Autor: Víctor Montoya
Se ha dicho muchas veces que los cuentos populares encierran una serie de “crueldades”, que no son aptas para el desarrollo emocional del niño y cuyas lecturas pueden estimular su agresividad. Los críticos consideran que varios de los cuentos populares, rescatados de la tradición oral por los hermanos Grimm y Charles Perrault, al menos en sus versiones originales, deben ser leídos sólo por los adultos, aun sabiendo que los niños, como todos los humanos, no están al margen de los actos de violencia y las “crueldades”, que a diario experimentan a través de las pantallas de la televisión o en la vida cotidiana.
Los instintos primarios y reprimidos, como es el caso de la agresión, pueden aflorar en cualquier momento y hasta dominar sobre la parte racional y consciente del niño, pues todos los individuos cargan genéticamente un instinto de agresión en la parte más irracional e inconsciente de su ser. No obstante, como bien apunta el psicoanalista Bruno Bettelheim: “La creencia común de los padres es que el niño debe ser apartado de lo que más le preocupa: sus ansiedades desconocidas y sin forma, y sus caóticas, airadas e incluso violentas fantasías. Muchos padres están convencidos de que los niños deberían presenciar tan sólo la realidad consciente o las imágenes agradables y que colman sus deseos, es decir, deberían conocer únicamente el lado bueno de las cosas. Pero este mundo de una sola cara nutre a la mente de modo unilateral, pues la vida real no siempre es agradable” (Bettelheim, B., 1986, p. 14-15).
Mucho antes de que exista una literatura escrita exclusivamente para niños, los cuentos populares -de hadas, ogros y princesas- se transmitían a través de la tradición oral y de generación en generación. Durante siglos, quizás milenios, los cuentos eran contados entre los adultos; empero, de tanto repetirse una y otra vez, llegaron también a gustar a los niños no sólo por el poder de la fantasía que alimenta el desarrollo de su personalidad, sino también porque abordan temas que les toca de cerca. Así pues, los cuentos populares se han convertido en un tesoro invalorable para los niños, incluso cuando no existía una literatura infantil propiamente dicha y en épocas en que la pedagogía no había advertido su importancia.
Con el transcurso del tiempo, los cuentos populares sufrieron una serie de mutilaciones tanto en la forma como en el contenido, y muchas de las adaptaciones, lejos de mejorar el valor ético y estético del cuento, tuvieron la intención de moralizar y censurar las partes “crueles”, arguyendo que la violencia era un hecho ajeno a la realidad del niño y algo impropio en la literatura infantil. De cualquier modo, una cosa es mutilar el contenido de un cuento, y, otra muy distinta, adaptarlo al nivel lingüístico o al desarrollo cognoscitivo del niño, quien, para gozar de la lectura, requiere comprender el léxico y la sintaxis del texto. Esto implica, por ejemplo, simplificar las descripciones largas, las frases irónicas y las moralejas, debido a que éstas son incomprensibles para los niños que no han alcanzado la etapa del razonamiento lógico, sobre todo, si consideramos los preceptos de la psicología evolutiva.
Si bien es cierto que la literatura infantil estimula la fantasía del niño y cumple una función terapéutica, es también cierto que los cuentos llamados “crueles” no tienen por qué ser censurados ni rechazados; por el contrario, deben ser presentados con un sentido crítico, ya que el propio niño vive en un mundo que no es un paraíso, sino un territorio lleno de tragedias e injusticias. Es más, los cuentos populares, al mismo tiempo que entretienen al niño, le ayudan a comprenderse mejor a sí mismo y contribuyen al desarrollo de su personalidad; claro está, cuando y siempre se los conserve y cuente en su forma original, pues cualquier tipo de mutilación que sufran sus partes más violentas no hará otra cosa que restarle importancia al cuento y malograr su contenido literario que, como en toda obra de arte bien concebida, es perfectamente comprensible para el niño.
Ahora bien, ¿vale la pena poner al alcance de los niños los cuentos populares que encierras una cantidad inverosímil de crueldades y violencia? No creo que baste con abolirse las escenas más desagradables o explicarles a los niños que las “crueldades” corresponden a la fantasía del autor y a una época pretérita en la historia, porque esto implicaría cubrir con un manto las violencias que a diario se comenten contra millones de niño en todo el mundo. ¿Quién no ha recibido una bofetada en su infancia? Probablemente muchos. ¿Cuántos niños fallecen a consecuencia del martirio causado por los mayores? El síndrome del apaleamiento es cada vez más frecuente no sólo en los hogares, sino también en los recintos de enseñanza, donde los profesores maltratan a los alumnos, sujetos al precepto de que la “letra con sangre entra”. En verdad, nada pudo contra este mal de todos los tiempos, ni siquiera la Declaración de Ginebra, en 1924, ni la Asamblea General de las Naciones Unidas, ni el famoso “Año Internacional del Niño”, celebrado en 1980.
Sólo en Latinoamérica mueren cada año, por golpes recibidos en el hogar, tantos niños como mueren en los accidentes de tráfico, y se habla de cifras alarmantes de niños permanentemente lesionados por idénticos motivos. Sin ir más lejos, en cualquier escuela primaria, el maestro puede advertir las huellas que deja la violencia en el semblante y la conducta de un niño que es objeto de maltratos. Es decir, hay quienes no necesitan leer los cuentos “crueles” de los hermanos Grimm y Charles Perrault para comprender las consecuencias negativas del castigo, puesto que ellos mismos, en algún momento de su vida, han sentido el dolor en carne propia. La violencia no es un hecho ajeno a la experiencia cotidiana del niño, quien, cada día y durante horas, se hace testigo de escenas “crueles” a través del cine, la televisión y las revistas de series, donde se cuentan historias que tienen como tema central la violencia. Éste es el caso de Tom y Jerry, un gato voraz y un ratón astuto que enseñan a los niños las maneras más sofisticadas de vengarse y eliminar al adversario.
La realidad nos enseña que no hay por qué censurar ni clasificar como “malos” los cuentos que abordan el tema de la violencia; por el contrario, la lectura de los cuentos populares tiene un sentido terapéutico por medio del cual el niño puede resolver sus conflictos emocionales internos. Para Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, la fantasía es un medio que le permite al niño cumplir con un deseo frustrado, como si la fantasía fuese una suerte de corrector de la realidad insatisfecha. De este mismo modo, la lectura de los cuentos populares, al influir en su mundo inconsciente, le permite elaborar los conflictos internos y resolverlos en un plano consciente. Si bien es cierto que el niño experimenta angustia mientras lee “Caperucita Roja”, es también cierto que siente una enorme satisfacción cuando sabe que Caperucita es liberada por el cazador, quien da muerte al lobo feroz. Una sensación parecida le causa la lectura de "Cenicienta", una adolescente que sufre el desprecio de la madrastra y las hermanastras, hasta el día en que se le aparece un hada que la ayuda y un príncipe que la convierte en su esposa.
En el cuento de “Blancanieves”, la madrastra perversa, que siente celos y envidia por la juventud y belleza de su hijastra, ordena a uno de sus súbditos quitarle la vida. Pero éste, en lugar de consumar el crimen, la abandona en el bosque, donde Blancanieves se refugia en la cabaña de los siete enanitos, hasta el día en que su madrastra, disfrazada de bruja, le da de comer una manzana envenenada. Cuando Blancanieves yace en el féretro de cristal, lista para ser sepultada por los siete enanitos, aparece el príncipe que la resucita con un beso y se la lleva a vivir en su castillo.
Las escenas de “crueldad” se repiten una y otra vez en los cuentos populares. Así, en “Pulgarcito“, el ogro quiere degollar y comerse a los siete hermanos, del mismo modo como la bruja quiere matar y comerse a “Hansel y Gretel” en la casa de chocolate. En ambos cuentos, aparte de que la monstruosidad humana está simbolizada en el ogro y la bruja -enemigos temibles-, la inteligencia infantil está encarnada por los protagonistas menores que se libran de una muerte atroz y retornan a sus hogares, donde son recibidos por sus padres con la esperanza de vivir felices por el resto de sus días.
No cabe duda que los cuentos populares, tanto por la trama como por el desenlace, sean excelentes recursos terapéuticos que ayudan al niño a resolver sus ataduras emocionales y forjar una personalidad más equilibrada. Según Bruno Bettelheim: “Los cuentos de hadas tienen un valor inestimable, puesto que ofrecen a la imaginación del niño nuevas dimensiones a las que le sería imposible llegar por sí solo. Todavía hay algo más importante, la forma y la estructura de los cuentos de hadas sugieren al niño imágenes que le servirán para estructurar sus propios ensueños y canalizar mejor su vida (...) Los cuentos de hadas transmiten a los niños, de diversas maneras: que la lucha contra las serias dificultades de la vida es inevitable, es parte intrínseca de la existencia humana; pero si uno no huye, sino que se enfrenta a las privaciones inesperadas y a menudo injustas, llega a dominar todos los obstáculos alzándose, al fin, victorioso (...) Las historias modernas que se escriben para los niños evitan, generalmente, estos problemas existenciales, aunque sean cruciales para todos nosotros. El niño necesita más que nadie que se le den sugerencias, en forma simbólica, de cómo debe tratar con dichas historias y avanzar sin peligro hacia la madurez. Las historias ‘seguras’ no mencionan ni la muerte ni el envejecimiento, límites de nuestra existencia, ni el deseo de la vida eterna. Mientras que, por el contrario, los cuentos de hadas enfrentan debidamente al niño con los conflictos humanos básicos“ (Bettelheim, B., 1986, p. 14-16).
En el amplio espectro de la literatura infantil, existen algunos cuentos que son más “crueles” que otros. Aquí tenemos, por mencionar algunos casos, “El enebro”, un cuento trascrito de la tradición oral por los hermanos Grimm: La madre muere al nacer su hijo. La madrastra llega a tener una hija y odia al hijastro. Lo mata. Involucra a la hija para dominarla. Alimenta al padre con la carne del hijo. El pájaro del enebro (un arbusto), que en realidad simboliza a la madre, resucita al hijo cuando la madrastra es triturada por las muelas del molino. Otro cuento, del autor francés Charles Perrault, es el famoso “Barba Azul”, quien degüella a sus esposas la primera noche de bodas. A la última de ellas le entrega una llave, que tiene una huella indeleble de sangre, y le advierte no abrir la puerta prohibida de la habitación secreta. Pero ella, sin resistir a la tentación de la curiosidad y desoyendo las advertencias, abre la puerta prohibida y encuentra, en medio de una escena bañada de sangre, los cadáveres de las anteriores mujeres de Barba Azul, quien, luego de sorprenderla delante de la macabra escena, la condena a morir como a sus predecesoras por el simple hecho de haberle desobedecido. Y, aunque al final el esposo-monstruo recibe el castigo que se merece, no es seguro que el niño se sienta completamente aliviado, pues este cuento escalofriante, que narra la “cruel” historia de un hombre acomodado, no es tan fácil de comprenderlo si, al menos, carece de magia y no ocurre nada de maravillo en la trama ni el desenlace.
El tema del esposo-monstruo, los reyes o príncipes encantados, es frecuente en los cuentos populares, en los cuales aparece un personaje convertido en animal o monstruo por actos de hechicería, como en “La Bella y la Bestia”, “El cerdo encantado” y “El rey sapo”. En otros cuentos aparecen las “damiselas venenosas” (como las llaman en Oriente). Se trata de hermosas mujeres que esconden armas blancas en el cuerpo o un brebaje venenoso con el que matan a sus esposos la primera noche de bodas, y, por supuesto, no se debe olvidar la maldad femenina encarnada en las madrastras “crueles” tanto de Blancanieves como de Cenicienta.
Según M-L. von Franz , “muchísimos mitos y cuentos de hadas hablan de un príncipe convertido por hechicería en un animal salvaje o en un monstruo, que es redimido por el amor de una doncella: un proceso que simboliza la forma en que el ánimus se hace consciente (como en el caso de la Bella y la Bestia). Muy frecuentemente, a la heroína no se le permite hacer preguntas acerca de su misterioso y desconocido enamorado y esposo; o se encuentra con él solo en la oscuridad y jamás debe mirarlo. Esto implica que, por confianza y amor ciegos hacia él, ella podrá redimir a su marido. Pero eso jamás sucede. Ella siempre rompe su promesa y, al final, encuentra a su marido otra vez después de una búsqueda larga y difícil y de muchos sufrimientos (Von Franz, M-L., 1995, p. 193-94). Así, en muchos mitos, el amante de una mujer es una figura misteriosa que ella nunca debe ver. El ejemplo está en la doncella Psique, quien era amada por Eros, pero tenía prohibido que intentara mirarlo. Casualmente lo hizo una vez y él la abandonó; ella pudo recuperar su amor solo después de larga búsqueda y muchos sufrimientos.
Asimismo, “La figura de una muchachita deforme aparece en numerosos cuentos de hadas. En esos cuentos la fealdad de la joroba suele esconder una gran belleza que se descubre cuando el ‘hombre adecuado’ viene a liberar a la muchacha de su mágico encantamiento, generalmente con un beso” (Jocobi, J., 1995, p. 289).
Quizás por ello, varios de los cuentos censurados por la pedagogía y la psicología, siguen siendo los mejores espejos que reflejan ese mundo cruel y violento del cual son víctimas y testigos los niños. Valga citar algunos de los “cuentos crueles” de la literatura infantil:
-“Piel de asno”, un rey que enviuda y quiere casarse con su propia hija, la misma que huye horrorizada del palacio.
-“Hansel y Gretel”, los pequeños héroes que son abandonados en un bosque tenebroso, debido a que sus padres, pobres leñadores, no tienen qué darles de comer.
-“Caperucita Roja”, la historia despiadada de un lobo que devora a una anciana y su nieta, quien se entretuvo en el bosque desobedeciendo las recomendaciones de su madre.
-“Grisalida”, un hombre somete a su mujer a todo tipo de suplicios morales -le quita a su hija- para poner a prueba su paciencia y sumisión.
-“La bella durmiente”, cuya versión original no termina con la feliz boda, sino en la horrible muerte de la madre del príncipe, que cae a un cubil lleno de serpientes y sapos venenosos, muerte que, en realidad, estaba destinada a la esposa de su hijo.
-“Alí Baba” y el terrible descuartizamiento que se lee en sus páginas, estremece al más experimentado lector de las crónicas de crímenes que a diario se publican en la prensa.
Para algunos críticos, partidarios de la censura y la moralización, ni siquiera los cuentos de HC. Andersen reúnen las condiciones necesarias para ser catalogados dentro del marco de la literatura infantil, puesto que el dolor y la “crueldad” descritos en algunos de ellos, como en “Claus grande y Claus chico”, se tornan en escenas inapropiadas para la lectura de los niños. Sin embargo, se debe aclarar que los cuentos de Andersen, así sean tristes, y a veces demasiado tristes, son cuentos que apasionan a los niños no sólo porque su honda sensibilidad poética hace más leve el dolor, sino también porque sus protagonistas, a pesar de las peripecias y adversidades de la vida, tienen la magia de tener un final feliz como en “El patito feo”.
Las escenas de violencia en los cuentos populares confirman la regla de que nadie está libre de esta conducta negativa que forma parte de la personalidad humana, y que, por mucho que los censores tiendan a eliminar la violencia en los cuentos infantiles, los niños seguirán exigiendo que se los lean, una y otra vez, las escenas “crueles” en Cenicienta, Blancanieves o Caperucita Roja; esos cuentos que tienen la magia de despertarles su fantasía y ayudarles a resolver sus conflictos emocionales, pues quién no recuerda la escena “cruel” en que Caperucita, ya despojada de su capita roja y recostada junto al lobo disfrazado con el camisón de la abuelita, le pregunta con voz temblorosa:
“-Abuela, ¡qué brazos tan largos tienes!
-Es para abrazarte mejor, hija mía.
-Abuela, ¡qué piernas tan largas tienes!
-Es para correr mejor, hija mía.
-Abuela, ¡qué orejas tan grandes tienes!
-Es para oír mejor, hija mía.
-Abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes!
-Es para ver mejor, hija mía.
-Abuela, ¡qué dientes tan grandes tienes!
-¡Es para comerte!...” (Cuentos de Perrault, 1975, p. 92).
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