Acaba de decidirlo: no soporta que entre la luz de la calle por la persiana cuando es de noche. A veces no la cierra lo suficiente, y como hay una farola junto a la entrada de su casa, la habitación no queda a oscuras. Eso le impide conciliar el sueño.
Sabe que es una maniática, pero lo tiene tan asumido que ya no le preocupa. Al contrario, le divierte. Siempre le ha gustado enfocar todo de forma irónica, ya de pequeña se lo reprochaban.
No deja de dar vueltas en la cama, así que se levanta y se acerca al ventanal. Aunque lo que quiere es bajar la persiana, se acerca al cristal. Tanto, que su aliento da lugar a un círculo de vaho.
Con la mirada fija en la calle, trata de recordar lo que ha hecho durante el día. Llegó tan cansada del trabajo que ni siquiera esperó a que se hiciese de noche: no eran ni las siete de la tarde cuando se acostó.
Había sido un día duro en la oficina: los teléfonos no paraban de sonar, el fax no dejaba de recibir documentos, las entradas a su despacho se repetían sin cesar, y además ella tenía una reunión con un cliente para presentar la campaña de marketing que habían diseñado para su nuevo producto.
Así que en cuanto aparcó el coche en el garaje, abrió la puerta, subió corriendo las escaleras, se quitó los zapatos dejando que fuesen a parar a quién sabe qué punto del cuarto y se echó a dormir.
¿Cuánto tiempo ha pasado? Le parece que ha sido tanto que ya no es la misma persona, que un abismo le separa de aquella que dirige una empresa multinacional. Son las doce en el reloj. Sonríe. Curiosa casualidad la de mirar el reloj justo cuando dan las doce.
Se acuerda de cuando era niña y creía en la hora mágica. ¿Ha dejado de creer en ello alguna vez, se pregunta? ¿O, por el contrario, lo ha borrado de su mente, como un capítulo que nunca existió en el libro de su vida? Llora un poco. Sólo dos o tres lágrimas. Es porque le entristece recordar esas cosas, pero también porque de vez en cuando le encanta sentirse como una dama desdichada. Por eso su familia la llamaba Madame Butterfly, quién mejor que ella para representar a una mujer desgraciada. A ella le gustaba ser la protagonista de la ópera, pero eso era en otros tiempos.
Ahora se siente sola. Es joven y tiene a su familia, pero no es lo mismo. Añora aquellas salidas nocturnas con sus amigos de la universidad y las confidencias a media luz con sus mejores amigas. Esos años cuando lo único por lo que tenía que preocuparse eran los planes para el fin de semana, las fechas de los exámenes y la vida universitaria, cuando la vida fluía por sus venas con tanta prisa que se le escapaba a borbotones: cuando reía, corría, era feliz, se enfadaba o se entusiasmaba con algo, era la vida la que mandaba en ella, y no al revés.
Enciende un cigarro. Ya no es Madame Butterfly: es Marlene Dietrich en una de sus películas. Todo ha cambiado. La gente se hace mayor y se aleja, a veces tanto que acaba separándose. Pero los recuerdos permanecen, aunque la memoria se empeñe en distorsionarlos.
De pronto, se sobresalta. Sabía que había pasado algo por alto. Las doce en el reloj era su canción, la de los dos, la que tantas veces canturrearon por la calle, en el coche, en su cafetería favorita, en el metro…El primer beso se lo dieron a las doce, una Nochevieja. Salieron juntos tres años. Compartieron muchas cosas, y esa canción era una de las que no podría olvidar por más que quisiera, aunque hacía ya mucho que no la escuchaba, tal vez por no evocar tiempos de juventud.
Qué tonterías hacemos para no enfrentarnos al pasado, piensa. O a lo mejor ella las hace para no reencontrarse con su primer amor (y sabe que es cierto).
Cambia de decisión: la persiana ya no importa. Mañana, a primera hora, va a llamar a Sergio por teléfono. |