Ahora mismo espero a que me sirvan mi almuerzo. Es la 1:30 y vine a hacer mi comida de medio día a un pequeño pero dinámico mercado que queda al lado de mi casa. Debo reconocer que siento una curiosidad casi morbosa por los mercados. Es para la sociología una herramienta fantástica para levantar un diagnóstico comunitario. Si alguien va a un pueblo cualquiera a hacer un inventario agrológico, le es obligatorio visitar el mercado o, al menos, las abarroterías para hacerse una idea de lo que se produce o no en la región y en qué cantidades. Es un indicador de cuan autosuficiente es una comunidad en el caso de que esta sea de raigambre rural. Así, por ejemplo, si en una comunidad que se dice agrícola, existe un mercado que ofrece arroz, frijoles y maíz, la conclusión obvia y, casi de sentido común, es que dicha comunidad no es autosuficiente en esos rubros. De eso tengo grandes memorias, grandes recuerdos de ese trabajo.
Casi puedo decir que me paseé mi patria de mercado en mercado. Sin embargo, el mercado es un lugar de interacciones sociales que va mucho más allá del intercambio comercial, aunque esta sea la relación social hegemónica. El mercado ofrece una veta prodigiosa a cualquier cientista social, sea cual fuere su disciplina. Así, el antropólogo no se moriría de hambre por falta de tema. El etnólogo se moriría sin llegar nunca a un final y, mucho peor para un sociólogo. Debo confesar que, en 1988, yo mismo me ocupé de un puesto en un mercado. Fue en una época alucinante que merece sus propias páginas de relatos. Era una especie de socio con otros dos compañeros que habíamos cursado estudios secundarios juntos y para quienes la universidad no era ni siquiera un sueño ni, mucho menos, una ilusión. Fue en la época del bloqueo infame de los yankis. Ahora me percato que ese mercado nos permitió sobrevivir, matar el hambre generalizada que sufríamos los panameños. Creíamos que éramos comerciantes: éramos sobrevivientes jóvenes del naufragio de la patria. Y con esa candidez e ingenuidad de gentes que no cumplía aún sus primeros 20 años, trabajamos como bestias en la venta de granos: maíz, sorgo, frijoles de diversa variedades y de, sobre todo, arroz. Una época alucinante, la verdad. Me dijeron que mis “socios” y yo andamos errantes por el mundo, en no mucha mejor situación económica que en aquella época. ¿A qué estaremos sobreviviendo ahora?.
Todo esto lo recuerdo y lo rememoro mientras espero a que me sirvan mis alimentos. Les juro, lectores y lectoras, que le pedí a la dependienta unas hojas de papel y un bolígrafo para ocuparme de este escrito, de estas memorias cotidianas. Y, mientras recuerdo, observo. Recuerdo los muchos mercados que he visitado en toda Centroamérica, en innumerables pueblitos y localidades de mi patria y de estas patrias indómitas en las que soy forastero. A unos fui porque así lo exigía mi trabajo. A otros he ido porque soy cliente. A otros fui por simple curiosidad morbosa. A algunos más fui en una hermosa aventura de amor. Así recuerdo el mercado central de Guatemala y el de Antigua... visitas de amor, de la mano de la mujer que amaba con locura y que me acompañó en esa pequeña aventura. Visitas a mercados a refrescar la farragosa borrachera con una sopa épica a las tres de la mañana... con la que quedábamos peor de como habíamos llegado. Muchos mercados me acompañan y han sido parte de mi vida. Al que nunca he regresado y espero no tener que hacerlo bajo ninguna circunstancia, es aquel en el que fui yo el vendedor. Aquí, sentado frente a un plato de “casamiento”, carne asada y aguacate, rememoro esos otros mercados impregnados por el noble sudor del trabajo de gentes sencillas que se desloma por construirse una mejor vida o, al menos, de sobrevivir de cualquier manera.
Aquí, en el que estoy ahora, es un cuadrado de unos 50 metros por lado. Un gran galpón central que su entrada principal da a una importante vía. Los otros tres lados limitan con baldíos o a unas vías secundarias de importancia marginal. Está techado con chapas de zinc que ya traspasaron su vida útil hace mucho tiempo. A medio día, bajo el tórrido sol de San Salvador, la temperatura puede llegar a unos 40 centígrados sin que eso asuste a nadie. Sólo a los forasteros como yo, les parece que se debería tratar de hacer un poco más agradable el duro trabajo a estas gentes. Y eso que yo vengo de una ciudad ardiente (en todo sentido) y que se ha tenido que preocupar por la temperatura de sus edificios desde hace siglos. Este galpón central está unido a locales que preparan y expenden comidas. Comedores, se les llama por acá. Y hay que decir la verdad: es una comida exquisita. Comida típica salvadoreña, preparada sin ningún rudimento académico pero sí con toda la sabiduría centenaria de matronas herederas, inventoras y transmisoras de los secretos del fuego, la olla y el aderezo. Comida preparada al momento, con ingredientes frescos. No se almacena ni se guarda nada. Si se va a preparar una ensalada, las lechugas, tomates, pimientos, pepinos o lo que fuere, se van a buscar al puesto de la vendedora del frente y se prepara la cantidad exacta que la clientela de ese día va a consumir. Igual ocurre con el resto de las comidas.
Otra cuestión que llama la atención de todo mercado, es la estética y pericia con que las vendedoras le presentan sus mercaderías al público. Pirámides de tomates. Igual formación adquieren las piñas gracias a las ágiles y expertas manos de una señora de ceño fruncido. En el puesto de más allá, la estética se construye con la forma de presentar la mercancía, con sus colores y con el tipo de producto que se oferta. Así, la pirámide de tomates está construida entre dos columnas de pepino: ¿os percatáis de este prodigio?. Una buena ensalada está sugerida desde ese mismo momento. Las cebollas al lado de los ajos y bajo una ristra de espinacas que cuelgan del techo de manera muy sugerente. Es decir, no sólo se ofrecen víveres. También se sugieren probabilidades culinarias. La vista como preámbulo al paladar, a las aromas... ¿os dais cuenta?.
La verdad, mi capacidad narrativa y descriptiva se queda corta frente al arte desplegado por las vendedoras. Sobre todo, cuando se trata de las frutas. Se combinan los fuertes colores de las frutas tropicales. Incluso, me atrevería a sugerir que percibo sensualidad, erotismo, sexo y placer: hacer el amor luego de saborear un jugoso mango, ¿se lo imaginan?. ¿O incluir su aroma en las aromas corpóreas presentes en el abrazo?. Como dijo un amigo en Guatemala hace unos años: la semilla del mango es lo único peludo que he succionado en estos últimos seis meses y eso es lo que me mantiene con vida... Todas esas imágenes se pueden sugerir no sólo porque yo sea un lujurioso y pervertido sin remedio sino porque están allí, presentes y dinámicas en la espera de ser descubiertas.
Traigo a mi memoria a un vendedor de piñas: de esto hace un montón de años y fue en otro mercado de otra parte del mundo. Aparte de su prosaico oficio de vendedor para ganarse el pan de cada dos o tres días, ofrecía un espectáculo gratuito frente a la vista de sus potenciales compradores. Consistía en pelar una piña sin tocarla directamente. Sólo hacía contacto con ella cuando la agarraba por la penca y cuando, con cuchillo en mano, le retiraba la cáscara y los ojos. Pero todo esto sin ningún punto de apoyo, suspendida la fruta en el aire. Y los ojos se los retiraba en espiral, sin mover el cuchillo y haciéndola girar sobre sí misma. Se cuenta fácil, pero el cristiano que escribe estas líneas nunca lo ha podido hacer. La verdad es que era un prodigio de habilidad y pericia. Luego de semejante espectáculo, iba de puesto en puesto, persona por persona y ofrecía la rebanada a 0.25 centavos de dólar. A quien se animaba a comprar, le recortaba una rebanada de la piña recién pelada con un gesto de arrogante indiferencia, como quien no se dio por enterado de lo que se acababa de presenciar por su intermedio. Les juro, amigos y amigas, que sí reunía público y aplausos. Era todo un espectáculo.
En fin: las naranjas, los guineos, mangos, ciruelas... Todo un concierto, una armonía de aromas, sabores y colores expuestos a los sentidos de quienes se permiten la pequeña e ingenua aventura de darse una vuelta por un mercado público. Como casi siempre, es García Márquez en sus mágicos relatos quien nos narra toda la maravillosa sensualidad y la sordidez de un mercado público. Así, de pasada, recuerdo la descripción del mercado que ofrece en “El otoño del patriarca”. Fue allí en donde monseñor Demtrio Aldous, el eritreno y abogado del diablo, se agarró a trompadas con alguien que habló mal de Dios. Igual, en sus artículos periodísticos, el mercado es un tema recurrente. En “Un domingo de delirio” y en “Un payaso pintado tras la puerta”, nos regala ese regusto cotidiano de los mercados. Pero en donde, para mi gusto, mejor lo logra, es en “El amor en los tiempos del cólera”. Hay muchos pasajes recreados en el ambiente de los mercados. Pero el que más me gusta es aquel en donde sigue, cual camarógrafo de cámara escondida, a Femina Daza en su primera salida por el mundo, luego que regresara de su viaje lunático tras de la poción mágica para el olvido de sus amores contrariados. Florentino Ariza siguió a su amada en todas sus vueltas, por todos los callejones y vericuetos en su búsqueda morbosa de las nuevas aromas y de los nuevos sabores de un mundo que ella apenas empezaba a conocer. Y fue allí en donde lo rechazó sin apelaciones para los próximos 53 años con sus días y noches. Fue allí donde lo rechazó sin pausas ni remedios luego de que él le advirtiera que “este no es un buen lugar para una diosa coronada...”
Pero todo lo anterior se queda corto si presto atención y pudiera retratar y pintar a los personajes, aunque fuera con trazos rústicos. La mayoría de locales y puestos de ventas están atendidos por mujeres. Matronas gordas acompañadas de sus hijos o nietos más pequeños. Mujeres envejecidas con premura y sin retorno, más viejas que los años que les ha tocado vivir. Igual aspecto tienen los pocos hombres que están presentes. Mujeres con expresiones decididas, sin miedo a nada ni a nadie. Capaces de mentarse la madre con cualquiera y de sugerir soluciones con un cuchillo de aspecto perverso y cruel en la mano. Se ríen a carcajadas y se insultan a gritos con todo el mundo: desde el proveedor de vegetales hasta con la vecina del puesto de al lado. Se comunican a gritos y sin rubor cualquier cosa. No olvido aquella vez que, mientras hacía algunas compras, una vendedora le gritó a un proveedor de guineos que ya se iba “oye, esta noche estoy en mi casa. Así que ahí te llegás pa’ mamarme la cuca”. Igual, recuerdo una ocasión en que fui a comprar unos frijoles verdes y las dos mujeres que atendía el puesto donde los encontré conversaban. Y mientras me los despachaban, una le decía a la otra que “no seas tan pendeja, gánate eso 20 dólares. Tuviera yo unos veinte años menos pa’ que viera ese viejo maricón, que yo si le hiciera el trabajo bien rapidito. A esa edad un hombre ya no aguanta nada. Dos vueltas y lo jodes de una vez...” Todo eso dicho en voz a cuello y sin prestarme la menor atención, indiferentes a mi presencia.
Y los perros. Los chuchos como le dicen acá. Son una especie intermedia entre seres humanos y mamíferos inferiores. Creo que los perros son parte del paisaje del tercer mundo. De hecho, en Nicaragua hay un refrán que dice “Sos más metido que perro en procesión de viernes santo”. Por muy sarnosos que estén, se les trata con consideraciones y ellos se saben respetados y hasta queridos. Frente a mi, en la mesa, una perra no tan vieja pero con cara de experta, conversa con una niñita de unos cuatro años. Se entiende de lo más bien y la madre de la cipotilla sabe que su hija está en buenas manos. A la vez que conversan, juegan al fútbol. La perra es la dueña de la pelota, es evidente. Se la ha prestado por un rato a la niña para jugar este partido. Los perros se mueven y deambulan con entera libertad y son conocidos por sus nombres y hasta se comentan chismes de ellos. Todo mundo sabe que Chima tuvo amores contrariados con Petrolito. Y sus respectivas amas casi llegan a las manos por culpa de semejante abuso: la dueña de Chima se siente defraudada y al borde de las lágrimas asegura que ésta era virgen y merecía algo mejor que semejante perro pulgoso, sarnoso y promiscuo. Algo mejor que ese vil chucho aguacatero... y la dueña del mentado se siente aludida e insultada, vaya usted a saber por qué.
La comida está frente a mí. Debo dejar el bolígrafo y empuñar la cuchara. No tiene mal aspecto todo lo que se me ofrece en este almuerzo. Sobre todo, si acompaño estos alimentos con una cerveza bien fría. Espero que no se reproduzca y se haga una docena porque tengo mucho que hacer para mañana. Pero las imágenes no me abandonan. No las puedo trasladar todas a un papel. Superan a mis fuerzas y a mi capacidad creativa. No es por falta de palabras, sino porque no las sé usar en toda sus extraordinarias posibilidades, en toda su prodigiosa potencialidad. El mercado es concreto y es abstracto. Este en el que estoy es concreto: lleno de gentes, de gritos, aromas, colores, perros, gatos, ratones, cucarachas y de mercaderías que son ofrecidas a consumidores potenciales. Valores de cambio próximos a convertirse en valores de uso en la cocina de alguna familia. Es el eslabón penúltimo en la larga cadena de lo que se ha dado en llamar relaciones sociales de producción en su momento de intercambio. La prodigiosa abstracción de Smith, Ricardo, Marx, Engels y Weber está expresada frente a mí: la teoría y la práctica juntas demuestran, de nuevo, que son parte indisoluble del camino de la vida. No me queda más que, antes de empezar a comer, dar gracias a mis viejos maestros y maestras, a cada mujer y hombre sencillo presentes en lugares como este, puesto que me han permitido ser este que soy: un sociólogo enamorado de su profesión, trocada desde hace muchos años en su oficio cotidiano. Gracias a ello, puedo observar todo lo que ocurre aquí con una perspectiva siempre enriquecida y enriquecedora...
San Salvador, 18 de octubre de 2003
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