Roberto Ramírez Bravo
Le perdí la pista dos veces este día, pero no por mucho tiempo, y aunque me lleva ventaja, pronto lo alcanzaré, quizás al doblar una esquina, o en la sima de un barranco.
No importa.
Él siempre es así. Siempre camina, camina rápido y sin mirar atrás, casi sin verme, salvo cuando se acuerda de que lo sigo y al voltear encuentra mis pasos pequeñitos detrás suyo. Entonces me ve unos segundos y se va. Sabe que no voy a dejarlo solo aunque me cueste trabajo alcanzarlo.
Yo no sé si huye de alguien o si va buscando algo, porque son muy pocas las veces en que hablamos. Se ha vuelto más viejo, o quizás lo era ya desde siempre y yo no lo sabía: ahora su pelo está alborotado y parece un fantasma que camina invariablemente hacia el frente con su abrigo negro, sin hablar con nadie y casi sin darse cuenta de lo que pasa a su alrededor.
Alguna vez me dijo:
—Ya falta poco, ya vamos a llegar.
Pero eso fue todo. Cruzamos la ciudad donde nací y viví con mis hermanos y mi madre mis primeros años, y cuando llegamos a los límites pude ver por primera vez una sábana de nieve sobre los cerros y la larga carretera helada que nos llevaría hasta el fin del mundo. Primero pensé que caminábamos sin detenernos para no congelarnos porque nuestros abrigos eran insuficientes para calentarnos, pero después me di cuenta de que no, no era por eso: íbamos de verdad a algún lugar, y teníamos prisa.
Hace tanto tiempo ya que salimos de casa. Yo era el más pequeño de mis hermanos y cuando supe que se iba no quise quedarme solo y salí corriendo tras sus pasos. Recuerdo que lloraba, no sé por qué, y mi llanto me daba más pena a mí que a él. Era una mañana brumosa aquélla, recién lavada por la lluvia, y el gris atmosférico destacaba al verde tierno de las plantas y a los morados de las bugambilias.
Hacía frío, me acuerdo bien, y en el aire flotaba la tristeza, la misma que a veces me acompaña y se me aparece entre los árboles de otoño o en los jueves nublados. Ese día cayó una nieve suave.
No hubo palabras, sólo un beso en la frente, apenas un silencio que se hizo grave y que fue creciendo poco a poco, una mirada austera, una ceja arqueada y un arrastrar de zapatos por el suelo. No hubo nada más, nada más que mi llanto, un grito inmóvil que salía de mi boca pero que no alcanzaba a llegar a ningún oído.
Hace tanto que salimos de casa, que siento que he perdido mi infancia y que mis recuerdos se revuelven y se confunden con los sueños, y que los árboles y los rieles del ferrocarril son la misma cosa, y que los higos y los pinos se parecen; y no sé entonces si nuestro viaje en una carreta, cuando los niños nos apedreaban mientras subíamos a la cima, es algo que quedó en el pasado o que nos espera en el futuro.
Pero lo sigo.
Las noches en este lado del país son hermosas, más que las aventuras nocturnas que vivía con mis hermanos y los perros en el patio paterno. Yo era un niño cuando salimos, por eso siempre tuve dificultades para seguir sus pasos, y él caminaba rápido. Había días en que lograba encontrarlo solamente por la huella de sus pisadas, que cambiaban poco a poco, a veces dibujando la suela de un par de zapatos o de sandalias, y luego la de unos tenis, o después las botas, o a veces simplemente los dedos y los pies arqueados, rasgados por las piedras del camino.
Con el tiempo he aprendido a distinguir su presencia aunque se pierda entre la gente, y a escuchar sus pensamientos colocando la cabeza en la dirección en que corre el viento. De tarde en tarde me mira, y encuentro en esos ojos viejos el dolor profundo que no cuenta a nadie, y la decisión absoluta de seguir avanzando.
A veces dice:
—Ya vamos a llegar.
Entonces atisba cómo voy siguiendo sus huellas en la distancia y sus ojos brunos tratan de reconocerme, como si hubieran perdido memoria de mi existencia y sólo mi obstinación me hiciera familiar ante él. Es como si se preguntara quién soy y qué razones tengo para seguirlo.
Lo he acompañado en la ciudad, en el campo, en las noches estrelladas y en las sombras infinitas de las noches más largas de mi vida; entre los contenedores de basura donde se pelean los perros; en los arroyos de aguas negras y en los pueblos llenos de nieve; entre los pastores y entre los vagos del subterráneo.
Lo que nunca olvido es el frío que agita mis quijadas en las vigilias de invierno y la niebla que brota de las alcantarillas; ni las muchachas tiritando con sus ropas minúsculas; ni el silencio de aquellas calles sin nombre y sin luz que tuvimos que pasar.
También me he llegado a cansar de tanto mundo bajo mis pies, de tanto pavimento, de tanto camino de piedra y de tantas imágenes repetidas por todas partes.
En las noches de hastío he seguido mis propios pasos sin prestar atención a la luna ni a los juegos mecánicos que se ven a lo lejos, ni a las lechuzas del campo ni a los asesinatos en las ciudades, sólo a la inquebrantable voluntad que tengo de seguir adelante.
Entonces piso mis propias huellas, me acicalo el abrigo negro que no me protege del frío, y me descubro completamente solo y desamparado, desheredado para siempre del destino.
Pero no lo estoy, porque aunque dos veces en un día nuestra pista se haya perdido, sé que nos encontraremos tal vez al doblar una esquina, o en la sima de un barranco.
Es en ese momento cuando busco entre las brumas ese rostro infantil y esos pies pequeñitos que van pisando sobre mis huellas, que van saltando sobre mis pasos, y aunque no lo reconozco, ni sé las razones por las que me sigue, le doy un soplo de aliento:
—Ya falta poco –le digo.
Eso es todo.
Hace frío, pero pronto vamos a llegar.
* El presente cuento forma parte del libro Hace tanto tiempo que salimos de cada, Ed. Praxis, México, 2005. |