Aquel día fue muy gratos para ellos. Gregorio paseaba por las calles del centro. Vio un café que le resultó agradable así decidió entrar y tomarse un espresso para continuar con su lectura de La Noche mil dos.
Ella estaba sentada justo frente a la mesa que ocupaba Gregorio. Tenía el cabello rizado de color como el trigo. Sin duda poseía un rostro hermoso, de piel blanquísima, especialmente resaltaba los ojos, que aunados a una discreta sonrisa, le brindaban a su faz una expresión sincera y de gran dulzura, incluso en muchas personas, yo me incluyo, podría inspirar muchas cosas más que dulzura.
Gregorio, sumido en su lectura, no notó la proximidad de tan grande belleza, sino hasta que levantó la cabeza emocionado, por una sorprendente línea de Joseph Roth. Una vez que la miró el ánimo del joven cambió sustancialmente, sintió un placentero retortijón en él abdomen y toda la sangre le subió al rostro. Quiso devolverle una sonrisa sin conseguirlo, estaba perplejo, ella tampoco dejaba de mirar al apuesto muchacho.
El joven no era capaz de concebir tal situación. —Me está mirando, y aparte me sonríe— decía en su mente, los labios le temblaban, no estaba acostumbrado a que jóvenes tan bellas lo miraran con tal determinación. Estaba esperando juntar un poco de valentía para atreverse a hablar con ella. Sintió que la gente de las otras mesas lo miraba, cosa que le importó poco. Sin apartar la vista un sólo milímetro de los ojos de su doncella del siglo veintiuno, quiso levantar la tasa de café para dar un último sorbo e ir por ella, casi derramaba el líquido sobre la mesa, tan estúpido acto hizo que se sintiera inundado por la vergüenza. —No es posible, cómo te pasa esto, ahora todos te miran— pensó Gregorio.
Gregorio salió corriendo del café sin siquiera pagar la cuenta. A unas cuadras de ahí, ya más tranquilo se detuvo a pensar: —Cómo, qué vergüenza , te enamoraste de una pintura.
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