Aypuni, aypuni, sonqoy nananpuni rikurqosuytawan waqarqonipuni
¡Ay, ay! Como me duele el corazón de solo verte estoy sumido en llanto
Me muevo como en un manantial pastoso y cítrico. El mundo a mi alrededor se ha transformado. Es un líquido pesado y ácido. Pero a mí no me va mal. Estoy en un manantial. Lo de ella es realmente malo. Es un pantano negro y agrio. Para entender lo que digo se requiere haber sentido el corazón pequeño y frágil. También se puede comprender si se ha tenido un enorme problema (no personal) siendo uno un liliputiense. Lo explicaré mejor. Todos hemos visto muchas veces los ojos de los niños. Pues bien, si en alguna de estas oportunidades han sorprendido a esos ojos mirándolos con una profunda tristeza saben de lo que les hablo. O, tal vez, han sentido una mano vieja, arrugada y sucia estirada hacia ustedes con desesperación. O, a lo mejor, han sido apretados en un abrazo fuerte, amoroso y apasionado; pero su cuerpo se escurrió como un pez recién salido del agua.
Si a estas alturas no perciben, por lo menos, un poco de lo que les quiero decir, es mejor que abandonen la lectura del texto. Tal vez, alguien cree entender algo. Y me reprochará no ser claro. Por ejemplo, dirán: di de una buena vez qué le pasó a ella, qué siente, qué sientes tú. Ha esas personas también les pido, encarecidamente, que abandonen el texto. Porque no entienden nada. Sin embargo, si son porfiados y siguen leyendo sin comprender muy bien, no se preocupen, ya estoy creyendo que es mi defecto, que no estoy usando las claves correctas. Por ello, ante estos sentimientos mis palabras son mudas, el idioma que uso no sirve. Ojalá pudiera decirles de frente, con la sonoridad de mi voz y sin necesidad de grafías: Aypuni, aypuni, sonqoy nananpuni rikurqosuytawan waqarqonipuni, así seguramente entenderían.
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