Cuantifiquemos la situación: Una sola sala de espera nos es suficiente para el análisis, o simple chascarrillo suburbano, que un sencillo dilema por notación no nos detenga.
Y partamos ya a por esa idea unitaria que representa la sala de espera; espero encontrar un porqué o comenzaré a pensar mal de mí. La sala de espera, decía, es un germen, un crisol estacionario de tránsito minutero, secundario, tan profano concepto estéril ante un neófito, como caldera bulliciosa ante ojos, siempre candorosos he de, y quiero, pensar, míos. Circulan relojes, de pared, con uno basta, sobrio, circular, para que el tiempo fluya, sin brusquedades y apacible, la cosa no está para lujos. Sorprenden el alicatado infernal de todo excepto techo y sus máquinas expendedoras de todo salvo tabaco, que aquí hay que guardar las apariencias, y si el cazo es más estrecho, se recoge menos, pero se gana en sueños a pierna suelta, la conciencia es imparable en su avance. Colas, aguas frías, tibias y calientes, algunos las llaman, allá ellos, café. Entre unas y otras, entre columnas y, llegué a escuchar historias semejantes, superpuestas incluso, oscilan como si tal cosa máquinas con viáticos en su interior, dispuestas a regurgitar el menester. Más allá, los servicios, inapreciables a ojos mortales fuera de cavidades mendigas. Yo soy un mendigo y ahí vuelvo a la vida, resurjo y extiendo mis alas ante mis espectadores, me acicalo, orino, cago y salgo al mundo real, siempre más frío. Miro el reloj y me doy cuenta, una vez más, que tendré hambre. No supe resolver mis problemas y aquí acabé, en una sala de esperas. Pero, por lo menos, no soy el enfermo.
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