salir una tenue luz amarillenta dueña de las sombras dibujadas en las paredes.
Anita Balbuena, que así se llamaba la muchacha, tenía apenas, aunque aparentaba algunos más, veinte años. De piel rojiza y ojos grandes. Su cabello llegaba hasta la altura de sus hombros, rizado y pelirrojo, la hacían muy atractiva porque sus labios, grandes, rebosaban sensualidad, y a la vez, podía adivinarse falta de cariño cuando se juntaban todas esas cualidades en una mujer tan joven y bella.
Era conocida por el sobrenombre de "Amapola" por esa piel tan roja que la caracterizaba. Vestía unos tejanos muy ceñidos a sus piernas, unas piernas hermosas y largas, pero que escondía tras esos pantalones. Una camiseta de tirantes, azul, semitapaba sus minúsculos pechos. De su boca, cuando estaba enfadada, salían siempre palabras soeces; cuando todo era paz y tranquilidad, nadie la superaba en sus deliciosas palabras, como sacadas de un libro de poemas. Toda ella era un poema, una reunión de versos podríamos decir, pero puestos en orden, rimando uno si y otro también.
Seguía estirada en la cama oyendo el repicar de las gotas de lluvia contra el asfalto de la calle. La tenue luz de su lámpara aflojaba el destello después de cada trueno, la tormenta se iba acercando y aquello parecía que tenía que durar una eternidad. Su mirada estaba fija en techo de la habitación que había alquilado desde el lunes pasado. Todo fue muy deprisa. Llegó en autobús desde el sur y, sin apenas buscar nada, la primera pensión que divisó al bajar de la escalerilla allí se dirigió. Pagó por adelantado una semana, su idea era quedarse nada más dos días, pero viendo que la época de lluvias estaba encima, auguró que su estancia sería larga.
Unos pocos billetes y algunas monedas sueltas era lo que había encima de una vieja silla, al lado, un paquete de cigarrillos, una cajetilla de fósforos y una -star 40 del nueve largo. Un armario de dos puertas, situado enfrente de la cama, sólo guardaba una bolsa de deportes de color azul oscuro, llena con algo de ropa mal doblada. Ése era su equipaje de urgencia, no tuvo más tiempo de recoger todo lo que ella hubiera deseado.
El teléfono admitía monedas, ya no era de aquellos que antaño iban con fichas, y después de colocar una en su abertura y caer hasta donde da paso a la línea, marcó unos números y esperó. Sus pequeños pechos se marcaban en la mojada camiseta que eran observados por el dueño de la pensión muy audazmente. Anita tuvo que salir a la calle desde su habitación para acceder al teléfono que se hallaba en el hall de recepción, a pocos metros de la entrada de las habitaciones. En un bolsillo llevaba el tabaco y los fósforos, en el otro la pistola con el seguro puesto.
En la comandancia de la policía de su ciudad habían pasquines con la fotografía de ella donde con letras grandes podía leerse: Desparecida, y con la fecha de su desaparición y un teléfono de contacto en caso de poder dar alguna pista de su paradero, o si alguna persona la había visto en algún lugar.
Sonó un teléfono que alguien cogió rápidamente y después de unos segundos de silencio esperando se oyó como colgaban. Los suspiros y la lágrimas volvieron a aparecer en aquellas personas. Todo era desesperación, con unos corazones que latían muy fuerte, intentado apaciguarlos con la esperanza de volver a oir el teléfono y estuviera al otro lado la persona deseada.
Anita salió del hall de la pensión y volviéndose a mojar de nuevo, la lluvia no dejaba de caer, entró por la puerta que daba acceso a las escaleras que subían a su habitación. Se estiró en la cama y encendió un cigarrillo perdiendo la mirada, esta vez, en las sombras dibujadas en la pared por esa tenue luz de la lámpara.
El día llegaba a su fin, las horas pasaron para Anita velozmente. Seguía lloviendo al entrar la noche que por fin se fue apoderando del húmedo y triste día. Las luces de las farolas en la calle encendieron antes de lo habitual y el agua rebasaba las aceras, mientras que los automóviles salpicaban a su paso los pocos viandantes que circulaban por ellas.
La muchacha volvió a abrir la ventana en un intento de desesperación porque aquello terminase, no soportaba más la lluvia, la ponía nerviosa. Sus paseos ahora por el cuarto, con otro cigarrillo en la boca, denotaban debilidad y duda. Un nerviosismo e intranquilidad corrían por todo su cuerpo, su bello cuerpo apagado en unos momentos confusos, delicados. No podía imaginarse lo que en su casa estaban sufriendo, las personas que debían estar buscándola; no se imaginaba que de un momento a otro podría ocurrir lo peor sino controlaba sus instintos.
En la puerta de la pensión estacionaron dos automóviles, bajaron cuatro personas y entraron en ella. Después de preguntar al dueño por la habitación de Anita Balbuena, éstos subieron rápidamente por las escaleras al primer piso, habitación 11.En el trayecto se oyó el disparo de un arma y aceleraron la marcha temiendo lo peor. Uno de ellos esperaba abajo, junto a la puerta de entrada y el otro salió para vigilar la otra puerta. Seguía lloviendo y esta vez torrencialmente, cosa que molestó a la persona que hacía guardia en el portal contiguo a la entrada donde estaba la recepción.
Dos golpecitos se oyeron en la puerta de la habitación número 11 que no tuvieron respuesta alguna. Se volvieron a escuchar otros dos golpecitos, algo más intensos, en esa puerta. Nadie se acercó para abrirla desde su interior. La puerta fue forzada por las dos personas que habían llamado anteriormente con los nudillos de sus dedos.
El cuerpo de la muchacha yacía en el suelo, al lado de la cama y junto a un charco de sangre todavía caliente. El intento de reanimarla por parte de una de las dos personas que acababan de entrar fue inútil. El olor a pólvora todavía estaba presente en aquella atmósfera tan desagradable. En la mesilla de noche, junto a la lámpara que seguía encendida, reposaba un papel en el cual se veían unas palabras escritas con tinta de color negro, uno de los hombres lo cogió, y acercándoselo a los ojos se dispuso a leerlo.
En el cementerio de la ciudad natal de la muchacha, un lugar donde invita al rezo y la reflexión, se reunieron más de una veintena de personas para dar su último adiós a la Amapola. El padre de Anita leyó unas palabras, sacó de su bolsillo la nota que su hija dejó aquella noche poco antes de morir y pronunció:
A todos aquellos que creísteis en mí, aquellos que depositasteis vuestra confianza en mi persona, quisiera desde mi nueva vida deciros que os quise mucho, más de lo que os imagináis, pero llegó el momento de decir adiós a esta vida cruel y ambiciosa y antes de poder dejar que mis sentimientos se vuelvan como ella, he decidido continuar por otro camino más bonito, éste de aquí arriba, que estoy segura me hará la más feliz del mundo y seguiré siendo Anita, la Amapola. Os quiere, Anita.
Los ojos de los allí presentes empezaron a ponerse vidriosos. El féretro fue introducido en el nicho y tapado con una lápida de mármol donde decía: Anita Balbuena, y en letras mas grandes "La Amapola".
Un día, una mujer joven se acercaba hasta el cementerio y plantada delante de la tumba de Anita Balbuena dijo: Yo soy ahora la Amapola, vengo a recoger tu relevo.
Elena Campos había leído un libro que encontró en la biblioteca de su padre en el cual se contaba la historia sobre una muchacha que un día decidió huir de su casa porque sus padres no aceptaban su forma de vida, se consideraba apartada de la familia al no querer integrarse en el sistema que su padre había impuesto. Elena leyó y releyó el libro muchas veces. Quiso identificarse con la Amapola, protagonista y título del libro. La cosa que más le impresionó a Elena fue el hecho de que su heroína muriera y de ésa forma. En la contraportada del libro decía que era la biografía de una mujer la cual su vida nadie llegó a entender jamás. Su autor, que la conoció un día por casualidad, llegó a enamorarse locamente. El mejor homenaje que le podía hacer era escribir su biografía para que el mito nunca muriera, porque ella llegó a ser Anita Balbuena, la Amapola.
®MANUEL MUÑOZ GARCÍA-2002
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