Bailé con las manos la danza de lo absurdo; el erizo, la vaca y la margarita miraban lateralmente soltando burbujas opacas; danzamos alrededor de un cubo de agua que se hizo fuego azul y del que saltaron esquirlas de algún material, que, cosificadas, dieron las buenas tardes y corrieron a derramarse en unos brazos, en una esquina. Tomamos el té que dan a los caballos cuando se resfrían y cuando tocaba fregar, las tazas se replegaron sobre sí mismas convirtiéndose en luminosas piedras, pero esto no sorprende cuando minutos antes ha comenzado a despuntar en medio de tu rostro un resplandeciente pico. Tampoco asombra no tener ojos y seguir viendo, es más no impacta nada, no se espera lo que sigue pero se entiende porque todo puede pasar. Es lo que no es.

Cruzamos un puente de agua bajo el que la tierra corre. Pongamos que cuatro son cinco y entonces aparece un nuevo compañero de pico con un ramo de globos boca-abajo, que nos indica que al fondo, a la izquierda, sobre la cuarta luna roja, hay alguien jugando al yo-yo mecánicamente desde hace años. Unos calcetines haciendo carreras con unos zapatos sin suela. Caminamos repitiendo –ornitorrinco- por la mera sonoridad de esta palabra, mientras hacemos un oxímoron con este atronador silencio de la mano de la –o por el sendero de la inexplicabilidad y al llegar a la luna saltamos al mismo tiempo haciendo temblar las conciencias. En las macetas crece tierra y todo vuelve a empezar.