Ya no podían recordar el fragor de la batalla. Habían pasado a engrosar las filas del bando de las víctimas desconocidas. Los trasladaron desde aquel gran campo, donde habían estado concentrados, pero sin aparente mejora de las condiciones a las que antes fueron sometidos. Si allí la suerte se dirimía por un fortuito azar, ignorado por los encerrados, aquí la situación no variaba en conjunto, sino que, incluso, se añadían severas complicaciones, que imposibilitaban mantener una moral digna en el transcurrir cotidiano. En su penoso cautiverio había visto desaparecer multitud de compañeros de celda y, ahora, compartía el apretado espacio del nuevo lugar con varios de ellos, algunos dañados por la tortura y la extorsión continua. La única luz que inundaba el recinto provenía del amplio portón, tras el que eran custodiados. El momento en que se abría era el más temido y, aunque solidarios en su temeroso penar, cada uno se estremecía ante la inminencia del final cercano. Esta vez, apareció el fiero guardián de enormes facciones y rostro barbudo, sus manos gordas y fuertes empujaron fuera de la celda a uno de los más jóvenes. Los demás respiraron sudorosos, agolpados en la oscuridad y, en silencio, se preguntaban cuánto tardaría en regresar o cuándo llegaría su turno. Todos tenían una historia detrás, aparte de aquel código de barras que les marcaba la espalda. Si alguna vez conocieron tiempos mejores, ninguno lo recordaba ahora, pues su vida pendía de un inseguro hilo, tan débil que para otro tipo de seres no existía ni merecía consideración.
Cuando se abrió de nuevo el portón principal, contuvieron el aliento. El joven compañero regresó más delgado y desmejorado, su aspecto debilitado, daba lástima y, exhausto, se lamentó del maltrato sufrido. Los demás cruzaban miradas, inútiles ante el suplicio, incapaces de tomar una determinación que resolviera su encarcelado futuro. No sucumbir al derrumbe psicológico que representaba este constante fluir de atropellos se había convertido en el objetivo victorioso de la supervivencia...
–...Resistir es vencer. –le oyó decir al compañero de al lado.
Lo había oído tantas veces que ya no encontraba consuelo en la desgracia ajena, sobre todo, cuando le tocó el turno a él. Entonces era diferente, entonces hasta sobraban las palabras, no sobraban los lamentos porque nada había capaz de acallarlos. Ahora ya sabía que volvería a repetir la fatal experiencia, que se sucederían las dudas e inquietudes, a cada instante, y que, en un lento suceder de miedos y castigos, acabaría extinguiéndose en su mísero encierro sin opción a plantear oposición alguna. Mientras tanto, hasta que sus fuerzas quedaran mermadas, pagaba la novatada de los comienzos, y llevado por el fragor de la circunstancia, en ardiente mitin a los compañeros cautivos, amenazaba con salir de allí algún día, y dar a conocer los hechos... Sin embargo, al día siguiente, volvieron a sacarlo de la celda y su cabeza calva fue restregada hasta desgastarse en la axila velluda del guardián...
–¡Llegará el día en que mi mensaje se expandirá a los cuatro vientos! –susurró a su regreso...
El agua de colonia y el dentífrico suspiraron resignados ante los improperios del desodorante, que hundía sus penas en la oscuridad de la celda, mientras el resto de sus compañeros le disculpaban.
El autor.
luistamargo@telepolis.com
*”Es una Colección de Cuadernos con Corazón”, de Luis Tamargo.-
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*Es una Colección "Son Relatos”, (c) Luis Tamargo.-
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