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"Tremendo. Hacía tiempo que no lloraba por un relato, no te digo más. Margarita-Zamudio"

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LA BALADA DEL SOLDADO

Septiembre 24 de 1942. Moscú.
Sovinformburo (Buró Soviético de Información)
Despacho urgente.

“La vigorosa defensa que nuestras tropas están desarrollando ha impedido que Leningrado caiga en poder de los alemanes. En el centro de la ciudad la defensa se mantiene firme en sus posiciones e inclusive se han recuperado algunas calles. Los tanques alemanes, en número de más de doscientos siguen tratando de avanzar por el interior de la urbe, pero renovados contraataques lanzados desde el noroeste les hicieron hoy retroceder de nuevo.”

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Andrei Charitonov , ileso pero aturdido por la granada que explotó en los alrededores se metió de cabeza en el hueco de la pared derruida del edificio. Sabía que todos los edificios se comunicaban por estos túneles improvisados en los sótanos, en los áticos y en los desvanes y eso permitía a los soldados volver atrás y colocarse en posiciones más ventajosas para continuar hostigando a los invasores alemanes.

Subió a la parte alta del edificio sin encontrar a nadie. Fuera, el frío rondaba los cinco grados bajo cero, pero dentro de estas paredes, merced a los incendios, la temperatura era menos ingrata. Después de días y noches de intenso combate, momentos como este, en los que podía tomar un breve respiro, valían por todas unas vacaciones. El asedio de la ciudad duraba ya un año y su final no parecía cercano. Lejos estaba de saber que el sitio duraría dos años más. Ese día los alemanes habían logrado ocupar dos manzanas y matado a todos sus compañeros. Ahora era un soldado desperdigado.

Miles de veces se había prometido no pensar en su familia. Bastaba la cuota de dolor que día a día debía soportar, pero en aquellos breves momentos en que las defensas emocionales y los nervios le permitían una breve tregua la imagen de su hermanita de nueve años se le coló con fuerza. La recordó extremadamente delgada y ojerosa mientras arrastraba el trineo con el cadáver del tío Pietro. La ración diaria de pan que recibía, la décima parte de las calorías necesarias para vivir, no hacía sino prolongar su agonía y al igual que miles de niños obligados a cavar las fosas de los muertos, estaba seguro que tarde o temprano habría caído en la misma fosa recién abierta.

“Andrei –le dijo esa última vez que la vio – veo a mis padres morir de hambre, pero yo deseo su pan más que su vida. Dime ¿soy mala?”

La rabia contuvo su llanto. Resistir era un deber. Llorar era un lujo que un soldado no se podía permitir, aunque solo tuviera dieciséis años. Pronto sintió que el pavimento ardía bajo sus pies y se arrastró por las vigas hacia el edificio contiguo.

En la esquina de la calles Maiatovski y Tijvin encontró un grupo de soldados que resistían desde hacía tres días, sin agua, sin comida y casi sin municiones. Nadie le preguntó nada, pero de pronto se encontró ayudando a dos grupos de combatientes a colocar una ametralladora pesada en un desván desde donde podían disparar a cualquiera que se acercara.

Andrei miró las caras ennegrecidas y tensas de los hombres. Las vendas de sus heridas sucias y llenas de sangre. Pero no descubrió temor en sus ojos. Tampoco odio. Solo la fiera determinación de no rendirse. Uno de los más viejos le habló.

-Tú, muchacho. Vete al sótano. Ahí serás de más ayuda. Hay demasiados heridos que atender…

Andrei sintió que el orgullo de soldado veterano le rebalsaba, pero no dijo nada. Aprestó su fusil Vintovka y bajó. En el sótano el espectáculo era pavoroso. Muertos y heridos por todos los rincones. No se veía un médico o una enfermera por ninguna parte. Las paredes estaban cubiertas por una delgada capa de hielo y durante la noche se había helado el agua de las pocas jarras disponibles. En el suelo encontró un rollo de venda mugrosa y la tomó pensando que en algo le podría servir. En aquel momento oyó el megáfono de un alemán que en perfecto ruso gritaba:

-Rusos, rendíos! Vais a morir de todos modos!

Alguien le respondió que se fuera al infierno y a continuación el tableteo de las ametralladoras no permitió oír nada más. En un rincón del sótano una mujer abría pavorosamente la boca en un grito de dolor que a nadie le importaba. El edificio contiguo estaba ardiendo y las explosiones destruyeron una de las paredes. Polvo. Humo. Ya no podía ver las caras, pero oía los gritos de los soldados que se daban ánimo. De pronto le llegó nítido el agudo y desagradable chirrido de las orugas de un carro de combate. Alguien dijo no tener granadas contra tanques. El Panzer pronto volaría todo lo que quedaba del edificio y era preciso detenerlo.

Instintivamente se colocó junto a un hueco de casi un metro, abierto en la pared por un proyectil perforante, listo para disparar cuando un médico --- ¡ un médico ! --- demacrado y absolutamente exhausto que apenas podía mantenerse en pie le tocó el hombro y le indicó a la mujer que gritaba.

-Saca a esa mujer de aquí. Acaba de dar a luz!

Iba a maldecir pero sin saber de dónde una oleada de ternura le invadió. El llanto del recién nacido le disparó un sentimiento que jamás creyó volver a sentir. Casi a tientas se dirigió al rincón donde estaba la mujer, inmóvil, pálida, con la cabeza reclinada hacia un lado.

Diez minutos después, cargando un pequeño envoltorio se arrastró fuera del edificio. Atrás quedaba una madre serena al fin con la paz de los muertos.

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Cuando cumplí los seis años, con mi uso de razón apenas estrenada, Andrei me contó la historia. Nunca supe nada de mi familia. Pero aquel soldado ruso fue para mi, padre, madre y camarada de sueños.

Y ahora, desde la terraza de este chalet suizo, con mis sesenta años a cuestas, mientras la voluta de mi cigarrillo serpentea negándose a perecer y mi trago espera en la mesa elegante cubierta con un mantel de lino blanco, una lágrima rinde tributo a aquel soldado, del cual, tampoco supe mucho en realidad….




Texto agregado el 11-01-2006, y leído por 631 visitantes. (22 votos)


Lectores Opinan
07-02-2006 Hermoso! Conmovedor. honeyrocio
05-02-2006 Excelente narración. Nos llevas de la mano por la miseria de la guerra, la huella que deja; hambre, muertos, bombardeos, muchas manos enfermas necesitadas y pocas manos sanas que pudieran ayudar. Los pasajes que describes son muy nítidos, están muy bien contados. Se me queda una frase en la cabeza por su intensidad "veo a mis padres morir de hambre, pero yo deseo su pan más que su vida. Dime ¿soy mala?” Realmente dramático. El final es el contrapunto de la historia, alguien corrió con suerte cuando nadie apostaba por él y ahora en el recuerdo y la distancia agradece lo vivido y lo conseguido. Me ha encantado este trabajo, mereces mis 5***** claraluz
19-01-2006 Habría que decir que el argumento no es de lo más innovador, pero que bien narrado está y a pesar que lo esperaba, el final me emocionó. rafudo_
19-01-2006 simplemente gracias por ser tan genial amigo zepol***** monica-escritora-erotica
18-01-2006 Grandes imágenes, profundos sentimientos... muy bueno. 5* olivianewton
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