Estaba sentado, su interlocutor, cuya figura era difusa producto de la iluminación, lo intimidaba hasta el paroxismo. El ambiente era tenso por el prolongado silencio y su evidente ansiedad, propia de quien vive lo que siempre ha deseado, mas resulta diametralmente opuesto. Sus expectativas eran altísimas y su observador -¿eso era lo que hacía?- no respondía a ninguna, ni aparentaba la menor disposición a satisfacerlas. La luz disminuía conforme pasaba el tiempo y ahora la oscuridad ocultaba cada detalle de la habitación. La ansiedad se convirtió en desesperanza, no poseía ningún medio para interpelarlo, cómo fue que osó esperar algo de Él. Ya las tinieblas eran completas y la lóbrega sala cobijó el cambio. Desesperado le preguntó a Dios: -¿qué deseas?

Al no recibir respuesta su mente se congestionó y fue necesario el desahogo.

-¿por qué yo? ¿qué hago aquí? ¿sólo debo esperar? ¿por qué ahora? te esperé mucho tiempo, ¿por qué no te manifestabas? ¿por qué estoy aquí? ¿qué hago contigo?

La silenciosa figura, hace mucho tiempo imperceptible, no contestó, una vez más.