Ya no existe ni banco, ni plaza,
Poca pasión ya nadie baila
Ya no encuentro ni el borde ni el asa
Poca pasión, no sé que pasa (…)
(Chiqui Pérez)
Llegó a la conclusión de que, después de todo, no era tan malo almorzar sola. Se acercó hasta una tienda de comidas preparadas que estaba cerca de su trabajo y se inclinó por una ensalada con queso.
-Ah! Y no te olvides de ponerme un tenedor… hoy soy una mujer sin casa…
Con la ensalada en un pequeño recipiente de plástico transparente se dirigió hacia una plaza cercana, aunque antes de llegar, tuvo que detenerse en la frutería porque, al pasar por delante de la misma, una caja atiborrada de mandarinas parecía que la estaban llamando a gritos y no pudo resistirse.
Llegó a la plaza con aire de despiste, mientras leía la columna de Millás en El País. A ella le gustaba llamarla plaza, probablemente por llevarle la contraria a los oriundos del lugar, quienes, ostentosamente denominaban a aquel trozo de cemento con árboles, parque.
No era una plaza fea, ni mucho menos. En el centro de la misma hay un gran círculo de césped con un seto de geráneos rojos, desde donde surgen senderos en dirección a los cuatro puntos cardinales, uniéndose entre sí por un pequeño sendero circular que rodea toda la plaza. En los islotes que quedan definidos entre ellos hay plantada una gran variedad de árboles, pero sobre todo destacan las palmeras y los dragos de mediana edad; también hay otros, que presentan un aspecto retorcido, como las sabinas de El Hierro, los cuales continuamente están dejando caer hojas, ramitas y pequeños frutos, como quien pretende llamar la atención de los viandantes para que levanten la cabeza y miren a su alrededor.
Decidió sentarse en el sendero que podríamos bautizar como “del Sur”, en uno de los bancos de piedra que estaban situados a ambos lados del mismo. Daba el sol, pero éste no era lo suficientemente fuerte como para que le molestase, al contrario, le producía una agradable sensación de bienestar. Se sentó apoyada en uno de los laterales del banco, con los pies sobre el mismo, para poder sostener el periódico y la ensalada al mismo tiempo. Abrió el recipiente y comenzó a disfrutar de su almuerzo. El artículo que acababa de leer hablaba sobre la necesidad que tenemos las personas de comunicarnos con otras en una época en que cada vez hay más medios y, al mismo tiempo, menos habilidad. Estaba tan concentrada que no se percató de que había un señor barriendo las hojas caídas con una gran rama de palmera, casi hasta que llegó a su banco.
- Cuidado no me barra los pies, no sea que no me vaya a poder casar!!
- Hay, mi niña… con lo bien que estás tú ahí, disfrutando de ese momento de tranquilidad!! Tú crees que si tuvieras un marido y dos o tres chiquillos ibas a poder hacerlo?
- Probablemente no.
- De cualquier modo, hoy en día, es lo mismo estar casado como no estarlo, la diferencia solamente está en tener un papel firmado que lo que quita es libertad. Antes, en mis tiempos sí era importante, porque era la manera en que las mujeres podían salir de la casa del padre, pero ya hemos pasado esa época. Actualmente ustedes están mejor formadas que nosotros, cada vez adquieren puestos de mayor responsabilidad y ganan más dinero. Ya no nos necesitan.
- Trabajo nos ha costado, oiga! Y aún hoy en día hay lugares en el mundo donde a las mujeres se las mata a pedradas por ser infieles a sus maridos.
- Sí, lo sé, pero si nos centramos en nuestro entorno, en Europa, ustedes son las que llevan el mando. Sin ir más lejos, mire, yo tengo un compañero que aquí en el trabajo es todo un machista y no para de decir que él en su casa no colabora, que para eso está su mujer. Pues, sabe usted? Un día tuvimos que ir a buscarlo a su casa y allí estaba, con el delantal puesto, lavando los platos. La realidad es que somos unos peleles en sus manos, hacen de nosotros lo que quieren.
Mientras tanto, ella ya había terminado su ensalada, y había pasado a las mandarinas, quedando sus manos con aquel aroma a la vez ácido y dulzón que tanto le gustaba. El jugo de la mandarina le chorreaba entre los dedos y mordía los cascos a trocitos, para poder mantener la conversación. Pensaba en lo curiosa que era la situación, dos personas que no se conocen charlando gratamente sobre el poder adquirido de las mujeres: un hombre a quien le corren las gotas de sudor por la cara de tanto trabajar y una mujer que disfruta sentada de su tiempo libre, después de un número determinado de horas dedicadas a un trabajo, donde es poco probable que le caigan gotitas desde las sienes, y por el cual tendrá un sueldo quizás del doble que su compañero de charla. Pensó que era cierto, las cosas, en algunos sentidos, están cambiando.
Cuando terminó el último gajo de la mandarina, el señor barrendero interpretó que era el momento de continuar con su tarea y con una sonrisa le deseó una buena tarde, no sin antes comentarle que aquellos árboles eran su desgracia y todo porque no le dejaban una moto sierra, si no, ya verían… ya…
Continuó mirando el periódico, aunque ya sin mucho interés. De modo que se dedicó a observar a su alrededor, quizás respondiendo a la llamada de atención de los árboles que hacían las delicias de aquel señor. Había muchas mariposas blancas revoloteando entre la hierba y palomas que hacían de los senderos verdaderas pistas de vuelo sin simulador. El banco de al lado estaba ocupado por una pareja que se fumaba un porro; un poco más allá dos chicas tomaban el sol tumbadas sobre otro banco. Un señor mayor pasó y al mirarle a los ojos le dijo un tímido “hasta luego”, no estando muy seguro de si conocía a la chica del banco o no; quizás aún se lo pregunte. Siempre pensaba lo mismo cuando se cruzaba con la gente por la calle… ¿por qué solamente sonríen si conocen a la otra persona?
Logró distinguir al menos tres tipos distintos de trinar, entre los ruidos de los escapes de los coches y los pitidos desesperados de los conductores ruidosos. Decidió focalizar su atención en el trinar de los pájaros y, ayudándose por los cálidos rayos de sol que le llegaban desde su derecha y la suave brisa que le acariciaba la piel, simplemente disfrutó de del lugar y del momento.
Con las pilas cargadas, se decidió a recoger los enseres; mientras lo hacía, vio pasar a la pareja del banco de al lado. La chica vestía con una falda marrón que le tapaba la rodilla, una camiseta de tirantes y sandalias de cuero, el pelo largo, ondulado y una cara con rasgos agradables. Se miraron como si existiera alguna especie de secreta unión entre ellas y se dedicaron mutuamente una sonrisa. En aquel momento pensó que era una pena que la mayoría de las personas que por allí paseaban no valoraran la importancia de sonreír, de levantar la vista del sendero de la plaza para mirar lo que había a su alrededor y no ser meros autómatas que pasan por la vida sin que la vida pase por ellos. Si por ella fuera, inculcaría una “cultura alternativa”, en la que sería primordial aprender a sonreír como fuente de sentir y proporcionar placer…
Ay! -pensó- si en realidad las mujeres mandaran…
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