Roberto Ramírez Bravo
Desde el fondo de la tierra
fantasmas humanos se buscan
S. Hernández
Aquel viento, aquel viento.
¿Quién anda por esas oscuridades, quién pisa los pantanos, quién suelta ese largo lamento?
Sólo sombras en la noche, una palmera que se movía, un susurro que nos espantaba, un frío que nos llegaba desde adentro del cuerpo, de los huesos, y nosotros ahí, escondidos, esperando ver pasar a La Llorona, a la mujer de blanco que dicen los señores que se aparece en la orilla de este piso fangoso con un pañuelo que se mueve por lo alto. ¿Vendrá, no vendrá? ¿Qué dirán nuestros padres cuando sepan que salimos a retar a los fantasmas de la noche?
Marisol me ha dicho en la mañana: “me dan miedo los cuentos de espanto. Pero quiero que me cuentes uno”.
Por eso fui, por eso me llevé a mi hermanito Jacinto, porque sé que él es inocente, para que no nos haga nada... ¿quién... el diablo? ¿Será de veras la llorona la que se aparece? Por eso, digo, estuve ahí, para poder contarle el cuento a Marisol.
—Schark... schark...
¿Qué es eso?
Silencio. Puertas que se cierran, cadenas que se arrastran. Ruidos que no tienen origen ni significado. Hacía rato habían dado las doce de la noche. Jacinto tenía ganas de llorar, pero se aguantaba. Y ese viento, ese viento que corría. ¿Así era siempre, tan lento, tan semejante a un suspiro largo y tan como si arrastrara una cobija de niebla? El asunto había empezado de forma muy sencilla: en la escuela habíamos hablado de los espectros, de los duendes, de los chaneques y de toda clase de historias de terror. Como habían terminado las clases, aunque era de día se sintió pesado el ambiente, porque todo estaba solitario. Entonces Agustín dijo que él había visto a un decapitado caminando en un caballo una noche que estuvo de campamento en La Providencia. No era un decapitado vivo, aunque era todavía un buen jinete sin cabeza, sino un fantasma al que la gente le tenía miedo. Como era de esperarse, Marisol se quedó con la boca abierta. Claro, todos sabemos que a ella le encantan esas historias y que Agustín quiere hacerla su novia, pero también todos sabemos -por lo menos yo lo sé- que a ella nadie la quiere más que yo, que no soy ni siquiera su amigo. Así que me propuse llevarle una historia de verdad, no inventada.
Sería la una o quizás las dos de la madrugada cuando vimos aquello que nos espantó. Era una silueta de mujer, sí, pero no joven, sino muy anciana, y no vestía de blanco, sino usaba ropas comunes: un vestido con florecitas, una pañoleta marrón y un par de sandalias viejas. Lloraba, pero no como pudiera pensarse que lo haría La Llorona, sino con un gemido quedo, un lagrimeo sin ruidos, un espasmo disimulado. No vimos de dónde salió, pero caminó hacia el río, pasando por las matas de hierba sin moverlas, como atravesándolas.
—Vamos a seguirla -le dije a Jacinto, quien apenas podía respirar del susto.
Quería saber cuál era el misterio que encerraba aquella leyenda antigua, quería ver con mis propios ojos el terror y sobrevivir para contarlo, para explorar los ojos de media luna de Marisol, su carita de asombro, y oír esa voz aguda preguntando los pormenores del caso.
Pero no sabíamos por qué lloraba aquella anciana, sólo la seguimos por entre las palmeras y nos metimos en la arena fangosa de la orilla del río, y cruzamos por el puente que comunica con La Frontera, en los límites del pueblo, la zona más sombría y más densa del monte.
Y el viento corría manso, moviendo como en cámara lenta las hojas de las plantas, susurrando un gemido largo e intenso. Si pudiera decirlo de alguna forma, diría que el viento parecía un animal enorme que se movía con esfuerzo; diría que era algo que se empeñaba en recordarnos que estábamos adentro de un cuento de terror, y que anunciaba la presencia de fantasmas, de monstruos y de dimensiones desconocidas, de ojos que nos miraban desde la profundidad del monte. Aquel viento era la representación más nítida de nuestro miedo.
Pero no dejamos que se nos perdiera de vista la mujer. De repente, vimos que se escondió detrás de un árbol. “Aquí va a pasar algo importante”, dije bajando la voz, y Jacinto se esforzó por ver lo que ocurriría. Cambiamos de posición para descubrir qué hacía detrás de aquel tronco y vimos que se puso en cuclillas y levantó la falda para que no rozara con el suelo.
—¡Oh, no! Va a...
Pero la frase se congeló en mis labios apenas empezaba a decirla, porque desde el fondo del monte la mujer nos miró. De verdad, lo juro, no entiendo cómo pasó aquello, pero quien volteó el rostro y nos encaró no era la misma anciana que veníamos siguiendo, sino una muchacha realmente muy hermosa que sonrió, entreabriendo los labios en una sonrisa que reflejó los rayos de la luna. Jacinto lanzó un grito, y una lechuza cantó a lo lejos. Los cerros compactaron la oscuridad a nuestras espaldas y el cielo infinito descendió sobre nosotros con un frío intenso, mientras el viento arrastraba los ruidos y los jirones de las almas que andaban en pena en esas horas.
Aquel viento era lo más extraño, porque no parecía llevar fuerza y sin embargo nos levantó y nos hizo dar vueltas entre las copas de los árboles, nos mostró desde la altura una visión espantosa de la noche sobre el río, sobre las huertas, una imagen de la oscuridad cayendo como una gelatina negra encima de las casas y del pueblo. Giramos despacio sobre nuestros cuerpos y aún en el aire nos tomamos de la mano para resistir la fuerza que nos quería separar. No supe en qué momento, ni cómo, fuimos a caer al regazo de la mujer, los dos, recostados en cada una de sus piernas. Era realmente hermosa: su nariz espigada, su piel blanca y su largo pelo lacio y claro enmarcaban aquellos labios delgados en una boca ligeramente grande. Hasta sentí que se parecía a Marisol.
Nos miró sin decir nada, sin un ruido. Sus dientes eran muy blancos, pero filosos y puntiagudos, y sus ojos eran de media luna, con los párpados ligeramente caídos, pero intensamente rojos. No sé si era dulzura la expresión de su mirada. Levantó la cara hacia la luna y abrió la boca. Pensé que nos iba a morder, pero en vez de eso lanzó un grito que me heló la piel y me erizó los cabellos.
—¡Ayyy, mis hiiijooosss!
Jacinto ya estaba muerto para esos momentos, o por lo menos lo parecía, porque no se movía ni hacía ningún ruido; tan grande era su pánico, que hasta podría jurar que tampoco estaba respirando. Luego la mujer hizo un movimiento y nos lanzó al aire como si fuéramos pelotas. Volamos por entre las ramas, y tanta era nuestra desesperación que para alejarnos movíamos las manos como si nadáramos y entonces nos dimos cuenta de que nuestros cuerpos eran tan ligeros que podíamos desplazarnos en el aire como si anduviéramos en el agua de una alberca.
—Vamos, Jacinto.
Jacinto reaccionó y su miedo le dio mayores impulsos que a mí, y se adelantó volando. Desde nuestra altura veíamos a la mujer sentada junto al árbol haciéndonos señas y enviándonos besos y sonrisas. “Empuja, mueve los brazos, huye, alcánzame”, me dijo mi hermano. Y yo temblaba, y me esforzaba, pero no podía dejar de mirar atrás, donde había quedado aquella aparición de la noche. Duramos una hora así, a la deriva en aquel viento nocturno y luego descubrimos que algo habíamos sacado en ventaja: podíamos volar. Así que sin proponérnoslo empezamos a jugar carreritas en las alturas, a hacer piruetas como si fuéramos un par de aviones, a divertirnos y a cantar canciones y a contarnos chistes.
—Cadete soy/ de la naval/ mi meta es ser marino -empezó a cantar Jacinto, mientras sobre nuestras cabezas las estrellas giraban convertidas en tachuelas luminosas.
Debajo de nosotros la mujer se divertía viéndonos jugar, y el río arrojaba una brisa fresca hacia nuestros cuerpos en movimiento. Puedo decir que me olvidé por completo de mis miedos, de mis padres, de los relatos de terror de la mañana, de Marisol y de todo lo que había conocido y vivido en mis largos once años, y me dediqué a ser feliz: la certidumbre de que esto era la vida se había adueñado por completo de mí, y excluía poco a poco todo lo que fuera diferente.
El cielo, el río, el monte, el lejano pueblo con sus casas y sus luces diminutas, todo se fue cubriendo de oscuridad y de silencio poco a poco, y lo único que parecía real en esos momentos era el viento, aquel viento, aquello como un susurro en que nos suspendíamos. La mujer se perdió en mi memoria y de repente sentí como si todo hubiera sido un sueño, una imagen lejana, quizás vivida, quizás inventada, quizás sólo recreada por mi imaginación. Cerré los ojos. Una niebla oscura me cobijó y me meció en la intemperie de la noche, mientras seguía girando en aquella inmensidad. Jacinto se había ido poco a poco, perdiéndose también en su propia ensoñación, separando despacio sus dedos de mis dedos, alejándose de mí.
Con los ojos cerrados conocí la absoluta negación. No había frío ni calor, ni miedo, ni angustia, ni placer ni dolor. Nada, absolutamente. En algún momento dejé de girar, y dejé de sentir el viento, y dejé de recordar y de imaginar. Lo único que estaba ante mí era la nada: ni sombra ni luz, ni sonido ni silencio. Eso era la vida, habría podido decir, pero en ese momento los conceptos también habían dejado de existir. Nada era la nada, sino una paz que era simultáneamente la ausencia de todo.
Un tiempo sin medida.
/
Un descanso sin retorno.
Un espíritu sin ataduras.
/
Una esencia sin forma.
Un cuerpo sin manos ni pies ni cabeza ni ojos ni oídos. Un cuerpo sin cuerpo.
Una sola sensación: el bienestar, la paz, la tranquilidad infinita.
(-¡Fernando!)
/
Una sola imagen: la perfección.
—¡Fernando!
/
Un solo placer: la noción de Dios.
—¡Fernando, hijo, Jacinto! ¿Dónde están?
Una única certidumbre: la del descanso eterno, del Paraíso, de... de... ¿Fernando, hijo, Jacinto, dónde están? ¿Y eso? ¿Qué fue aquello? ¿Qué significado tenían esos ruidos? ¿Qué buscaban? ¿Qué querían, de dónde venían? En aquel estado en que me encontraba empecé a tener la sensación de que empezaba a soñar, y el sueño se me confundía con la realidad, y no sabía qué estaba pasando, pero aquello que oía me empezó a jalar por la curiosidad de saber qué era.
-¡Fernando, hijo, Jacinto!
Voces, eran voces. Y luego fue la angustia, la certidumbre de que me lanzaba al abismo de una pesadilla, y abandonaba ese lugar tan placentero y tan infinito en que me encontraba.
—¡Fernando, hijo, Jacinto!
Era mi madre. Entonces empecé a recordar, la oscuridad volvió a girar y sentí de nuevo que mi cuerpo ¡mi cuerpo! daba vueltas y vueltas mientras oía cada vez más cerca aquella voz gritando un nombre que hasta ese momento comprendí que era mío. ¡Fernando! ¡Fernando!
La luz cegó mis pupilas. Era una luz brillante, intensa, que lastimaba. Sentí mi cuerpo, sentí las manos de mi madre sacudiéndome, sentí sus lágrimas sobre mis cachetes y abrí los ojos. Era mediodía.
—¡Hijo!
Nos habían estado buscando desde la madrugada, cuando se dieron cuenta de que no estábamos en la casa y apenas nos encontraron, creyeron que estábamos muertos. Quizás lo estábamos. Entonces Jacinto lloró y yo también empecé a llorar. Conforme los mocos nos lo permitían, contamos la historia de lo que nos sucedió, pero como suele ocurrir en estos casos, nadie nos creyó, y hasta pensaron que habíamos fumado mariguana, pero de todos modos la versión corrió de boca en boca por todo el pueblo, y al día siguiente, cuando me presenté en la escuela, mis amigos me rodearon, pidiendo los detalles. Yo busqué los ojos de Marisol. Estaba pálida, como tocada por un rayo de luna. “Sólo a ti te contaré”, le dije, ante el enojo de los demás.
Al salir de clases la acompañé a su casa y nos sentamos debajo de la ceiba grande y le empecé a contar. Como había esperado, ella mantuvo los labios abiertos y yo vi cómo la piel se le ponía chinita y la mirada se le llenaba de espanto. El viento que corría entonces era suave y fresco, en nada parecido con el de la noche anterior. Al terminar mi relato Marisol tomó mi mano con sus dos manos y luego me dio un beso en la mejilla.
—Eres un mentiroso -me dijo-, pero me gustó tu cuento.
Luego me miró despacio y sin ningún aviso me besó la boca y salió corriendo. Yo miré su pelo lacio y largo moverse, y aún después de que había desaparecido de mi vista, seguí mirando aquellos ojos de media luna y sentí en mis labios aquellos labios delgados, tenues, como un trozo de viento.
* El presente cuento forma parte del libro Sólo es real la niebla, 1997, México. |