Detrás de las cortinas, Alvaro traspiraba a raudales. El anunciador estaba a punto de pronunciar su nombre. Entretanto, lo describía como la revelación del momento, record de ventas en el país y en el extranjero, la promesa de Chile y varias otras frases que eran coreadas por los enardecidos chillidos de sus fanáticas, las mismas que habían engrosado su lista de gastos por concepto de camisas desgarradas, trajes estropeados, pagos extras para conseguir privacidad, autos, camuflaje, etc., etc., etc. Cuando su nombre se estiró en medio del aire enrarecido de gritos y fanfarrias, el se bebió de un trago los restos de whisky que quedaban en su copa y embistió el escenario con el impulso de su musculatura juvenil. Un millar de alaridos, una arracimada postal de rostros de muchachas histéricas y la estridente música que comenzaba a desgranarse desde los flamantes instrumentos de los músicos, lo recibieron como una marea de acontecimientos ineludibles. Al pronunciar las primeras estrofas del tema más escuchado en las radios, el ruido se transformó en algo sólido, podía oír su voz desde el retorno y la música que le acompañaba, se movía acompasadamente y era peor, el bullicio impedía que su voz troquelara esa epidermis casi córnea. Aún así, pudo finalizar el primer tema y proseguir con los demás, mientras las chicas se retorcían, lanzaban alaridos, se mesaban los cabellos y otras simplemente lloraban como si estuvieran en un velatorio. El locutor, grandilocuente y canchero, manejaba al público con su discurso impecable, reverenciando a la figura, a la estrella, a ese ser de carne y hueso que por el imperio de su voz, de la propaganda y de los medios que lo ensalzaban, tenía ese enorme poder de convocatoria. Mientras Alvaro entonaba: pediré a los cielos por ti, mi amor…pensaba sí toda esa parafernalia serviría para lograr algún objetivo concreto. Te amo te amo te amoooo –y pensaba en esa novia suya, la modelo, hermosa mujer que fuera de las vestimentas fashion, de las portadas y de esa sonrisa de dientes blanqueados, era una frágil criatura que buscaba algo de fortaleza en sus brazos cada vez más esquivos o en el sucedáneo de cristalinas copas de licor. Alvaro ya no la deseaba y en estos momentos, ella era un lastre tan grande como toda esa gloria de oropel que lo circundaba.
Cuando el recital finalizó, el aparato de seguridad se puso de inmediato en marcha. Autos que salían despavoridos por la salida principal, desconcertando a las fans que se diseminaban por la avenida persiguiendo al cantante, buscando con mendicante pertinacia una sonrisa suya o un mísero autógrafo garrapateado en una sucia libreta. Detrás, oculto en un furgón, Alvaro contemplaba con mirada triste, ese desorden establecido. Su pensamiento era errático y se alternaban en el las imágenes de esa noche monumental con las de las próximas giras, con el rostro severo de su representante, con las manos blancas y frenéticas de niñas anónimas que coreaban su nombre y muy distante y pequeña, la figura de Elena, su novia mediática, el punto exacto de equilibrio para sazonar esa fama de latin lover que se había ganado.
Esa noche durmió como todas, a saltos, sus sueños no diferían mucho de su pensamiento consciente, la diferencia estaba en la mezcolanza que se tejía en torno a esos rostros difusos, a esos pentagramas endemoniados que aparecían como enormes cartelones, a esa mujer que le pedía no sabía que cosa y que aparecía en el tumulto y en medio del frenesí de una actuación o completamente a solas en un camposanto en tinieblas. Al despertar, sabía que tendría que luchar contra todos los despropósitos de su vida, que debería encarar a Elena para apartarla de una vez y para siempre de su atareada existencia.
Los ensayos se sucedían uno tras otro. Su voz parecía carecer de matices y notaba un imperceptible desgaste en sus cuerdas vocales. Es cierto que ponía en práctica todas las técnicas y trucos para que su voz no se estropeara con el tiempo, sabía de algunos cantantes que se paseaban por los escenarios con mucho desparpajo, estafando a su público con un repertorio que se sustentaba de glorias pasadas y que era entonado una y otra vez con notas rasposas que delataban la bohemia, los vicios y el desenfreno.
Dos meses más tarde, Alvaro escuchaba el tajante diagnóstico. Estaba perdiendo la voz por causas aún no del todo claras. Elena, que aún permanecía a su lado, apretó su mano en gesto de aliento y le sonrió con su rostro de muñeca pintarrajeada. Un remolino de situaciones posibles se configuró en su mente desesperada. Había que cumplir con los contratos que se extendían por el resto del año y sobrepasaban la mitad del siguiente. Visualizó el rostro ensombrecido de su manager, el enjambre periodístico asediándolo, las multitudes clamando por su presencia y Elena a su lado, inseparablemente a su lado para atenderlo y halagarlo con una solicitud de animalito doméstico que se contenta con las simples migajas.
Esa tarde, antes de someterse al severo tratamiento que le aguardaba, terminó de escribir la que sería la última canción de su álbum: Quisiera. La melodía era el compendio de su vida y de su carrera. Las notas ordenadas estratégicamente, representaban la pugna interior con que enfrentaba esos duros momentos, sus cuestionamientos, sus reservas y el amor, el eterno amor que para el era simplemente una quimera. Su voz resentida entonó con mucho trabajo las hermosas notas. La guitarra, acunada en sus brazos, parecía condescender con su fatalidad y se dejaba desgarrar en acordes melancólicos. La melodía se escapaba por el ventanal de su departamento y buscaba oídos y alma para consolidarse por si sola. Atardecía, él también atardecía.
No pudo terminar el álbum. El tema que más lo identificaba fue cantado por Miguel, un muchachito veinteañero de muy buena presencia que al instante se ganó la adoración de un público que necesitaba ídolos para venerar. El timbre de su voz era muy similar al de Alvaro y se mimetizó bastante bien en el disco, que finalmente fue un éxito de ventas.
El recital estaba a punto de comenzar. Alvaro, junto a Elena, su hermosa lazarilla, esperaban en sus localidades preferenciales que emergiera desde la penumbra, la fosforescente figura de Miguel. El griterío era ensordecedor, las muchachas habían comenzado temprano su ritual de cánticos y coreografías y el barullo se incrementaba a medida que se acercaba el momento trascendental. Alvaro imaginó al nuevo cantante, tembloroso detrás de los cortinajes esperando el llamado de su público. El locutor comenzó su habitual mise en scene, enumerando las mil y una virtudes de la nueva estrella, luego la fanfarria y la salida vigorosa de Miguel y -acaso por solidaridad o porque la hermosa melodía, creada por Alvaro quiso encontrar el cauce de una voz melodiosa para desgranarse vivencialmente-, el frenesí fue cediendo poco a poco para dar paso a los acordes de Quisiera y Alvaro pudo escuchar como una voz muy parecida a la suya, invadía sus propias vivencias y se mimetizaba con los matices tornasolados de la canción para dedicarle a todo el mundo lo que era absolutamente intransferible: su irresoluta existencia.
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