El Uno estuvo muy orgulloso de su estirpe hasta que se encontró con el Dos, un petimetre que lo doblaba limpiamente, sin ser, por supuesto, gran cosa.
Ambos se frecuentaban a regañadientes pero el uno odiaba al dos y este ocultaba con gran esfuerzo cuanto lo menospreciaba.
Pero apareció el Tres, un arrogante de marca mayor que por simple arribismo, se acercó con más facilidad al Dos que al famélico Uno y éste, aislado y sin ninguna expectativa, hizo lo que tantos seres mezquinos hacen, que es alegrarse con la desgracia ajena. Por lo tanto, su alargada faz no pudo menos que esbozar una sardónica risa al ver como se sumaban el Cinco, el Seis, el Siete el Ocho y el Nueve, cual de todos ellos más pagado de si mismo y mirando en menos a quienes eran inferiores en valor.
Pero la ambición es asunto más añejo que la tierra misma y el Nueve, no conforme con su ya elevada alcurnia, hizo tratos con el Ocho y transformándose en aristócratas de tomo y lomo, fueron la envidia de ese conglomerado de números envidiosos. El Uno se solazaba con estos sucesos y celebraba las alianzas y contraalianzas, retorciéndose de la risa.
Los números más modestos trataron de negociar incomprensibles uniones, las que muy pronto fueron sobrepasadas por el poderío de los aristócratas.
El Uno sólo se dedicaba a comentar en voz alta estos caprichosos sucesos, mientras que en su entrecejo risueño no podía disimularse el fantasma de la frustración.
Si este cuadro enfermizo, detonado por la propia inutilidad continuaba propagándose, el Uno sería pronto un cadáver, hecho que por supuesto a nadie habría de importarle. Hasta que su único ojo –no cabía otro en su cadavérica faz- se posó en un óvalo inerte que parecía poseer las mismas propiedades suyas y de los demás números.
Este había sido desechado porque incluso valía menos que él Uno mismo y ahora yacía arrumbado a la izquierda de esa comarca. Como el uno, además de ser un tipo apocado que había desarrollado en grado sumo la ironía, era además un ser que mantenía su creatividad en estado larvario, pensó para si: -¿Qué pasaría si coloco este pedazo de fardo a mi derecha? Y poniendo codos a la obra, ya que tampoco poseía manos el pobre infeliz, arrastró como pudo a ese miserable óvalo, el que sintiéndose muy agradecido de ese tipejo esquelético, se sintió renovado y alzándose en toda su redonda estatura se comprometió a ser el escudero de su salvador, quien, combinado con ese que habría sido un estorbo si se hubiese colocado a la izquierda, a su derecha le otorgaba una jerarquía que en su condición de nuevo rico, estaba decidido a ostentar con creces.
Y el Uno, convertido en Diez por obra y gracia de escarbar en los tachos de basura, supo por fin de las miradas envidiosas de los números menores, quienes a su vez, intentaron seducir a ese Cero que recién comenzaba a aquilatar su plusvalía.
A tanto llegó el acoso del Dos, del Tres, del Cuatro, del Cinco, del Seis e incluso del semi aristócrata Siete, que un día cualquiera y sin podérselo explicar el mismo, el Cero apareció muy campante al lado de cada uno de ellos, mientras el Uno lo trataba de traidor y se revolvía en el suelo y se enroscaba hasta parecerse sospechosamente al Nueve, asunto que aprovechó para camuflarse, lo que le permitió ingresar por fin al reducido círculo de los aristócratas.
Con lo que no contó fue que, al enroscarse, perdió estatura, pasando a ser un Nueve bizarro, lo que le valió que fuese rebajado a la mitad de su valor, es decir a un Cuatro y Medio, lo que no podía desdeñarse, puesto que igual era más que Uno.
Y el Cuatro y Medio, ex Uno, ahora negocia con el Dos y con el Tres para armar una trilogía poderosísima, Total, el ex Uno podrá ser envidioso, perverso, irónico y apocado , pero rencoroso, eso si que no lo ha sido nunca…
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