Un puñado de viento se cae
del precipicio de la noche.
ahonda este hueco donde vienen a caer
tus suspiros. donde tus manos me dan la espalda,
donde las estrellas se derrumban del cielo, dormidas.
no quiero estar tranquila
si mis piernas se escapan por las calles
arrancando a su paso el suspiro
de tus labios desvelados por besarme,
si mis brazos son los puentes de concreto
que soportan los escombros de tu ausencia.
debajo de los escombros, en la otra forma de la muerte, sobre las pestañas de la noche, encogiéndome
para formar parte de su ojo, sobre los espejos
que reflejan el aire marchitándose. ahí estoy yo:
en la ausencia.
y en mi ojo te mantengo vivo. desprendiendo las retinas,
sigo el rumbo que una cigarra insiste en señalarme
aunque no haya más sonidos que la mueca de furia
que se estampa en el aire libertino
de los versos que esculpen tus pulmones,
porque he de amarte o morirme sin salvarme
aunque los dioses del Olimpo me desvirguen.
no parpadees. no llames a las voces de la soledad
con tus montañas de abismos y vacíos.
no vaciles: guarda a la noche en una caja de fósforos
o en tu caja toráxica, e invierte los sonidos de la luna,
antes de que se caiga sostén al mundo
con el último sorbo de amor que nunca nos faltó.
es hora de sostenerte más que nunca o por lo menos
de masturbar los segundos para que el deleite los distraiga,
no asfixiaré al tiempo con tristeza, no más que la necesaria,
al enfrentarme a esta cama que me traga.
cuando las primeras luces del alba sacudan mi mirada
me abrazare al olor de tu aliento en mis poros,
donde, imperceptibles para el mundo, suenan tus latidos.
alguien barre mis montículos de hombre con el fresco
de la mañana. y salen a buscar
todas las luces del mundo, refugio en tus ojos.
suenan los latidos, sí, pero yo sólo oigo el tintineo
de tu alma.
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