¿París? Nunca había estado allí, pero ahora era el único de los dos que conocía ese dato. Ella lo miraba fijamente, entre sorprendida y entusiasmada. Él adivinaba en su interior un interés creciente por aquella serie de coincidencias que parecían unirlos a medida que se prolongaba la cena. No era para menos. Al llegar al restaurante sólo compartían el mismo trabajo y quizás unas líneas rojas en la agenda que marcaban la cita; en media hora se habían convertido en dos Piscis colaboradores de la misma ONG, modestos aficionados a la ópera italiana y que, encima, acababan de descubrir su mutua adoración por la ciudad del Sena. De forma estúpida, ahora se preguntaba qué otras ciudades bañaría el Sena de forma anónima… un pensamiento propio de él cuando estaba entre la espada y la pared.
Agarró el vaso y dio un trago, buscando tiempo. Ni eso consiguió. En menos de cinco segundos miraba el vaso vacío, no sabiendo si agradecer o maldecir el hecho de que hubiera estado lleno de agua y no de vino. Curiosamente, ella no parecía haber notado nada raro en él. Bueno, a lo mejor que parecía sediento. Le miraba a través de esa sonrisa suya (¿de quién si no?) que empezaba a conocer, una sonrisa algo ingenua; seguramente esperaba algún comentario de él respecto a esta nueva y -¿asombrosa?- coincidencia. Lo mejor sería pensar algo y rápido.
Había visto muchas fotos de los lugares turísticos, como todo el mundo; conocía tres o cuatro frases en francés –aunque sólo una que pudiera pronunciar sin sonrojarse- y sabía que la Torre Eiffel medía 324 metros, antena incluida, dato cortesía de Trivial Pursuit ©. Bueno, también había leído algún libro ambientado allí, pero sospechaba que Athos, Porthos y Aramis bien poco le ayudarían ahora. Más le hubiera valido leerse una buena guía de viajes.
De acuerdo, la conclusión evidente era: "conocía algo" de París, pero de ninguna manera podía decir que había estado allí, como mínimo en ésta vida. ¿Por qué entonces no había callado cuando ella se lo preguntó?
Lo pensó mejor. para no faltar a la verdad, ni siquiera había habido una pregunta. Él, siempre él, lo había afirmado por su cuenta y riesgo, después que ella se lo hubiera puesto en bandeja de plata con un comentario sobre la bullabesa que aún humeaba en el plato. Una incontinencia verbal propia de un géminis como él. El oh! que siguió a su comentario, esa nueva y última coincidencia, le desarmó: no estaba dentro de sus planes y sospechaba que la improvisación no le llevaría a nada bueno.
El sudor y los temblores no aparecían todavía. Miró de reojo a su acompañante mientras buscaba al camarero con algún pretexto que apenas acertó a murmurar. No era especialmente bonita -los ojos demasiado juntos, la nariz un pelín grande- así que, ¿por qué habría querido impresionarla? Sí, cierto, hoy estaba radiante con ese vestido chino que le sentaba fenomenal, pero no era para tanto. Su mente no descansaba: por un instante se sintió aliviado al pensar que hablar de París sería menos traumático que describir la marea humana que invadía cada mañana las calles de Pekín.
Ella, ignorando su continuado silencio, le hablaba ya de una azafata amiga suya, que en cada viaje a París le descubría nuevos barrios, nuevos secretos de una ciudad que sólo un nativo podía conocer, el París "auténtico"... Pero él ya no podía prestarle atención.
Los nervios no le dejaban reaccionar; le pasaba a veces. Ahora sólo buscaba en su interior el por qué a mentiras como aquella; ya había actuado así antes, en multitud de situaciones diferentes, ante amigos, familiares o simples desconocidos. Sabía que existía un 75 por ciento de posibilidades de que su primera frase en una conversación fuera una mentira, total o parcial. ¿Era su manera de iniciar conversaciones que él suponía interesantes, de hacerse mejor a los ojos de la gente y a los suyos propios, de reinventarse cada día como persona o simplemente de reirse de los demás para no llorar por sí mismo?. O a lo mejor era que mentir siempre era más fácil al principio de todo. La verdad es que no tenía ni idea. Pero sabía que había momentos en los que se sentía así, miserable y sobre todo, muy solo. La sensación no duraba mucho. Le pasaba a veces.
Ella lanzaba un discurso sobre las maravillas de Montmartre. Él le parecía emocionado, ausente, seguramente recreando París a través sus palabras. Su sentido femenino intuyó una lágrima, una sensación de profunda melancolía. Definitivamente, era un encanto.
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