La luna llena acompañaba los pasos de los amantes. Quinceañeros ellos, cada segundo vivido era una experiencia nueva. Él estaba nervioso, nunca había besado a una chica y estaba seguro que aquella noche sería la primera. ¡Qué fantásticos tesoros se esconderían tras aquellos labios! La magia del momento, el sueño hecho realidad y su preciosa niña a su lado. Para ella la situación era diferente. Estaba tan nerviosa como él pero calculaba la situación. Lo había hablado mil veces con sus amigas y su prima mayor le había dado algunos consejos. “Abre la boca lentamente y le metes la lengua entre los labios. El resto llegará por sí solo”.
La playa, salpicada de parejas ocupadas en ritos de lujuria y pasión, tenía una luz plateada al paso del amor más puro. Ellos, agarrados por la cintura y rozando la veintena, iban a hacer el amor por primera vez. Ella estaba confusa. Sabía que él era el chico con el que quería hacerlo. Quería darle su flor, pero no estaba segura de si aquel era el momento oportuno. En cualquier caso, las historias de vírgenes sangrantes y de polvos frustrados le habían hecho temer que esa primera vez terminara siendo desastrosa. Le miró a los ojos y él clavó los suyos en sus pupilas. Sin duda, quería hacerlo. Era su chica. La quiso desde siempre y jamás querría a otra igual. En su pantalón, impaciente, esperaba un preservativo. Sabía que aquel día harían el amor, que bajo la impertinente mirada de millones de estrellas le daría su corazón para siempre. Eran las dos de la mañana y la pasión estaba a punto de desatarse.
Las olas se estrellaban contra la orilla suavemente, como si el viento meciera la cuna del mar. Algunos borrachos estaban en el agua bañándose y desafiando a Poseidón. Ella, con los ojos bañados en lágrimas, miraba al infinito. Estaba sola y había acudido a su altar especial a llorar de pena. Contaba ya con 25 años y su mundo se derrumbaba. Todo su amor se diluía sin encontrar una explicación. Tenía que estar en la playa. Corrió a buscarla. El corazón se le partía a cada zancada y lloraba de pena por lo que se temía. Allí estaba. Sentada sobre la arena. Preciosa. Se acercó por detrás y se sentó a su lado. Se miraron a los ojos sin decirse nada. En silencio. Durante un minuto eterno pasaron diez años de amor. Sin darse cuenta, sin darse explicaciones, se besaron e hicieron el amor.
La luna empezaba a caer sobre el mar. Sus cuerpos desnudos se abrazaban y se aplastaban contra la arena. Ella, cada vez que hacían el amor, quería quedarse abrazada a él. Quería tenerle cerca, quería sentirle y olerle. Aquel día, él le miraba de una forma diferente. Tras hacer el amor, tenía que lanzarse. Lo sabía. Ya estaban abrazados otra vez. Le encantaba abrazarla para que sintiera que la protegía. Pero estaba nervioso. Iba a hacer algo que ella no esperaba. Buscó entres sus pantalones, que estaban arremolinados en la arena, y sacó un precioso anillo de oro. Se lo dio, y con la voz temblorosa le dijo: “¿Quieres casarte conmigo?”.
La noche había sido loca. No habían bebido casi pero estaban felices y riendo. Ya casi amanecía sobre la playa y era el último día de sus vacaciones. Desde la playa se veían los primeros pesqueros que iban a faenar a alta mar. Era el momento de decírselo. Se le veía contento y feliz y seguramente sería la mejor noticia que podía recibir para culminar aquellas vacaciones de ensueño. Ambos superaban ya los treinta y era el momento adecuado. Estaba más guapa que nunca. Su larga melena morena al viento dejaba los destellos de las últimas estrellas que flotaban en el cielo. Sus ojos eran dos luceros de amor y su cuerpo se contorneaba de un lado para otro hipnotizándole. Sin que se diera cuenta, se acercó a ella y cuando la tenía entre los brazos ella le puso los labios en la oreja y le dijo: “Estoy embarazada”. Él no dijo nada. Se quedó parado. Su piel se blanqueó suavemente y se fue al suelo de espaldas.
Poco a poco, el sol ascendía sobre el cielo. El astro rey bañaba con un chorro de oro al mar y las pisadas octogenarias de dos almas gemelas circulaban por la ya cálida arena. Sus corazones latían al mismo tiempo, sus vidas, unidas por un hilo eterno habían pasado por todo tipo de aventuras y desventuras. Cogidos de las manos, ya arrugadas por el desgaste de los días, los meses y los años, apreciaban el suave susurro de la brisa sobre sus rostros. Las gaviotas ya estaban revueltas en el cielo y en el mar cuando él se detuvo. A través de sus ojos sentía como el corazón de su mujer se estremecía. Su pelo blanco se movía al viento. Seguía siendo hermoso y amable. Parecía que iba a decir algo y prefirió mirarle esperando sus palabras. No se atrevía. Era extraño. Habían pasado 65 años después de su primer beso y él seguía emocionándose con estas cosas. Dudó, pero la fortaleza de su esposa que le miraba con ojos de deseo le devolvió una renovada energía. Como aquella noche, en la que dos quinceañeros sellaron un pacto de amor eterno con un beso inocente, tomó aire y le dijo: “Te quiero”.
Viernes, 9 de julio de 2004. Murcia.
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