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Nada más salir de la autovía del Nordeste en Medinaceli para coger la carretera que te lleva a Soria un coche de la Guardia Civil cierra el paso y los dos agentes dan órdenes a los vehículos para que vuelvan a coger el camino de antes y lo prolonguen hasta treinta kilómetros más abajo. Un empleado de piel negra vestido con casco, mono azul y chaleco de rayas verdes fosforescentes está despatarrado en el desvío portando una señal con una flecha: “Están poniendo barrenos para enderezar unas curvas”, dice a quien le pregunta qué pasa, que somos todos, por lo que se forma una gran cola.

Me meto, pues, por el valle del río Jalón cuando son cerca de las tres de la tarde y me viene a la memoria una copla que cantaba un compañero mío de mili: “Para cantar bien la jota – de la ribera el Jalón – hay que nacer en Cetina – o en Alhama de Aragón”. Pensaba llegar a comer en mi casa, en Nepas, a ver qué tal está mi madre tras su delicada operación en los ojos, pero entre que he venido despacio para disfrutar de los discos de Sabina, que hacía tiempo no escuchaba, y este rodeo, decido parar a comer en el restaurante que está a la espalda de la vieja estación de Santa María de Huerta, y que probé hace un año después de recorrer el formidable monasterio cisterciense. Digo antigua estación porque, aunque está allí, en la línea Madrid-Zaragoza-Barcelona, ya no paran los trenes, todos pasan de largo.

El restaurante tiene encima de la puerta de hierro un tablón de madera que pone “BAR CAFETERÍA”, como si CAFETERÍA fuera el nombre del bar. La estancia es modesta: suelo de baldosas, mostrador, puerta de acceso a la cocina, de los retretes en el otro extremo y siete mesas preparadas con mantel de papel sobre un hule verdoso, todas vacías. Según entro, el dueño apaga el televisor que hay en lo alto de un rincón y me da las buenas tardes.

- ¿Aún es tiempo de comer o han cerrado? – pregunto.
- Puede comer, y bien ancho – me responde él, que es alto, delgado y calvo. Y añade-: tiene usted una borraja estupenda.
- Borraja de primero –digo. Me da la carta, plastificada, de dos hojas, y pido el segundo-: rabo de toro.
- La borraja está recogida de mi huerta esta mañana a las siete. Con linterna he tenido que ir. Ya verá usted qué delicia.
Se va para la cocina y le canta los platos a la mujer. Las paredes de yeso están barnizadas de miel y en el centro hay dos postes de hierro iguales a esos que sostienen las marquesinas de las pequeñas estaciones de ferrocarril. No hay música de fondo ni zumbido de moscas, que el frío de finales de diciembre las ha espantado a lugares más cálidos. Sólo se oye el ajetreo de la cocinera y mi conversación con su marido.
- Aquí los fines de semana no paramos, pero el resto de los días, na de na.
- A la capital nos tendríamos que ir- dice la mujer desde allá, asomando la cabeza-, en vez de estar aquí.
- Ayer mismo –dice él- dimos cuarenta comidas.
- Ayer era lunes – le recuerdo.
- Ya, pues es verdad, no sé qué les pasaría, pero a esta hora estaba todo lleno.
Me sirve la comida y me trae un puchero de barro con vino negro y áspero. Le cuento al hombre el corte de la carretera y coincidimos en que ya iba siendo hora de que se acordaran de Soria.
- El dinero se lo llevan los de Madrid, de Barcelona y cuatro más, y a los demás que nos den por el saco –dice, le doy la razón y sigue-: Ahí delante, antes de llegar a Ariza, tiene usted el desvío de Almazán, y desde allí, en un instante, a Soria.
Viene la cocinera, robusta, rubia y sonriente, con delantal blanco.
- Al postre le voy a invitar yo- dice-, natillas o arroz con leche. Lo han hecho estas manos.
- Pues arroz con leche. Y un poco de canela si no es mucho pedir.
- Faltaría más.
Termino de comer. La borraja era exquisita, y el rabo, mejor si cabe. Pago en el mostrador, junto a la caja. Sale otra vez la cocinera.
- Ya le digo yo a este hombre, ¿qué hacemos aquí, si no somos más de cuatro gatos en el pueblo? Podíamos irnos a la capital a que conocieran mis guisos. Cuatro y nos llevamos mal. Antes había más vecindad, más cariño, ahora todo son cotilleos, cada uno va a lo suyo. En cambio en la capital, como no se conocen…
- No se crea- le corrijo- en los barrios pasa igual.
Dejo atrás al bar sin nombre y me acerco a la estación, separada de la vía electrificada por una valla metálica. Cuando era más joven viajé en sucios trenes que iban hacia el norte, cuenta Sabina en una de sus primeras canciones. Cuando yo era más joven también viajaba en los vagones de tercera de aquellos trenes que tenían bancos con listones de madera y que paraban en todas las estaciones. En algunas de ellas bajábamos en tropel para comprar en la cantina un bocadillo, para llenar de vino la bota, y volvíamos al tren a cantar, a contar chistes, a gastar bromas, a ligar alguna chica. ¡Ese era, tanto a la ida como a la vuelta, el mejor día de las vacaciones estudiantiles! Se oye un potente silbato y pasa delante de mí un tren bajito, articulado e interminable a tanta velocidad que no me da tiempo a ver la cara de las personas tras las ventanas. La trasera del último vagón arrastra papeles, plásticos, hojarascas y mi propia mirada, hasta que el convoy desaparece en una curva. Entonces, el paisaje vuelve a quedarse mudo, quieto, expectante.

Nada más salir de Santa María veo un cartel pequeño que indica Almazán. Este desvío no es el que me ha dicho el calvo, pero lo tomo para conocer una ruta por la que no he pasado jamás. La carretera es muy estrecha y el paisaje, modesto. Todo es modesto por aquí, sencillo, sin pretensiones: estribaciones finales de alguna cordillera, cerros bajos y redondeados por los siglos de erosiones; lomas suaves que permiten el labrantío; arroyuelos que se secan en verano; campos ondulados de horizonte largo, rastrojos grises, sembrados en los que el frío riguroso y prolongado apenas deja asomar el tallo de los trigos. Y aldeas de veinte, treinta o cuarenta casas, de setenta lo más, de adobes muchas de ellas, con calles asfaltadas y vacías de gentes, iglesia rústica con portada o ábside románico y nido de cigüeña en la torre, sin escuela por falta de niños. Las casas se cierran y se abandonan a las intemperies, las maderas se pudren, los tejados se hunden, las viejas puertas de olmo se desvencijan, las verjas de herrero en ventanas y balcones se arrancan y expolian, el reloj de la iglesia se para porque nadie le da cuerda ni lo engrasa, las campanas enmudecen, los tiestos de geranios se quedan yermos. Aldeas de nombres sonoros y hermosos: Almaluez, Aguaviva, Alentisque, Valtueña, Chércoles, Taroda… De vez en cuando, el algún cambio de rasante, se divisa a lo lejos la sierra de la Cebollera o la del Moncayo, majestuosas en su azulada lejanía, como símbolos de una exhuberancia inalcanzable.

Cuando las ortigas, los cardos y las zarzas se apoderen de callejas y placitas, cuando se arruinen las paredes de adobe, cuando mueran los viejos que quedan, cuando se abandonen del todo estas aldeas tras mil o dos mil años de historia,
¿Qué será de los gorriones y los chopos, tan cercanos siempre a los pueblos y a las gentes?
¿Quién estimulará entonces la desconfianza de los pájaros si nadie les tira una piedra o un perdigón?
¿Quién trepara por la noguera del cura para robarle unas nueces?
¿Volverá la cigüeña al nido de la torre? Y si torna, ¿para quién picará el ajo?
¿Qué van a hacer los vencejos al atardecer si nadie ya mira su vuelo chillón y zigzagueante?
¿Para quién harán las golondrinas su vuelo rasante barruntando la lluvia?
¿Quién mirará la dirección del viento en la veleta de la iglesia?
¿Quién se comerá las moras, las majuelas, las endrinas, las ciruelas silvestres?
¿Para quién calentará el sol estos rincones donde aún se cose, se borda y se habla?
¿Adónde irá el bullicio turbio de la taberna?
¿A qué paraje emigrarán los odios ancestrales o las venganzas no cumplidas?
¿Qué será de las declaraciones de amor en los prados, en la fuente, en el baile de la plaza?
¿Quién dará un poco de calor y compañía a estos cementerios tan pequeños como una caja de zapatos?

Sabina canta en mi radio: tan vecinos y tan lejos, verte y no verte; tan jóvenes y tan viejos, muera la muerte.

A la salida de una de las aldeas veo en un rastrojo cercano un gran pájaro picoteando en el suelo. No es alcotán ni cernícalo, es una rapaz de cuerpo abultado como un águila, casi como un avanto, pero me extraña que haya águilas por estos parajes. Paro el auto, me bajo, y cuando aún estoy pisando asfalto, el bicho despliega desconfiado su enorme envergadura, levanta el vuelo alejándose de mí y aterriza oculto tras un teso. Voy dando un pequeño rodeo porque quiero saber si es o no un águila y qué picoteaba en el suelo. Me agacho al acercarme al rasante y la veo a poco más de diez pasos. Lo que está comiendo está tripa arriba y tiene patitas rojas: una perdiz. La depredadora es de color castaño, ojos grandes, garras como garfios para sujetar al pájaro que poco antes corría o volaba sobre un barbecho o un cerro, y un pico tan duro y curvo como el gancho de un estibador para arrancar las entrañas aún calientes. La espanto abriendo los brazos y el águila echa a volar, pasa sobre mi cabeza como un avión, gira y se vuelve a posar en el rastrojo, al otro lado de la perdiz, mirándome con desafío. Les doy la espalda a las dos y vuelvo al coche.

Sabina canta, cuando juego mi suerte al verso que no escribo, cuando sólo recibo noticias de la muerte.

A mitad de camino de dos aldeas, saliendo de una curva, hay un pequeño erial con una cruz en una de las esquinas, cerca de la cuneta de la carretera. Vaya, me digo sin dudarlo, alguno que se salió de la calzada y se mató. Me bajo otra vez del coche y me acerco a la cruz, que parece tener una placa. Con la caída de la tarde se ha levantado un viento frío del norte. La cruz sobresale en un promontorio de piedras recogidas con cemento. Es tosca, hecha por un herrero, y la placa está grabada a punta de cortafríos: “PEDRO BALLANO PASCUAL, ASESINADO EL 4-6-47 A LOS 59 AÑOS. TU ESPOSA E HIJOS NO TE OLVIDAN. RIP”. Doy un paso atrás y me rodeo el cuello con la bufanda. Noto más frío. Leo otra vez el letrero, sorprendido, como si conociera a Ballano, como si lo hubieran matado ayer, extrañado de que no haya sido un accidente de tráfico. Asesinado. Asesinado aquí, claro, y tenía 59 años, hace casi 59 años. No sería por cuestión de amores, aunque quién sabe, sería más probable por una discusión de lindes. O por cualquier nimiedad que hizo saltar un odio secular entre familias. Echo la vista al suelo, a la hierba cansada de hielos y escasa de lluvias, miro al suelo como si fuera a encontrar por aquí la sangre derramada, el arma asesina: tal vez una piedra arrugada que le aplastó la cabeza, quizá un azadón que se incrustó en la nuca, un hacha fría y contundente, una navaja afilada con mimo, un escopetazo seco, la quijada de un burro… “Tu esposa e hijos no te olvidan”. La esposa y los hijos dejaron yermo este pequeño terreno, pequeño como la mitad de un cementerio de aldea, un cementerio para él solo, como una cajita en el océano del campo, para que nadie labre ni siembre en él; para que permanezca vivo el recuerdo, humilde en el olvido o firme en la venganza. No, no estará enterrado aquí, estará en el cementerio del pueblo, en el mismo cementerio donde yacerá su asesino, aunque no en la misma fosa, claro, ni muy cerca, ya lo procurarían “los hijos que no te olvidan”, pero en el mismo cementerio, ese que cualquier año de estos se quedará abandonado al lado de un pueblo abandonado de una comarca abandonada.

Entro en el auto justo cuando Sabina dice su estribillo, Al otro lado de los apagones, al otro lado de la luna en quiebra, sólo puedo pedirte que me esperes, al otro lado de la nube negra. Cae la tarde de diciembre sin que me haya cruzado con ningún otro vehículo, ni agrícola ni turístico ni de transporte. Atravieso otro pueblo sin ver a nadie. En la cabina del coche suena un pitido y la ventanita electrónica del salpicadero anuncia que la temperatura exterior es de dos grados. Una tarde de diciembre muy parecida a ésta dejé de ver a Angelines, hace ya cuarenta años, cuando ambos teníamos dieciséis. Y fue cerca de aquí, de modo que me desvío de la ruta que me lleva a mi pueblo y enfilo el auto hacia la estación en la que ella subió a un vagón de tercera y desapareció para siempre. Es una vía muerta. Partía de Valladolid y terminaba en Ariza, Zaragoza, una vía transversal. Está muerta. No circulan por ella ni trenes de viajeros ni de mercancías; ni locomotoras solas ni máquinas de palanca accionadas por ferroviarios. Tampoco es un camino de senderismo. No es nada, si acaso una línea en los mapas militares. Viejas traviesas de madera soportan hierros paralelos que no vienen ni van a parte alguna. La hierba humilde y las zarzas retorcidas han crecido por entre los cantos. El populacho ha tomado la vía como estercolero para tirar calderos agujereados, sartenes rancias, botes herrumbrosos, sillas de plástico, maderos inservibles, cestas rotas. Debajo del puente de piedra, cuya bóveda modesta e incólume aguantaba orgullosa el vapor del silbato del tren hay ahora un jergón retorcido, un colchón a medio quemar, una vieja máquina sembradora despeñada allí por alguna cuadrilla de gamberros. En la vieja estación ya no hay estación. Queda la vía doble, la palanca del cambio de agujas, la pequeña plataforma de piedra que daba acceso al tren, pero el edificio de la estación no está. La piedra de sillería se la han llevado a otra parte. Tampoco se ven, claro los rótulos de porcelana: “jefe de estación”, “consigna”. Tampoco está el banco donde se sentaban los zánganos a ver pasar trenes y gentes. Ya no sale el de la gorra roja, ni pita ni da salida a ningún tren. Las acacias antaño verdes y frondosas se han secado; están allí sarmentosas, alargando sus ramas retorcidas hacia ningún sitio. Tampoco está ella, la chica de una sola trenza, larga y sedosa, la chica de ojos castaños y mirada valiente. Nos conocimos una noche sanjuanera de verbena y fuegos artificiales. Vivimos un julio pletórico de amor furioso como si se fuera a acabar el mundo en pocos días, un amor eterno, exclusivo y excluyente. Soportamos un agosto de cartas diarias, de conferencias telefónicas interrumpidas y ansiosas, de espera interminable. Y en septiembre ella volvió con el pelo corto y la mirada altiva. Ya no me veía de la misma manera. Ella estaba a un paso y a mí me parecía inalcanzable. Intenté recuperar el antiguo calor, de hacía sólo un mes, la cercanía y la fogosidad de julio, la explosión de san Juan, pero ella estaba cansada de mirarme, incómoda de pies. Alargó la mano y dijo con impaciencia, “que te vaya bien”. Subió los dos escalones del vagón sin volverse y no se asomó a la ventana. Y sonó entre tú y yo el silbato del tren, canta Sabina.

Cuando llego a mi pueblo es noche cerrada, negra de estrellas. Nada más abrir la puerta oigo el chirrido sobre el suelo de la silla de mi madre al retirarla con las corvas, como si me presintiera, como si me oliera. Conozco el ruido. Entro en la cocina y enciendo la luz.
- Pero, ¿por qué estáis a oscuras? ¿para ahorrar?- digo con sorna.
- A tu madre le da igual- dice mi padre-, y a mí, pues me da lo mismo.
Mi madre tiene en las cuencas de los ojos unos plásticos con forma de media cáscara de huevo sujetados por esparadrapos. Hay que echarle gotas cada seis, cinco o tres horas, según semanas. Como no me puede ver, me tienta por todo el cuerpo, incansable, con paciencia y suavidad.
- Te esperábamos a comer, hijo- dice.


FIN

Texto agregado el 12-01-2006, y leído por 589 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
05-07-2008 Un maestro narrando. Se suceden variopintos "macondos" en cada párrafo. Un placer leerte y una suerte haberte encontrado. Saludos. justine
03-07-2008 qué cuento más entrañable. con maestría entretejiste historias hilvanadas en un camino. se te agradece el paseo por todos esos maravillosos lugares que has descrito y las citadas partecitas de canciones de joaquín. a dónde irán las preguntas que no se responden? lomasoscurodeminegroyo
30-05-2008 Me gustó en su momento, y me sigue gustando. Cuando aderezas tus escritos con emotividad, te quedan redondos. lolasanabria
02-03-2008 Hermoso texto, un largo recorrido interior que me inspira una palabra: melancolía. Así la describió Sabina: Melancolía. “Calle donde vivo, enfermedad incurable, territorio donde crecen las más hermosas canciones, los versos más exquisitos, mejor que la tristeza, mejor que la alegría, cerradura de la llave de los sueños, … AnaAlonso
 
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