Federico desganado
se dirigía a la Profesora de Literatura. Le había quedado pendiente esta materia para obtener su título de Bachiller y necesitaba un reesfuerzo calificado. Cuando llegó al departamento la recibió Clara, cuarenta años bien llevados, escultural figura, Profesora de Lenguas y escritora. Casada sin hijos, su esposo comerciante y sin mayores inquietudes por el arte. Era un matrimonio convencional, sin conflictos aparentes.
Era su última clase, debían hacer el repaso de la literatura del Siglo XIX y como corolario ella le leería un texto elegido por Federico. Cuando le entregó unos poemas de Baudelaire, Clara lanzó una sonrisa nerviosa pero segura. Comenzó a recitar. En el contenido la sensualidad apuntaba en sus estrofas con conocida voluptuosidad. Federico había escogido esas páginas sin otra intención que elegir rápidamente un texto para cumplir con su clase. Al ir avanzando en su lectura con la elocuencia de una excelente recitadora, el joven sintió en cada palabra y en su contenido una sensación nunca experimentada hasta ese momento. Para él, la literatura era una materia más y que solo tenía que memorizar textos, saber una biografía y con eso aprobar su materia. Pero ante la presencia de una mujer hermosa, poniendo cada palabra en su dimensión despertó, no solo curiosidad; su organismo empezó a sentir unos extraños síntomas, un latido acelerado de su corazón, un imaginar, mientras escuchaba cada estrofa salida de esa boca, ojos brillosos y de una voz que llegaba a sus entrañas. Cuando recitó el último:
Alegoría
¡Es una mujer bella y de altiva garganta
que deja en el vino arrastrar sus cabellos!
Del antro los venenos, del amor la pezuña
resbalan y se liman en su cuerpo marmóreo.
Se ríe de la Muerte y del Libertinaje,
monstruos cuya mano que desgarra y destruye,
respeta sin embargo en sus terribles juegos
la ruda majestad de ese cuerpo tan firme.
Cual sultana descansa, camina como diosa;
en el placer profesa una fe mahometana.
Y a sus brazos abiertos que sus dos senos colman
atrae con su mirar a los seres humanos.
Al pretender terminar con el poema, Federico la interrumpió cuando le faltaban unas pocas estrofas, se levantó de su silla, puso su mano sobre la de ella. Miró con descaro hacia sus ojos, ella acarició el rostro del joven desmesuradamente cabrío y puso un beso en su mejilla, mientras observó lentamente la estampa impecable del muchacho. Suspiró con fuerzas, acarició su mano e invitó con su gesto que volviera a la silla; reinició la poesía:
Cree, y sin duda sabe la virgen infecunda
pero tan necesaria a la marcha del mundo,
que la hermosura del cuerpo es don sublime
que logra por sí solo el perdón de la infamia.
Ignora el Infierno igual que el Purgatorio
y al llegarle la hora de entregarse a la Noche
contemplará serena el rostro de la Muerte,
como un recién nacido -¡sin pesar y sin odio!
Federico al despedirse, era la última clase, le pidió a Clara que lo anotara en sus cursos para el año entrante, y le susurró –– Clara he descubierto que la literatura es mi vocación. Ella se despidió con un beso alentador.
Enero 2006 Incluido en ejercicios de "Vertientes"
Evalúa este texto
No me
|