La sandalia azul
I
Esteban no encuentra sosiego, el aire del ventilador es el maldito aliento del diablo, el calor del infierno se apropia de las paredes, la madera del respaldo de la cama hierve , cambia de posición, sobre la almohada una aureola amarillenta es el rastro de la transpiración de su nuca. Suda como nunca, la atmósfera asfixiante lo lleva a la cocina a buscar agua fresca, en la heladera las botellas vacías son una manifestación de su estado, cierra la puerta de un golpe, da un puñetazo sobre la pared azulejada, el llanto lo dobla y cae de rodillas como si ya las piernas no lo pudieran sostener. Permanece arrodillado, las convulsiones del llanto mueven su cuerpo en un ritmo acompasado, la cara enrojecida y los párpados hinchados modifican la expresión siempre distentida y despreocupada de su rostro. Una calma aparente lo deja en una actitud laxa, se acuesta en el piso boca arriba, la mirada es vacía, una tímida baba se deja entrever por la comisura del labio, coloca las manos cruzadas, una sobre otra, en el pecho como si estuviera dispuesto para que lo coloquen en una sala mortuoria. A él no lo podía suceder esto, estas cosas le pasaban a otros, pero a él no.
II
En el exilio de la tarde de verano la habitación es invadida por una luz azulada, el cuerpo de Esteban sobre el piso es una sombra entre las sombras, su piel arde, la fiebre le abre las puertas del delirio. Ella está sentada en el jardín, tiene un bonito vestido blanco, nunca la había visto tan bella, no había descubierto hasta ahora la delicadeza de sus gestos, escucha su voz suave, de una dulzura inédita. La ve lejana, desde la posición del espectador. Ella tiene las piernas cruzadas, los ojos de Esteban se detienen en el pie derecho que ella mueve con un ritmo lento, tiene puestas unas viejas sandalias azules que desnudan la piel tostada del empeine. Él observa ese pie y toma conciencia de lo bien que calza la sandalia, tantos veranos la llevó puesta, él no se había dado cuenta que le quedaba tan bien. Ella no lo mira, habla con alguien que él no alcanza a identificar, los ojos de la mujer sonríen, hay un brillo especial como si estuviera feliz, una felicidad que a él le molestó siempre, algo que él no entendía en su mujer y que cada vez que la veía sonreir le decía estúpida. Es tan real el sueño y lo conmueve tanto esta revelación que lo lleva a pararse, quiere tocarla, hablarle, acariciarla. Sale corriendo, ni siquiera sabe donde está, sólo la imagen de ella lo dirige.
III
En el mismo estado de delirio, pero con una energía inusual para sus condiciones físicas, deambula por la casa, sale al jardín, busca la reposera en la cual estaba sentada ella, la hierba crecida y las plantas amarillentas muestran el abandono de días sin agua y sin cuidado. Las voces y el ladrido de un perro que vienen de la casa vecina son los únicos signos vitales en ese atardecer de la casa de Esteban, el cual, pese al estado de ensueño, percibe. De golpe, como si hubiera recibido un cachetazo ve la realidad tal como ella se quiere presentar, la reposera, en un rincón de la galería, está prolijamente plegada, obra de su mujer, por si llueve, por si hay viento, imágenes sueltas como en una película recortada se agolpan en la memoria, en un resto de frenesí va hacia el cuartito de servicio, abre la puerta y allí sobre el piso el está tirada la sandalia azul del pie derecho como testigo del último acto realizado por ella.
Más arriba, colgando de un tirante del techo la cuerda, que la policía, por esos descuidos inexplicables, no había retirado aún.
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