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Inicio / Cuenteros Locales / Lolasanabria / UNA SOMBRA EN LA NOCHE

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El hombre abre la llama a la noche y enciende un extremo a diez centímetros de la boca. Cierra, absorbe y aviva la candela. Desde la marquesina, contempla los hilos de agua rebotar sobre las vías. Ni un alma. Mira la esfera suspendida en las tinieblas y comprueba: las tres de la madrugada. Faltan horas para el amanecer. El aleteo de pájaro agobiado gira el ascua hacia el interior de la estación. Avanza la lumbre a golpe de ansiedad. Un camino rápido y quebrado se desliza desde arriba, afina la flecha y entra de lleno en la tierra sacando olor a quemado. Comienza a contar y enseguida el trueno revienta la furia de la lluvia sobre el andén. En el fragor de la batalla el sonido del reloj del campanario, dando la hora, se esconde en el vientre de la tormenta de verano. El hombre recoge entre el pulgar y el corazón la colilla y la lanza hacia la vía. Una nuevo camino de luz en el cielo. Cuenta. Se va alejando. El calor oscuro avanza, moja y pega la camisa. Las últimas aguas escurren desde el alero. Y entonces se abre el cielo y asoma un dedo de luna y el hombre recobra las piernas y las manos y la cara y la boca de labios finos y la nariz larga y los ojos grandes, negros y húmedos. Porque está llorando.


El padre de su amigo Paquito, tenía un motocarro con el que hacía portes. Muchas tardes, después del colegio, lo acompañaban hasta la estación y antes de que la máquina del tren asomara el morro por la curva de las vías, colocaban las chapas de Coca cola que recogieron de los bares el día anterior. El padre saltaba al vagón y trasladaba los bidones de vino al motocarro. Cuando el tren salía, los amigos recogían aquellas láminas de hojalata manchada de rojo, aún calientes, y de camino al pueblo, sentados entre la carga, separaban las mejores para ponerlas de tope en los cordeles para bailar la peonza.

La mayoría de las veces, entraban en el pueblo antes de que el padre volviera del campo, pero algunas coincidían. Él encima de la mula, su hijo en el motocarro. Saludaba hosco a Paco. Al hijo ni mirarlo. Cuando llegaban a la calle, el padre ataba las riendas del animal a la argolla de la fachada, esperaba a que el vecino parase el motocarro y luego se iba hacia su hijo y cubría con su mano derecha el cogote, empujándole hacia la casa.

Haciendo portes, sin descanso de domingos, el padre del amigo consiguió vender el motocarro y comprarse un camión a plazos. Entraba en el pueblo por la calle principal, daba la vuelta a la plaza, donde su hijo destrozaba los peones del amigo con su carnicero, paraba, y los hacía subir. Llegaban a la antigua cerca convertida en cochera, los tres apretados en la cabina.

El día en que el padre lo vio bajar del camión, dejó la mula atada a la argolla, fue hacia el hijo, lo cogió del cogote y lo empujó hacia la casa. Una vez dentro, le ordenó que nunca más subiera a ese camión. Echó, a gritos, toda la hiel que llevaba dentro.

Dejó de subir al camión del padre y dejó de aceptar los préstamos de tebeos del hijo. Poco a poco se fue distanciando del amigo y comenzó a envidiar lo que él tenía y a sentir rencor y un punto de desprecio hacia su padre, un hombre atado a una mula.

La primera vez que vio un Seiscientos, estaba sentado en el umbral de la casa. Era de color blanco y brillaba como recién salido de fábrica. Tardaría mucho en pasar otro coche por la calle, pero en su cabeza se quedó el deseo de aquel cacharro de metal con persianas traseras, que hizo volver la cabeza a María, niña de sus sueños, la vecina de enfrente.

Puso todo su empeño en los estudios, consiguió un buen trabajo, ahorró y en unos años tuvo su Seiscientos. Blanco, como el primero que vio. Para entonces, ya vivía en la ciudad, María se había casado con prisas, y al padre y a su mula, una mala caída los había jubilado. Su primer viaje lo hizo al pueblo, pensando que le daría una alegría. Paró en la misma puerta, hizo sonar el claxon y esperó dentro del coche. Enseguida salió el padre y, sin mediar saludo, le ordenó que quitara aquel trasto de allí, que ése seguía siendo el lugar de su mula.

Pasaron años sin visitas, sin cartas, sin llamadas. No había nada de qué hablar, nada que compartir, decía el hijo cada vez que su mujer le preguntaba. Y añadía con amargura que aquél que decía ser su padre sólo había querido a su mula. No le llevaron al nieto cuando nació para que lo conociera, no le invitaron al bautizo ni a la comunión, tampoco a la boda. Hasta que llegó la noticia. En medio de un verano de pájaros desplomados sobre el asfalto a las once de la noche, cuando la televisión daba cifras de niños y ancianos muertos por el calor, llamaron a su puerta para decirle que su padre era el número trece de aquellos muertos. Entonces supo que la distancia y el rencor sólo fueron suyos, que la mujer había enviado fotografías del niño al abuelo, que también le dio la dirección y que aquel hombre hosco, amargado y envidioso hacia su vecino, enfermo de nostalgia desde que murió su mujer, cogía cada lunes el tren que lo llevaba a la ciudad y espiaba como un intruso la vida de su familia. Conoció los pasos del nieto cada mañana a la guardería, más tarde al colegio, después al Instituto y por último a la Universidad. Supo cuándo perdió los dientes de leche, cuándo se bautizó e hizo la comunión, qué llevó el día de su boda y dónde y cómo vivía. Toda una vida de padre y abuelo paralelo, oculto en las sombras, enviando regalos que el hijo nunca supo de dónde venían. Pudo haber muerto en el pueblo pero eligió el lado del hijo y sus pasos se pararon justo cuando escoltaba, en la distancia, a la mujer del nieto hasta el ginecólogo.

En el cerro que tiene enfrente, la curva se aclara y comienza a dibujarse la línea que lo separa del azul del cielo. El día viene pegajoso. El hombre fuma y pasea por el andén mientras espera la llegada del tren. Abuelo y nieto juntos en su primer y último viaje.

Texto agregado el 13-01-2006, y leído por 263 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
19-05-2006 Qué dolorosos son estos amores que no saben expresarse. Un gran texto. Sophie
05-02-2006 Precioso en lo evocador de una época y en el amor silencioso fmorgan
27-01-2006 Es duro. Los juzgamientos que hacemos de los otros, incluso de personas cercanas a uno, muchas veces termianan en absurdos distanciamientos. La culpa, de nadie y de todos, del orgullo y la testarudez. Lo malo es que, en el caso del protagonista, es tarde para hablar, entender, perdonar o pedir perdón. Un abrazo Ikalinen
15-01-2006 muy hermoso tu texto. felicidades y gracias por compartirlo. Soy_Naixem
13-01-2006 Que dificil resulta a veces denostrar el cariño para quienes nunca lo tuvieron. Es precioso, enternecedor y lleno de nostalgia. Enhorabuena Lola. Besos. leante
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