Roberto Ramírez Bravo
Se volvió loco después de la golpiza.
Eso dijeron en los cafés del puerto las sombras inmóviles que veían la política en el fondo de sus tazas humeantes, eso repitieron las sotanas oscuras los días de domingo después de misa, y eso mismo se gritaron las piedras de una loma a otra loma en las partes altas de la ciudad, donde hileras de hormigas humanas construían sus viviendas de palapa y lámina negra.
El Periodista, o el Argentino, o como quieran llamarle, se volvió loco después de la golpiza. Su nombre -no su nombre, su aliento- recorre las cantinas y las oficinas públicas, aparece perdido en los escritorios y nadie se atreve a pronunciarlo por temor a desvanecerlo, o porque todos saben de dónde vino y cómo llegó la locura. Sólo el mar en las noches brama la suerte del que se volvió loco después de las patadas, de los golpes que desgranan los dientes, del balazo que roza la sien y carcome inevitable aquel cerebro. Sólo el mar lo denuncia.
No los periódicos.
La verdad corre entre las alcantarillas, se deslava como las vírgenes en la noche de lluvia, se adhiere a las paredes como el cochambre y aunque todos la ven nadie la menciona. Sólo el mar, ola tras ola, en cada huracán, en los alisios de enero y en los picotazos de las aves, la grita.
Él, el Periodista, se volvió loco. No recuerda su oficina grande, su escritorio espacioso, su secretaria que le prepara un café ni los recados que le quedan pendientes. Ha olvidado los nombres de sus amigos, las rutas de las noticias, la sorpresa del correo, pero no la cara de su compadre que quiere ser gobernador y que ordenó su muerte, ni las manos de sus torturadores que le rompen los tobillos a fuerza de doblárselos pero que no consiguen arrancarle la vida.
El Periodista vino del mar, volvió del mar con el grito de los ahogados pintado en la niña de sus ojos, con pedazos de algas entre las ropas, y con un poco de arena en las comisuras de los labios. Quienes lo miran vagar por el zócalo oyen el grito de las caracolas que lleva en sus oídos, y la oquedad de sus pisadas delante de la Catedral.
—Dios mío, pobre hombre -se escucha a veces.
Pero él no, él no piensa en esas cosas. Está loco, dicen. Desde que volvió después de la golpiza se detiene en los puestos de periódicos, los revisa uno por uno y exclama consternado:
—No está, no está...
Luego se aleja, arrastrando su cobija de agua, con unos pasos quebrados que no lo llevan a las oficinas donde el periódico, su periódico, sigue publicándose, ni a los cafés de los políticos, ni a las ruedas de prensa, sino lo guían de un puesto de revistas a otro puesto, de un estante a otro estante, de una banqueta a otra banqueta, y de un día a otro día.
—¿Qué busca? -Me pregunta Ella.
—Quiere saber si su periódico sigue saliendo -le contesto con toda la sabiduría.
Pero los sapos no son sabios, ya lo sé.
Él también lo sabe. En la callejuela de las putas se recoge y se cura las heridas, se toma su té de nostalgias pamperas y hurga entre las grietas de los ladrillos buscando respuestas. Su cobija de agua se ha extendido y calienta a unos niños pobres. Mira hacia lo alto.
—Madre nuestra que estás en el cielo -dice a veces.
Su compadre, su compadre que quiere ser gobernador lo mandó a matar. Y todo porque ayudó a su otro compadre, El Rey, a crear las colonias y repartirles casa a toda esa gente que se desparrama en las veredas con la cara blanca de espanto y los niños cargados como iguanas. No eran casas gratis, claro, porque a cambio El Rey desparramó su simiente entre las viudas, las casadas y las solteras por todas las barrancas y las piedras que miran al mar.
Su compadre lo mandó a matar porque denunció los nombres de los que operaban el tráfico de niños en el puerto y entre ellos estaba un hermano del compadre. ¿Y por qué más lo mandó a matar? Puta, porque ya querían cerrar ese periódico que todos los días salía con noticias nuevas de la corrupción en el gobierno. Y porque su director, o sea él, el Periodista, o el Argentino, como quieras llamarle, era querido en las colonias y parecía más un dirigente político que un escribano, y publicaba gratis los llamamientos de El Rey para tomar nuevas tierras.
Por eso él se volvió loco después de la golpiza, y olvidó su triunfo y sus éxitos y su fuerza política y empezó a vagar con su sábana de agua por las calles, sólo para revisar los periódicos matutinos buscando algo que nunca podía encontrar.
El mar a lo lejos cantaba su nombre y su historia. La canta todavía, y la puedes escuchar si pones atención. La luna, niño, te puede decir la nostalgia de aquel loco que lo perdió todo después de la golpiza, la ternura infantil de sus manos de paloma, y te reflejará, si sabes escudriñarla, la soledad infinita de aquella noche en que le partieron los tobillos y lo dejaron caminando a rastras.
Dicen los abuelos que el Periodista se volvió loco y luego desapareció, quizás muerto en un barranco y sepultado anónimo en una tierra sin bendecir. Hace tantos años ya de eso. Pero no lo creas, hijo, porque a veces aparece en los puestos y revisa las publicaciones una por una. Su voz todavía se escucha cuando dice:
—No está, no está...
Los sapos ya no rondan esos charcos ni su periódico se publica más, pero él sigue buscando.
El Periodista se volvió loco después de la golpiza. A veces se va y a veces vuelve. Busca. Busca. Busca en las páginas diarias pero no encuentra. Y es que la noticia del atentado, de los hombres que lo detuvieron en la noche y lo llevaron al barranco para matarlo sólo la cuentan el lamento del mar, la canción de la luna, las voces soterradas de los cafés del puerto.
No está en los periódicos.
Jamás en los periódicos.
Nunca. Nunca en las páginas escritas que revisa día tras días. No está, no está. Hoy no está... quizás mañana, quizás un día alguien dirá algo más: que el Periodista se volvió loco después de la golpiza, que lo mandó a matar su compadre, que le rompieron los tobillos pero no lo mataron. Quizás un día, pero hoy, hoy no...
• El presente cuento forma parte del
libro Hace tanto tiempo que salimos de casa, Ed. Praxis, México, 2005.
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