Despacio, utilizando todo el tiempo que sabía a su favor, hundió sus dedos bajo la camisa y arrancó, sin dudar, el último trozo de ser que aún desistía de abandonar sus ambiguas razones. El ángel, indescifrable – aún lo recuerdo-, subió hasta lo mas alto de la habitación en busca de los últimos rasgos de elixir, que quizás, lo salvasen ante aquel infierno de desidias que el hombre deparaba a sus invitados.
Cubriendo una porción de la impecable mesa, el sutil mantel caía entre volados y flores, sumergiéndose calmamente en el agua que fluía a través de la ordenada habitación, tres vasos a medio llenar y una botella de licor eran el único nexo cierto, entre lo incierto, entre el inalterable juicio, y aquella dudosa certidumbre.
Ella retiró su mano del hombre, y lo cubrió prontamente de la mas profunda amargura; llevó, en su último aliento, ese golpe de fortuna que acompaña los mínimos momentos de lucidez, y condenó eternamente el dolor de aquellos invisibles siglos de engaño. El ángel, nuevamente incrédulo, recorrió con su mirada todo el espectro de verdades desatadas y cayó pesadamente sobre los vasos. Fue en ese preciso instante en que ella lloró desconsoladamente – quizás, presintió que no le pertenecía, y que era para siempre-. Cada lágrima, liviana en si misma, siguió un demarcado camino, desde sus párpados hasta el infinito. El hombre, infiel ya, hundió sus manos en el turbio piso de la habitación sin dejar de observarla y sus ojos brillaron de remota satisfacción; Ella, sonriendo libremente, se deshacía en innumerables partículas de sal. El ángel – quizás no fuera ángel, sino demonio- recogió cada silencio de la mujer y lo bebió amargamente, uno tras otro, hasta perder en su dolor –dulcemente humano- los últimos restos de alas. El hombre, representado en mil hombres, proclamo para si mismo su verdad inalienable y vertió su arrogante malicia sobre si; tomó impulso y arrojó al ángel –ahora animal- al incesante torrente de agua y, envuelto en un vago canto de sirenas, se hundió infinitamente en el piso de la habitación.
No fue fácil abandonar aquel lugar; no es sencillo recorrer, aunque mas no sea por una vez, las encrucijadas que traen de regreso. Cuatro diminutos arlequines me arrojaron al día inexorablemente, durante largos minutos permanecí absorto, inmóvil, con la mirada perdida en los techos de la ciudad que comenzaba a amanecer. Dibujé una flor sobre Patricia, tomé mi abrigo y baje a la calle sin encender las luces; así como estaba, profundamente dormida, era como debía ser; así debía jurar mi amor por ella; era necesario cerrar el pacto, unir de una vez los extremos de aquel circulo, y alcanzar la total seguridad de que ya no encontraría, nunca mas, el camino de regreso.
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